Una propuesta busca salvar piezas del patrimonio ferroviario para crear salas en localidades que nunca las tuvieron o las perdieron. Y con tecnología satelital.
› Por Sergio Kiernan
Un cambio inesperado de la era digital es el de la escala de la imagen. No sólo andamos por la vida viendo cositas diminutas que se mueven en un teléfono, un iPod o, en el mejor de los casos, una computadora, sino que las vemos de a uno o de a pocos. La imagen en movimiento volvió exactamente a donde nació hace más de un siglo, al público de a uno, y sólo falta la feria y el sentido de novedad para estar en 1890. De hecho, algo notablemente difícil de explicarle a un chico es el sentido de comunidad que creaba el cine antes de Netflix, el evento material de ir a un gran edificio especialmente para ver una película, compartirla con cientos de extraños, reírse o angustiarse en comunidad. Nada de eso ocurre en la experiencia digital.
Con lo que se entiende que la obcecación de ciertos barrios por mantener sus cines en funciones no es un tema de falta de Internet o de fobia tecnológica, sino de construir comunidad. Los cines no sólo eran frecuentemente el mejor y mayor edificio de la zona, sino que eran un lugar donde cruzarse, saludarse, hacer algo en común. Perderlos en demoliciones, iglesias pentecostales o supermercados es perder un edificio notable, un punto de referencia geográfico y un lugar donde verse las caras. La falta de protección deja todo en una simple ecuación económica, un lote a vender o una pila de metros cuadrados a maximizar en su uso. Cuando queda en claro que esas soluciones no van, los cines pasan a ser recursos que requieren ingenio y paciencia, pero que son viables.
Y en esto entra la propuesta de dos arquitectos amantes de estas cosas, Ana María Helena Mayor y Gabriel De Bella, presentada recientemente al Incaa. La idea es combinar dos cuestiones, o problemas, mutuamente relacionadas y a su vez relacionadas con el patrimonio: usar vagones ferroviarios en desuso, que los hay de a centenas, para crear cines portátiles que se puedan llevar a pueblos y lugares donde nunca hubo cines. De hecho, hay hasta un punto de justicia poética en proponer una herramienta de construcción de comunidad para pueblos que quedaron tan golpeados por el levantamiento del servicio ferroviario.
Lo del cine sobre ruedas es viejísimo y un invento de los ferroviarios. El primero argentino fue fabricado en cosa de días en 1949, cuando los técnicos Luis Wedmaller y Angel del Castillo le sacaron los asientos a un vagón de pasajeros, los reemplazaron por butacas de cine, alfombraron el piso, colgaron cortinas pesadas y una pantalla, y crearon una pequeña cabina con un proyector de 16 milímetros. El vagón tomó dos días de trabajo apenas y salió de los talleres de Alta Córdoba del Belgrano para alegrar a los pasajeros del servicio a Tucumán. La idea fue un exitazo y los vagones cine se multiplicaron, ganaron aire acondicionado y proyectores de 35 milímetros, con acomodadoras en uniformes celestes. Para los años sesenta, reservar turno para el cine era parte de sacar el pasaje a varios puntos del país.
Como esta Argentina de formaciones de pasajeros cenando sobre vajilla de loza –ya no de porcelana, pero vale– y viendo películas mientras cruzaban el país ya no existe, quedan cientos de vagones en diverso estado de ruina esperando un uso. Estructuralmente, un vagón es un habitáculo prefabricado, muy flexible en cuanto a su reutilización y transportable con cierta facilidad, sobre todo a lugares donde no hayan levantado las vías aunque sí el servicio. Mayor y De Bella explican que un vagón del tamaño de uno de pasajeros como los de la línea San Martín puede acomodar 104 personas y venir con sus sanitarios listos. Estas salas tendrán recepción satelital digital codificada de estrenos y sonido 7.1, más o menos lo que se usa en un multicine urbano.
