Sáb 25.06.2005
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BOLíVAR 365 ALOJA UN PASAJE URBANO CARGADO DE HISTORIA Y MUY VENIDO A MENOS. CON MUCHO CUIDADO, ESTá SIENDO RECUPERADO PARA UN HOTEL TEMáTICO

La vuelta del pasaje

› Por Sergio Kiernan

Buenos Aires no es una ciudad de pasajes, herramienta europea y medieval que no se lleva con la cuadrícula española. La explicación es simple: si vas a fundar una ciudad en tierra nueva, la hacés bien, con terrenos grandes, avenidas amplias, calles derechas y planes racionales. Uno no cruzó el mar para repetir la estrechez y el caos urbano del viejo país.

Resultó que la cuadrícula no acepta con gracia el pasaje y menos en una ciudad de llanura donde no hay barrancas que lo justifiquen, como sí ocurre, por ejemplo, en Río, ciudad montañosa donde se hace lo que se puede. Los pasajes porteños son, entonces, escasos, perdidos por ahí y generalmente resultantes de experimentos urbanísticos, como el barrio pequeñín de Jonte y Nazca o el galimatías del Parque Chas.

Tampoco abundan los pasajes peatonales. Hay alguno famosón en Once, sobre la avenida Rivadavia, otro en Alsina frente al Spinetto y pocos más aquí y allá. Por eso, la noticia de que se está restaurando el de la calle Bolívar llegando a Belgrano se puede leer como la puesta en valor de un objeto raro, apreciado, escaso.

Hasta hace poco, el pasaje de Bolívar 365 no pasaba de ser un caso más del deterioro promedio del centro viejo. Poblado de restaurantes dedicados a alimentar oficinistas y oficinas de la menor categoría posible, de noche cerraba a cal y canto excepto para sus escasos inquilinos permanentes. Era un triste penar para un edificio con un muy peculiar lugar en la historia: fue la sede de la firma de Lepage y Glucksmann, los primeros productores de cine del país y los dos visionarios que descubrieron y grabaron por primera vez a ese muchacho tan simpático, Carlitos Gardel.

Eran otros tiempos. El edificio había sido construido como una inversión inmobiliaria por la aseguradora La Continental, en 1895. El negocio había implicado tomar varios terrenos de la esquina de Bolívar y Belgrano para edificar un predio que contenía un pasaje en L que comunicaba por dentro ambas calles y funcionaba como galería comercial al aire libre. El conjunto fue dividido en los años cuarenta en dos consorcios. Lo que se ve hoy es el de Bolívar: el de Belgrano cayó bajo la piqueta para ser reemplazado por una torre de alarmante mediocridad. Por eso es que el pasaje termina abruptamente en un muro.

La obra que financió La Continental era profundamente italianizante, parecida al viejo hotel Phoenix de San Martín y Córdoba. Lo que queda de este estilo no pasa de lo arqueológico, porque el edificio fue completamente remodelado en la década del veinte en estilo Art Decó. Todas las superficies fueron alisadas y cubiertas en símil piedra, las decoraciones desaparecieron y los baños y cocinas reemplazaron sus mayólicas inglesas de rosas coloradas por secos azulejos blancos y negros alemanes. La obra no fue completa, ya que los interiores siguieron iguales. La fachada recibió un revoque nuevo y un mínimo de ornamento geométrico, pero mantuvo sus cerramientos de hierro y madera originales. Fue la última vez que el edificio recibió algún tratamiento. Los siguientes ochenta años fueron de degradación, con un mínimo mantenimiento que lo mantuvo mal que mal en pie.

Aquí entra en escena la arquitecta Ana María Carrió, encargada por la familia Cassará de transformar el edificio en un hotel temático, el TangHotel. El plan es francamente original: el viejo conventillo es apenas transformado para recibir pasajeros, los locales siguen siendo locales, uno funcionando como recepción y lobby, otro como tanguería y restaurante. Los futuros turistas recorrerán la calle a cielo abierto para ir a sus habitaciones, que serán pocas y de techo alto, con baño privado y muchos detalles de época. Lo que se dice, una “experiencia local”.El diagnóstico de la arquitecta asume que Bolívar 365 posee un sedimento histórico y estilístico que hay que respetar. La idea central es recuperar el aspecto de la reforma de los años veinte, restaurando las muchas fachadas exteriores e interiores, y manteniendo detalles como los carteles de circulación y los números de los departamentos, hechos en madera con tipografía Decó. A la vez, un par de empleados de la firma ya se especializaron en molduraje en la Escuela Taller de la Ciudad, para recuperar parte de la decoración interior italianizante, que no desapareció por reformas sino por nulo mantenimiento. Ya aparecieron, aquí y allá, rosetones y ménsulas ornamentales que están siendo copiados con paciencia.

La mitad sobreviviente del edificio de La Continental tiene planta baja y dos pisos en el cuerpo que da a Bolívar, y planta baja y un piso en los dos cuerpos que dan al pasaje en sí. En todos los casos se accede por escaleras distribuidas parejamente a lo largo de la calle interior, que llevan a vestíbulos de circulación absurdamente amplios, como patios interiores. Los departamentos originales tienen números variables de ambientes, baño completo y cocina, lo que facilita convertirlos en habitaciones de hotel en suite. Una de las tareas que se están realizando es el rescate prolijo de azulejos y mayólicas en cada baño y cocina, para recolocarlos. Lo mismo ocurre con una verdadera colección de bañaderas enlozadas con patas de león y muchos sanitarios originales.

Carrió abjura de eso de tirar paredes abajo y sólo va a alterar la planta de un local, el que será restaurante, que de todos modos ya fue completamente cambiada a lo largo de su largo siglo de vida. De hecho, el único cambio drástico en el predio será la urbanización de la terraza, hoy un mar de carpeta asfáltica y cables, que será un jardín urbano. Para no alterar el aspecto del pasaje, en lugar de rejas se usarán vidrios como parapeto, bien retirados para que no se vean, y el puente que unirá ambos lados será lo más liviano posible y probablemente acabe en los fondos, para que no corte el cielo.

La obra se está haciendo con tiempo. Por ahora tomó lo más básico –cubiertas, cañerías, instalaciones– y la larga tarea de comunicar los sótanos de los dos locales principales con un túnel que será también una cava. La limpieza general de remodelaciones, agregados y demás porquerías ya permite ver unas columnas de fundición de elegancia atemporal, además de ladrillerías tan bonitas que algunas partes quedarán expuestas como parte de la decoración. Cateando aquí y allá, Carrió encontró sorpresas. Por ejemplo, que el cielo raso del hall de entrada, una superficie lisa con infinitas capas de pintura, es falso y esconde su ornamentación original de ménsulas estriadas y molduras de huevo y flecha.

Otra preocupación es la inserción urbana del nuevo hotel. La fachada será recuperada y recibirá muy discretos ornamentos ya perdidos. Los balcones, estropeados que ni a propósito, serán reconstruidos y decorados con piezas escultóricas de Carrió, que también ejerce la plástica. Como la torre vecina –ésa de la mediocridad llamativa– está retirada de la vieja línea municipal, se abrirán ventanas al costado. Todos los cerramientos originales están siendo recuperados y los centrales van a conservar hasta sus celosías de madera.

Tomará su tiempo, pero la ciudad va a recobrar un espacio masticado por el descuido, uno abierto al público y en el medio de esa zona gris entre Plaza de Mayo y San Telmo que no termina de encontrar su vocación. Es además un edificio hermoso y cargado de historia, que parece estar en buenas manos.

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