La vuelta al origen
Deteriorada en su siglo largo de vida y cambiada por intervenciones poco felices, la catedral de San Isidro acaba de comenzar la primera etapa de su restauración. Ya se trabaja en consolidarla y reforzar su estructura, y el futuro promete un renacimiento de sus interiores neogóticos.
› Por Sergio Kiernan
Con su siglo cumplido de vida, la catedral de San Isidro está recibiendo una necesaria restauración. El templo neogótico que comenzó a construirse en 1895 en reemplazo de la iglesia hispánica fundada por Domingo de Acassuso ya mostraba problemas estructurales, serios deterioros de mamposterías, con desprendimientos que ya eran rutina. Un grupo de vecinos, de escuelas y de empresas pusieron en marcha el proyecto de recuperación que está a cargo de tres profesionales que trabajan ad honorem, relevaron totalmente el edificio –del que no se conservaba la menor documentación–, prepararon la licitación y arrancaron en abril, post crisis del corralito, con la primera etapa de arreglos.
En 1895 se demolió la vieja iglesia española de San Isidro Labrador, un bonito templo con clara influencia clásica que se alzaba al tope de las barrancas, en un barrio claramente rural, de quintas arboladas y huertas en producción. El 17 de junio de ese año se empezó a construir el nuevo templo, de claro estilo neogótico, diseñado por el suizo Jacques Dunant, que se inaugura con misa por lo alto el 14 de mayo de 1898. La catedral, por así decirlo, es un éxito: su altísima espira se ve desde toda su diócesis y se transforma en un hito para la navegación, su elegancia la hace favorita de las viejas familias acomodadas que la rodeaban con sus quintones, su papel dominante en el norte porteño, todavía más campo que ciudad, le trae numerosos devotos.
Un siglo largo después, el panorama es diferente. El templo muestra su edad y las intervenciones poco atinadas que sufrió en épocas en que no se consideraba demasiado su valor patrimonial. Su techo de pizarras es hace años de cobre, un cambio ahistórico pero que no se pelea con su estilo y solucionó las graves filtraciones. Sus cementos crema y sus ladrillos están cubiertos por una mezcla de smog urbano y verdín fluvial, con una cantidad sorprendente de claveles del aire creciendo por todos lados. Su torre era, literalmente, un palomar: todavía se comenta el nivel de suciedad que reinaba. El reloj era un recuerdo de mejores épocas y por todas partes se veían mamposterías rajadas, cerramientos carcomidos, vitrales vandalizados o vencidos, hierros florecidos.
Los arquitectos Jorge Valera y Francisco Santacoloma, y el ingeniero Juan José Briozzo, realizaron un completo y complejo trabajo de relevamiento del templo, del que no existía documentación, que incluye interminables detalles de restauración. Luego catalogaron las patologías encontradas para consultarlas con especialistas. Fueron dos años aplicados a preparar una licitación de los trabajos, que en la primera etapa –y esto de las etapas se debe al corralito, que tomó los fondos de la obra completa– implica reforzar la estructura de la torre y los elegantes arbotantes, cuyos hierros estaban seriamente comprometidos, restaurar los vitrales, cambiar las cubiertas de chapa herrumbrada de la vivienda en la fachada posterior, reemplazar la improvisada iluminación exterior e interior, y renovar completamente las instalaciones eléctricas.
En este momento se trabaja fuerte en el interior de la torre, restaurando la estructura de hierro que mostraba serios problemas. La torre recibirá una serie de sunchos para consolidarla y reforzarla, además de extensos reemplazos de mampostería y cerramientos metálicos a nuevo, con redes internas para que las palomas tengan que mudarse. En las terrazas laterales se trabaja en los arbotantes, pasivando y reforzando los hierros para volverlos a forrar exactamente como el original y componiendo sus calces para evitar las sistemáticas filtraciones de lluvia. En el camino, se van limpiando verdines, removiendo vegetaciones, cerrando juntas y reconstruyendo balaustradas. En futuras etapas se limpiarán y restaurarán las fachadas. Una pequeña área que fue limpiada da una idea del colorido original del edificio, elegante y cálido. Para más adelante quedará el interior, que es otra historia.
Quien entre a la iglesia de San Isidro tendrá una sensación rara: es un lugar despojado, sin altares, de un gris claro, con apenas unosconfesionarios, unos bancos evidentemente originales y pequeñas pinturas del vía crucis como ornamento. La austeridad es mayor hoy, cuando la mayoría de los vitrales fueron removidos para restaurarlos. Quien conozca la historia del templo –y todavía hay muchos vecinos que lo conocen de antaño– saben que su aspecto original era muy diferente: San Isidro tenía siete altares y cien imágenes, y era bastante más colorida hasta la reforma del Concilio Vaticano, en la década del sesenta. Insólitamente, el cambio en la liturgia tuvo una expresión física en cambios completos en esta iglesia, cuyo interior fue vaciado –el altar fue desguazado y regalado en pedazos a los vecinos– y cubierto completamente con salpicré. Desde ese momento, en el templo gótico se oficia desde una blanca y abstracta mesada muy sesentista en piedra blanca, instalada sobre un pavimento de graníticos comunes en el presbiterio.
Una serie de cateos realizados mostraron qué hay que restaurar. El templo tenía múltiples detalles en oro de hoja, particularmente en capiteles, marcos de ventanas y molduras en los arcos. Los entrepaños imitaban bloques de piedra y el contorno estaba marcado por un basamento en falso mármol patinado verde y veteado.
Pero eso queda para el futuro. Los esfuerzos actuales se concentran en detener la humedad y el daño estructural, y consolidar cubiertas y revestimientos. Es el primer paso para la restauración de un edificio de alto valor simbólico y patrimonial.