Como se ve, la propuesta es simple y abre la posibilidad de que tantos no tengan que esperar para ver una película nueva por el pecado de vivir lejos de una ciudad. Ni hablar de las posibilidades de difusión de contenidos educativos o de estar creando un lugar público para localidades que muchas veces no los tienen o los perdieron. La idea incluye una fuerte identidad gráfica pensada para que el vagón sea el centro de un lugar físico, creando un entorno urbano, un parque o espacio que protagonice y sirva a la comunidad como referente. Y la simplicidad del objeto-vagón hace que el mantenimiento sea posible como algo local, sin mayores gastos o vueltas.
Quien tenga la menor idea de cómo es la capital de Italia, o cualquiera de sus ciudades o pueblos, verá con asombro argentino la naturalidad con que se reutilizan espacios concebidos y construídos hace siglos para usos hoy olvidados. Loggias y palazos son hoy tiendas y departamentos, y edificios asombrosos creados para signorias o ducatti alojan hoy con holgura registros de patentes, intendencias o batallones de burócratas. Excepto por algún hospital, que permite ver scanners de alta tecnología entre arcadas renacentistas, casi nada parece haber sido construido originalmente para su función actual.
Esta amable situación no es apenas un rasgo de cultura o amor a la historia, sino una expresión de un profundo sentido práctico. Un edificio es un objeto valioso, que se mantiene y arregla, que no se descarta porque es más barato en dinero y en energía repararlo y utilizarlo. Los italianos no tienen encarnado el valor casi filosófico de que sólo lo nuevo es bueno, y no reaccionan asintiendo ante la frase “a estrenar”. Sólo los autos –y la ropa, y la electrónica– son asociados a la novedad y por tanto a lo descartable, a la obsolescencia planificada. Para más claridad, las ciudades antiguas están rodeadas de interminables barrios de pésima calidad, feos y berretas, que crean un violento contraste. Tan violento, que lo más caro que hay por esos lados es vivir en un edificio de siglos, reacondicionado por dentro con todas las comodidades.
Por supuesto, los especuladores inmobiliarios detestan esta manera de ser y se cuelan por todo hueco que encuentren. Como las leyes de preservación italianas son tan añejas que hasta los chicos las conocen, el currete pasa por los bordes de las ciudades y los sitios. Para ver espantos en Italia basta cruzar una avenida o una autopista que marque el límite tradicional de una ciudad o pueblo: de un lado, como en un mal sueño, se ven edificios añejos y sólidos, del otro basura utilitaria de la peor calaña, construida hasta peor que entre nosotros, como parece ser la costumbre en el sur. Lo mismo ocurre en no-lugares como las estaciones terminales ferroviarias, todas al parecer demolidas en un ataque de progreso y reemplazadas por “termini” de una mediocridad inmitigable. Como las terminales son enormes, este acto de vandalismo descalabra cualquier entorno y parece que permitió la proliferación de hormigones varios, estacionamientos multinivel y otros espantos. Pero ni así se hacen torres demasiado altas, excepto en periferias antes rurales o en lugares enloquecidos como Milán.
Estas lecciones las dan los italianos sin darse cuenta y son útiles porque no se puede responder con la excusa facilonga del “y bueeeeno, es Europa”: Italia es el más argentino de los lugares y una de sus mayores empresas constructores se llama Mafia. Es francamente notable que se pueda ver entidades urbanas en equilibrio y reposo en un país donde se sabe que hay coimas, la política es un antro y la falta de controles la norma. Es el mismo país en el que se conservan los empedrados de los distritos históricos, se dejan las placas de anuncios antiguos (como los papales que prohibían hace siglos tirar basura en las calles, hechos de mármol) y se toma un café en un mostrador modernísimo justo al lado de una columna vieja de siglos que no se puede tocar, apenas disfrutar.
No es casualidad que el lugar regale identidad, carácter, textura.
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