Sáb 22.01.2005
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Para salir de pobres

Hay un pueblo perdido en Uruguay que se llama Garzón y parecía abandonado. Pero un día llegaron unos argentinos y empezaron un experimento.

› Por Sergio Kiernan

Hay ciertas cosas en las que el Uruguay es un país muy distinto a Argentina. No es evidente –paisaje, lengua y gente parecen idénticos, sacando un tú por ahí y el exceso de mate– sino algo que hay que pararse a pensar para detectar. Andar por el campo uruguayo llena los ojos y hace reflexionar sobre ciertas pautas inesperadas. Por ejemplo, el aire a desolación patagónica que tiene la costa este del país, la franja del departamento de Rocha que va de Maldonado hasta el Brasil. Pensando en las distancias continentales que tiene la Patagonia, el lugar es acá a la vuelta, pequeño y manejable. Pero sucede que hay que navegar con el mapa calculando llegar de una a otra de las escasísimas estaciones de servicio, y para comer algo medianamente decente hay que pegarse a la costa y rezar que estemos en temporada. El lugar es monástico, con vocación de empty quarter para exploradores.
En este desierto en miniatura hay pueblitos y más pueblitos que no tienen nafta, ni bar, ni Internet, como tienen sus equivalentes santiagueños o misioneros, por no hablar de los casi frívolos pueblos bonaerenses. Son localidades que perdieron población y razón económica pero parecen aceptarlo con estoicismo o apatía, no se sabe. Ninguno parece haber oído hablar de movimientos como el que busca salvar a los pueblos en riesgo de despoblación argentinos.
En uno de esos pueblos, Garzón, aterrizó un grupo de argentinos encabezado por el chef Francis Mallmann. La idea es simple y a la vez fuerte: poner un restaurante por la temporada en una bella casa-almacén en la esquina de la plaza central y ver qué pasa. La apuesta era que el nombre de Mallmann atrajera parroquianos desde José Ignacio, a más de 35 kilómetros de distancia, y desde la más lejana Punta del Este. Era como si llegara una misión desde afuera para ver si el pueblo sale de su anonimato.
No es que Garzón parezca apurado. El pueblo está a varios kilómetros de la ruta costera, tierra adentro entre tierras que suben y bajan como casi todo el Uruguay. Son campos de vieja data, bien asentados, con ñandúes que ven pasar el escaso tránsito de turistas desorientados que se preguntan si aquella arboleda es otro casco o finalmente el pueblo. Garzón son unas pocas manzanas a medio terminar en ejido español, con algunos edificios encantadores, y una mayoría de espacio semirrural. La plaza contiene la comisaría –no habrá nafta, pero no hay pueblo, villorrio o caserío uruguayo sin policía– y un caserón bajo y galerudo con el nuevo restaurante. Por las calles, en los últimos días de diciembre, todavía se veían escolares con sus delantales blancos y grandes moños azules, como salidos de un cuento europeo.
Mallmann y los suyos crearon un espacio informal, transformando el patio de la casona en jardín y pileta, y las habitaciones de servicio en un pequeñísimo hotel para el que tenga fiaca de volver tan tarde a la costa. El lugar, apostamos, es tan grande al descubierto como bajo techo y mezcla ese estilo costero, de construcción efímera, con viejos ladrillones seculares. El que recorra Garzón será recompensado con algunas lindas vistas camperas, con algunos caserones de fuste y con una estación de trenes encantadora, cachuzona y ocupada por una simpática familia que se desvive por hacer los trámites para tenerla en posesión y está orgullosa de haber parado a los vándalos.
Supongamos que a Mallmann le va muy bien e insiste en quedarse en Garzón. ¿Qué puede hacer este pueblo para agregarse a la oferta turística uruguaya? Esa estación está pidiendo a gritos que la restauren y la transformen en algo visitable, y no falta un par de amplios locales quecerrados y todo dan ganas de entrar y tomarse algo. Como tantos pueblos de campo, aquí y en la China, Garzón debe preguntarse de qué vivir. El cada vez más complejo turismo de nicho es una posible respuesta.
Después de todo, hay allá en Inglaterra un pueblito perdido de la mano de Dios, lejos de todo y con un clima de enfermos, al que hace tantos años se le ocurrió hacer una festival nacional del libro usado y antiguo. Hoy, el caserío es famoso por sus librerías permanentes, el festival una romería y prácticamente todos sus habitantes viven de la nueva fama del lugar.

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