NOTA DE TAPA
La Legislatura va a recibir en breve una ley que permite “recuperar” edificios anteriores al Código actual sin necesidad de demolerlos para cumplir las normas. Esto afecta nada menos que al 80 por ciento de todo lo edificado en la ciudad. Una posible herramienta para darle nueva vida al patrimonio porteño.
Sólo en el Centro deben ser cincuenta. Ni hablar de los que pueblan los barrios. O de los cementerios industriales del sur porteño. Los edificios tapiados, cerrados, sin uso posible, ya son parte del paisaje de la ciudad. Y son sólo una parte del problema: resquebrajándose bajo el deterioro, hay muchos más que no pueden cambiar de uso, subdividirse o alterarse, predios valiosos que en rigor no valen nada porque su único camino posible es la demolición.
El problema es el Código porteño, que extiende lo estricto de sus parámetros de la construcción nueva a toda reforma que signifique un cambio de uso –de vivienda a oficina, de taller a vivienda, de oficina a hotel– o una alteración sustantiva de los metros existentes. Resulta imposible, o casi, alterar tanto un edificio para que pueda cumplir un Código que hasta prohíbe las escaleras de mármol. Por lo tanto, el ochenta por ciento de los edificios existentes en la ciudad tiene una disyuntiva de acero inoxidable: o se quedan como están o desaparecen.
El Código que rige la ciudad fue sancionado en 1977 y desde entonces, según cifras oficiales, se construyó el 19 por ciento de todo lo que se ve en ladrillo u hormigón en Buenos Aires. Estos miles de edificios de todo tipo mal que mal cumplen las nuevas normas, sucesivamente modificadas, y especialmente en estos tiempos post-Cromañón el rigor es el suficiente para que sólo un patriota, enamorado del lado patrimonial del predio a reformar, arriesgue hacerlo.
“La lógica legal era que lo deseable es el cambio, el reemplazo pieza por pieza de toda la ciudad”, explica Margarita Charrière, arquitecta y subsecretaria de Planeamiento porteña. Charrière explica que en los ‘70 se pensaba que Buenos Aires iba a aumentar un 50 por ciento su población, pasando a tener 4 millones y medio de personas, de ahí un Código que empujaba, facilitaba y aceitaba la demolición incontrolada. Puro progreso.
Pero Buenos Aires sigue teniendo algo menos de 3 millones de habitantes, una cifra que se rehúsa a cambiar, y nada indica que las fuerzas misteriosas e incontrolables que ordenan estas cosas vayan a mudar su ritmo.
Además, el Código no se preocupa demasiado en discriminar zonas donde sería deseable reconstruir, repoblar, y zonas donde mantener baja la densidad. Por ahí circula –en una semivida en la que fue consensuado, pero jamás tratado– el Plan Urbano Ambiental, que pone el acento “en lo que hay, en la ciudad que existe”, al decir de la subsecretaria.
Y mientras, Planeamiento preparó una ley de Recuperación que les dé chance de supervivencia a edificios que no son históricos pero sí queridos, elegantes, lindos, viejos y formadores de esta peculiar ecología mental que es Buenos Aires.
El caso es simple: el arquitecto Ignacio Lopatín, director general de una entidad con nombre cabalístico, Planeamiento Interpretativo, explica que un petit hotel porteño no tiene la menor chance de sobrevivir bajo la legislación actual. Su ascensor de bronces calados es inaceptable, su escalera de piedras blancas inseguro, su patio o avanza demasiado hacia el pulmón o no tiene las proporciones reglamentarias, y mejor ni hablar de temas como la luz natural. Si el petit hotel del ejemplo fuera subdividido en tres departamentos, solución muy usada en Europa para salvar edificios que una familia ya no puede mantener, habría prácticamente que demolerlo: sólo al agregar baños se pasa bajo el nuevo Código, y se acabó la fiesta.
Resultado: todo sigue como está o el edificio se transforma en hueco y torre, fea pero reglamentaria.
El proyecto de ley, que tiene que tratar la Legislatura porteña en breve, cambia el eje. Un edificio ya construido tiene que “adecuarse” y “mitigar” las características que resultan problemáticas bajo el Código. Muchas obligaciones no se aplican y hay flexibilidad hacia lo existente. El patio del petit hotel sigue como está, o puede ser modificado pero no tanto. Yla escalera de mármol sigue ahí, en uso. No es que la ley dé carta blanca, pero el nivel de exigencia respeta un pequeño detalle hasta hoy inexistente: que allí hay algo construido que no es descartable o despreciable.
Las consecuencias de esta ley pueden ser importantes. El 41 por ciento de los edificios de Buenos Aires es anterior a 1944 y el 38 por ciento fue edificado entre 1945 y 1977. Simplemente por el volumen de predios a los que afecta, la Recuperación puede llegar a mejorar drásticamente la supervivencia de la ciudad que conocemos hoy. Esto afecta en particular a edificios de cierto tamaño que por circunstancias diversas pierden su uso original.
O, como destaca Lopatín, a los edificios industriales porteños, muchos de los cuales son magníficos en términos arquitectónicos, pero están en desuso. Un caso: talleres que pasarían a ser lofts, si se pudiera adecuarlos cuerdamente. Otro caso: talleres que seguirían siendo talleres pero de otro rubro, si no existiera una selva de regulaciones que lo hacen casi imposible. El criterio de flexibilidad –”adecuación”, “mitigación”– le da mucha más chance a una carpintería que quiera ser botonería.
En ninguna parte del proyecto de ley o del discurso de sus autores aparece una intención historicista. Este no es un instrumento pensado como herramienta de preservación “patrimonial”. Resulta tal vez irónico que la ley tenga el potencial de salvar edificios de evidente valor patrimonial, dándoles una nueva vida y prohibiendo explícitamente que se altere su volumen total: nada de agregados externos.
Pero así es la vida. Mientras Buenos Aires ni piensa en darse una ley de patrimonio civilizada, hay que buscar soluciones factibles.
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