EJEMPLO DE DEGRADACIóN URBANA
› Por Sergio Kiernan
Será que fue nuestra primera y única ciudad planificada, con lo que tiene un evidente potencial para la belleza. O será que es dueña de un conjunto patrimonial parejito, de la misma época, y en estilo coherente, con lo que se nota cada intrusión. La cosa es que visitar hoy La Plata causa fuertes depresiones a los que tengan el más mínimo aprecio al entorno urbano: la ciudad está llegando a un nivel en el que ya puede ponerse como ejemplo de degradación urbana.
Lo primero que llama la atención es la mugre generalizada. Dejar la autopista y entrar al tejido urbano significa empezar a ver yuyales en plena ciudad, plazoletas descuidadas, cordones de vereda invadidos por pastizales. Para orientarse hay que preguntar porque casi no hay señalización en una ciudad repleta de diagonales que desorientan al pajuerano.
Cuando uno llega a donde quiere llegar, la cosa empeora. Es que en La Plata, el plan paseo implica ámbitos y edificios patrimoniales, muy bellos y muy bien construidos. La cúspide de la depresión se alcanza en el Museo de Ciencias Naturales, al que se accede por un parque donde hasta los árboles parecen enfermos, cada objeto urbano y cada monumento está vandalizado y cubierto de grafiti, y cada institución presente parece haberse apropiado de una buena hectárea, con alambradas improvisadas. En ese gran espacio verde, obviamente planificado y plantado por manos expertas, lo que abunda son las parrillas de cuarta, utilizando espacio público y compitiendo en ruidos y colorinches.
El museo es, por supuesto, uno de los edificios más gloriosamente bonitos que los argentinos hayan construido jamás. Realizado en ese neoclásico frágil y romántico de fines del siglo XIX, es un edificio de lectura simbólica, firme creyente en eso de que el Estado construye símbolos reconocibles y legibles. Por dentro y por fuera, comenzando en su pórtico de entrada, el museo está cubierto de imágenes, jeroglíficos aztecas, ornamentos zoomórficos americanos y esculturas de tipos humanos argentinos, todo realizado por lo alto.
La planta del lugar es sabia y en el modelo panóptico educativo de la época, con espacios de circulación amplios y coherentes, y dos espacios curvos en los extremos que hablan de imaginación y despliegue.
El problema es que es un museo cubierto de polvo, donde los huesos de dinosaurio parecen blancos aunque sean negros, donde abundan las vitrinas vacías, donde brillan por su ausencia los adelantos museísticos actuales. Lo que sí hay de sobra son revoques caídos, manchas de humedad, intervenciones a medio hacer, cosas abandonadas. Uno ve tesoros aquí y allí, como la sala que conserva el sistema de luces a gas original, brillando en su bronce. Pero mucha gente termina con ataques de alergia por el polvo que todo lo permea, y con ganas de irse por el mal trato de los que atienden ciertos sectores.
Entonces, al centro, donde brilla la inmensa catedral. Y poco más: la serie interminable de edificios institucionales parece haber sido atacada por hordas bárbaras, con alguna que otra excepción. Cribados de humedades, raspados por el vandalismo, con sus jardines descuidados, los palacios de La Plata deprimen.
Es entonces que uno se va. Lo que no es fácil: la absoluta falta de carteles indica que La Plata todavía no digiere que tiene una autopista y que alguno que otro turista o visitante por trabajo puede querer usarla. Como se hacía antaño, hay que buscar a algún lugareño simpático y preguntar.
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