En la supuesta “limpieza” de contratos en el Congreso querían disolver el equipo de restauradores que hizo un trabajo único y lleva varios años trabajando y entrenando.
› Por Sergio Kiernan
Una de las joyas del pensamiento apolítico es pensar, sentir, estar convencido, de que todo empleado de un organismo político es un ñoqui. Es notable cómo este dogma afecta hasta a personas que a esta altura de la vida son ellas mismas políticos profesionales. La vicepresidente de la Nación y por lo tanto titular del Senado, Gabriela Michetti, dijo esta semana que va a hacer una auditoría y que si hay “dos mil ñoquis, se van a tener que ir”. Su colega macrista de la Cámara Baja, Emilio Monzó, ni siquiera esperó a ver si eran o no eran, y este miércoles anunció que iba a despedir a 500 personas pasadas a planta permanente este año o con contratos. Entre los supuestos ñoquis estaba el vocero del bloque radical en la Cámara de Diputados y los restauradores del palacio legislativo, gente que no sólo va a laburar otros días que el 30 de cada mes, sino que lo hacen a la vista de todo el mundo.
Las medidas que Monzó mandó a anular pero no llegó a anular por la ruidosa y rápida movilización sindical fueron tomadas en el último semestre por Julián Domínguez, presidente de la Cámara por el FpV. Domínguez fue el que comenzó a restaurar el Congreso y el que formó algo único en la historia patrimonial de este país, un equipo masivo de jóvenes que trabajaron con continuidad por años. Muy jóvenes casi todos, los restauradores parecían estar por todas partes en el palacio, cateando muros, repintando estucados, limpiando materiales, recuperando superficies, devolviéndole el esplendor a un palacio que nunca había sido tratado tan bien. Son unos 120, el mayor equipo que existe y existió, y hasta el paseante más casual pudo ver cómo iban mejorando en su trabajo, algo que sólo la continuidad puede garantizar: a restaurar se aprende restaurando.
De este grupo valioso, sólo tres están en planta permanente –son empleados fijos– y otros tres en planta provisoria. El resto tiene contratos renovables, sin privilegios ni beneficios. Considerar ñoquis a un equipo así, al que ya se le encargó intervenir en la confitería del Molino cuando el edificio pase al Congreso, es una frivolidad. Por algo, la marcha del jueves contra estas medidas sorprendió por el caudal de gente que asistió.
El barrio más saturado de nuestra maltratada ciudad festejó en este fin de año dos buenas noticias, logros conseguidos en oposición al macrismo en funciones. La primera fue la larga batalla legislativa de SOS Caballito por expandir la zona de bajada de alturas que creó la ley 2722 en la mitad sur de Caballito, la más codiciada por los especuladores inmobiliarios. Esta ley limita el impacto urbano a 13,50 metros de altura, o sea planta baja, dos pisos y un retiro calculado para que no se lo vea desde la calle. Esto parece modesto, pero automáticamente aleja a las grandes empresas fabricantes de torrezotas y genera otro paisaje urbano. Lo que se logró ahora fue que la Legislatura porteña aprobara incluir en la zona protegida a dos manzanas delimitadas por Seguí, Felipe Vallese, Donato Alvarez y Neuquén, con Morelos en el medio.
Para mejor, SOS, Basta de Demoler y el Observatorio por el Derecho a la Ciudad festejaron también el fallo del juez Lisandro Fastman sobre un “descuido” del gobierno porteño que le resulta muy rentable a más de uno. Como se sabe, los permisos de obra y el sellado de planos no dura para siempre, y están sujetos a los cambios de zonificación. Pero esta flexibilidad sólo se recuerda en los casos en que los especuladores son beneficiados, como si hay una suba de alturas. En el caso contrario, el gobierno porteño –el macrista en particular, pero los anteriores también– se hacen los osos y nunca se acuerdan de hacerlo cumplir.
Con lo que los vecinos tuvieron que ir a la justicia para que TGLT cumpliera con la nueva zonificación en Caballito y no hiciera tres tremendos bodrios de 21, 25 y 30 pisos de altura en la calle Rojas al 600. La obra anduvo paralizada lo suficiente como para que sus permisos expiraran, pero la empresa arrancó cuando le convino como si nada hubiera pasado. El juez Fastman subrayó en su fallo que la Ciudad debería haberle parado la chata a la empresa, mandándole adaptar el diseño a la nueva normativa y no aceptando el hecho consumado. Las ONG subrayaron que no es ni remotamente el único caso en el que fueron ellas las que tuvieron que exigir que se cumplan los reglamentos porque la Ciudad no lo hace.
La esquina vieja de Callao y Lavalle es de las mejores del Centro por su despliegue de edificios. Está la curva del primer ferrocarril argentino, luego pasaje Rauch y hoy semipeatonal Discépolo, con un edificio racionalista de un ornamento que merece ser uruguayo. Está la mole italiana del Salvador, con una de las mejores iglesias de la ciudad. Está la esquina sureste, con su torre airosa y bien iluminada en las noches. Y está, justo enfrente, el peculiar y pequeño edificio que se salvó de tantas demoliciones, es mucho más viejo de lo que parece y alberga desde hace décadas al café Los Galgos. Fue el cierre reciente de este barcito anticuado pero notable lo que preocupó a más de uno, con lo que es bueno avisar que la historia terminó bien. El bar acaba de abrir, mejorado.
Los Galgos no era un lugar para instalarse y pasarla bien porque estaba en una decadencia difícil de entender, como paralizado en sus mañas. El café había sido o montado o remodelado en los años cuarenta, como lo atestiguan sus maderas ornamentadas al estilo de la época, en un local mucho más viejo. Físicamente, tenía un formidable mostrador, mucho equipamiento original, muebles viejos y todas sus puertas batientes de marco de madera y vidrio de una pieza, antes muy comunes y hoy verdaderas rarezas. Pero también era de los últimos que servían en platos de metal, como en las cárceles de Uriburu, hacía un café espeluznante que sólo en Buenos Aires y hasta servía medialunas anticuadas, caso digno de un estudio filosófico. Lo mejor que se podía decir de Los Galgos era que era barato, alivio que se pasaba ante la desgracia de tener que usar los baños...
Con lo que no hubo mucha movida ni solidaridad ante su cierre, alguna que otra pregunta curiosa y nada más. Tampoco hizo falta porque, como en el caso del Británico y al revés que con la Richmond, no ganó la miopía comercial de algunos que sólo saben especular y algún empresario o empresarios decidieron usar el capital acumulado de la marca y las ganas de seguir teniendo cafés patrimoniales. Los Galgos volvió a abrirse corregido y aumentado, con cosas como el wifi hoy esperado, y con vajilla que no hace pensar en cuarteles o nosocomios. Las maderas siguen ahí, como las puertas batientes y los viejísimos pisos de calcáreo, las estanterías y algunas lámparas. El mostrador fue modificado de un modo convincente, hay aire acondicionado, un sistema de sonido muy bueno y una sensación de limpieza general. Hasta hay nuevos baños, más amplios y mejores, que guardan como recuerdo colgado en la pared uno de los torturantes mingitorios turcos, de esos de estar de pie o en cuclillas, que Los Galgos debía ser el último bar en tener en uso. El “cuadro” recuerda que no todo patrimonio fue mejor...
Lo que sí hay que admitir es que el Los Galgos renovado no es barato.
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