Sáb 23.10.2004
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La casa de la Logia

Gracias a la Corporación Buenos Aires Sur y al gobierno porteño, está renaciendo de la ruina un serio candidato al título de edificio más insólito de Buenos Aires. Es la vieja sede de los Hijos del Trabajo, la logia masónica obrera de Barracas.

› Por Sergio Kiernan

Leopoldo Marechal situó sus tres novelas en esta “ciudad de la yegua tobiana”, novelas pobladas de magos cabalistas, terroristas metafísicos, ricos fáusticos y calesitas mágicas. En esa Buenos Aires un grupo podía secuestrar a Alsogaray para adelgazarlo por la fuerza y hacerlo pasar por el ojo de una aguja colosal, y en esa Buenos Aires había un infierno local –diseñado en forma helicoidal por Xul Solar– cuya entrada estaba bajo un ombú de Núñez y custodiada por una curandera criolla. Cuando alguien señalaba que tal vez esta ciudad burguesa y pacata no daba para tanto, Marechal decía invariablemente que quien se asombrara “no sabía ni sabrá nunca lo que se cocina bajo los techos de estos barrios”.
La logia masónica de Barracas ciertamente le da la razón al novelista. Es un lugar que sólo se encuentra en Buenos Aires: los misterios herméticos conjurados en una casa chorizo de un barrio industrial, un lugar para tomar mate y propiciar al Gran Arquitecto.
La Logia Hijos del Trabajo fue fundada en 1882 y tras varias mudanzas se instaló en su sede actual de San Antonio 814 en 1884. Los Hijos del Trabajo dejaron de existir en 1983, después de 101 años, cuando la Gran Logia Argentina de Libres y Aceptados Masones la disolvió porque sus actividades habían cesado de hecho.
El templo fue consagrado en junio de 1890, después de que la casa chorizo tuviera una extensiva renovación a manos del arquitecto Francisco Cabot y ganó la compleja distribución y decoración simbólica esencial al ritual masónico. Básicamente, la casona chorizo mantuvo su zaguán con mayólicas caramelo y motivos floreales, con dos fajas negras que le dan carácter, y un segundo zaguán con percheros y salida vía una puerta de metal y vidrios al típico pasillo lateral hacia los fondos. La habitación del frente pasó a ser una suerte de antesala y el resto de los ambientes fue unificado para crear un gran ámbito, el templo en sí.
La decoración interior, a cargo de Francisco Prato y del francés Claude Dive, es específica del uso del salón. Los cuatro muros –llamados Norte, Mediodía, Oriente y Occidente– son de un vívido rojo, con stenciles de svásticas –por entonces un símbolo cabalístico sin asociaciones nazis– y almohadillados en pompe l’oiel. El cielorraso marca un recorrido iniciático con sus tres grandes paneles simbólicos. En el primero, al entrar, se ve la noche de Occidente y se adivinan estrellas, tres pirámides y las tres cruces del Gólgota. En el centro ya se divisa el alba y un templo de líneas clásicas flanqueado por dos columnas. En el tercer sector, Oriente, entre nubes, ya asoma un sol, gordo y amarillo, que ilumina el “altar”, una zona elevada y sacra donde se accede subiendo tres escalones. En tiempos normales, el sol iluminaba el trono del Gran Masón.
Esta decoración es evidentemente simbólica y articula visualmente la noción de un Dios que es arquitecto y planteó sus ideas inmutables en el templo de Salomón. Esta apelación a la antigüedad también es evidente en la fantástica fachada de la Logia, realizada en 1919 también por Cabot en estilo egipcio, la otra gran referencia simbólica de los masones. La fachada, como el interior, es un gran sistema simbólico que un iniciado puede leer como un libro.
El marechaliano edificio estaba en ruinas, en un estado extremo de abandono y con sus pinturas y estucados arrasados por filtraciones y humedades. La salvación vino de la mano del programa Aquí Patrimonio, una idea que juntó las cabezas del gobierno porteño, la Corporación del Sur, la Secretaría de Infraestructura y Planeamiento de la ciudad, la Subsecretaría de Obras Públicas nacional y el Mercado de Hacienda. Lo que la Dirección General de Patrimonio planteó fue cuerdo y práctico: realizar una serie de obras en lugares patrimoniales o ámbitos sociales de alto valor, pero en escala posible y en tiempos cortos. En criollo, la idea es que si no hay presupuesto para realizar grandes restauraciones, tampoco hay que quedarse quieto y sufrir: se puede ayudar a los edificios y ámbitos en peligro parcialmente. Buena parte de las obras fueronprogramadas para el lado sur de la ciudad, más abandonado de intervenciones y obras.
La idea original de la obra en la Logia era reparar la fachada y consolidar techos para evitar males mayores. Pero la Corporación Buenos Aires Sur se enamoró del proyecto y decidió completarlo. Así, se cumplió la primera etapa –como puede verse en la tapa, la fachada está a nuevo– y se inició la segunda, que consolidó el pasillo y áreas comunes y está arrancando con la restauración y puesta en valor de la recepción y el gran salón ritual. Y ya se está culminando el pliego de licitación de la tercera, para reparar la notable biblioteca de la Logia, un salón francés en relativo buen estado que luce unas cariátides de buen ver.
El gran salón es ahora escenario del obsesivo trabajo de dos restauradoras, consolidando superficies, y de un pintor que comenta fascinado el parentesco de las pinturas murales del templo con la técnica que luego se utilizó en el fileteado porteño –pincel de letrista, sombra, luz y semitono–. Si todo marcha bien, para el verano la Logia habrá recuperado su esplendor. Es una buena inversión en un edificio literalmente único de la ciudad.

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