Sáb 11.02.2006
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NOTA DE TAPA

Una aventura renacentista

Usando técnicas de viejo arraigo, un equipo de especialistas removió un mural de Castagnino pintado en una casa de Barracas en 1942. Pieza única, el mural está siendo restaurado luego de ser transformado en una pintura muy pesada, pero portátil.

› Por Sergio Kiernan

Decía Marechal que hay gente que no entiende Buenos Aires. Eran, escribió el poeta, los que no sabían ni sabrán nunca lo que se cocinaba bajo el cielo inquieto de esta ciudad. La frase –el concepto– anclaba una de sus novelas más mágicas y delirantes, Megafón o la guerra, donde pasaban cosas como que un comando metafísico secuestraba a Alsogaray, “el plutócrata”, para adelgazarlo y hacerlo pasar por el ojo de una aguja enorme. Megafón, irónico y peronista, no compraba la idea pero no se extrañaba de que hubiera porteños embarcados en semejante delirio.

Cuando uno se encuentra con cosas como la logia masónica de Barracas, una casa chorizo de frente egipcio, o la librería Wussman de San Telmo, con su pozo de agua de lluvia, hecha en ladrillo extrafino y con forma de olluela, la frase viene a la mente. Y también al enterarse de que en pleno Barracas, pegadito a Constitución, en una linda casa racionalista muy de barrio, hubo un mural de Juan Carlos Castagnino, pintado como regalo a un amigo en 1942. Más marechaliano aún, después de 64 años, el mural fue delicadamente removido de la pared y está siendo restaurado.

Esta rara historia de amor comienza con un señor que compra la casa en 1963, en parte porque tiene el mural. La casa está a metros de Montes de Oca y a tiro de piedra de la autopista, en una cuadra tranquila, y junto a sus vecinas inmediatas comparte un ancho retiro de la línea municipal, que deja un gran espacio. El veredón siempre fue privado, alguien plantó arbolitos que hoy son titanes y con el tiempo se transformó en un agradable jardín. Recientemente fue cerrado con una verja, con lo que cinco o seis casas comparten una suerte de plazuela propia.

Una de las casas en el conjunto es de estilo racionalista, cómoda, amplia, un digno ejemplo de lo que probablemente fue el último estilo bien construido que vio el país. Es una alegría visitar el lugar porque la casa conserva muchos de sus accesorios originales: lámparas embutidas, baños azules, ménsulas de sección cuadrada en un gran perchero amurado, mesadas de mármol, un delicioso calefón eléctrico en el toilette de visitas. Atrás, una sorpresa, ya que la terraza fue decorada por lo alto como un patio andaluz.

En el living, apenas entrando, está la estrella de la casa. El amplio ambiente a la calle está dominado por un ancho ventanal y por una chimenea, en cuyo frente se ve la obra de Castagnino. El dueño original de la casa tenía un hijo con inquietudes artísticas, que se hizo amigo del maestro. En sucesivas visitas, Castagnino pintó el amplio mural, al secco. La familia vivió 21 años con el magnífico regalo, y en 1963 le vendió la casa a otra persona que se enamoró y prometió respetarlo y cuidarlo. “Nunca prendimos la chimenea, para no dañarlo”, explica María Leonor Besada, gran aficionada al arte, docente y la hija del señor que compró la casa hace 43 años.

María Leonor ya no es la muchacha que se crió viendo el mural cada mañana en la casa paterna, y por cosas de la vida decidió dejar la casa. Después de algunos años vacía, hubo un inquilino tramposo y la casa volvió a quedar vacía. La existencia del mural era un factor muy fuerte que impedía venderla: “Me partía el alma mudarme y perderlo”. La decisión de vender agregó un problema, ya que los posibles compradores no se interesaban en el mural o fingían no interesarse, cosa de pelear el precio. La señora Besada no podía arriesgarse a que no fuera cosa de regatear y que fuera indiferencia en serio.

Esto de sacar murales de las paredes suena a cosa de italianos, que van y lo hacen como si lloviera. Por suerte, la señora Besada transformó su amor por el arte en muchos años de actividades, por lo que tenía a quién preguntar cómo salvar su mural. Finalmente, llegó a la restauradora Teresa Gowland y así surgió la idea de sacarlo, restaurarlo y transformarlo en una pieza muy pesada, pero móvil. A fines de año comenzaron los trabajos. El primer paso fue dado por Gowland, con una limpieza y una consolidación de superficie. Luego, la restauradora puso un velado de telas para proteger la obra del trabajo más duro que seguía. Allí entra el arquitecto Marcelo Magadán, que con su colega Gisela Korth y un equipo de cuatro personas, se dedicaron a sacarlo de su lugar.

Para remover una pintura mural, literalmente hay que arrancarla de la pared. Como la idea es no romperla, el trabajo requiere una enorme paciencia, mucho cuidado y técnicas que, francamente, son renacentistas. Magadán, Korth y su equipo comenzaron pegando con cola de conejo una retícula metálica sobre las telas colocadas por Gowland. La retícula se fija a un armazón que pasa a ser sostenido con toda firmeza por un andamio. Luego se procede a “demoler” la pared por los costados, confiando en que la estructura sostenga el mural en sí. En este caso, la ventaja era que el mural formaba parte de una suerte de caja encima del hogar, hueca y de ladrillos sólidos, que se proyectaba de la pared y escondía el tiro de la chimenea. Esto daba la facilidad de entrarle por los costados al muro donde está la pintura.

Eventualmente, el mural queda fijado sólo por encima al cielorraso y por abajo al frente de la chimenea. Aquí viene un evento delicado, el corte, complicado porque Castagnino firmó su pieza abajo a la derecha, casi pegadito al borde. Una vez realizado el corte, el mural queda colgado del bastidor sostenido por el andamio. Esta estructura permite que la pieza bascule –tomó cinco personas girarla– y quede horizontal y boca abajo, apoyado confortablemente en una fuerte mesada que sostenga su peso sobre una superficie perfectamente lisa.

Aquí comienza otra tarea aparentemente imposible, la de remover los ladrillos. Un mural es una pintura aplicada a la capa exterior del revoque de una pared. Si es al fresco, los pigmentos se aplicaron sobre revoque húmedo, que los absorbe antes de secar. La capa pictórica, entonces, tiene algún milímetro de grosor. Pero en este caso fue un secco, una simple pintura aplicada sobre un revoque seco: la capa pictórica es infinitesimal y muy delicada. La remoción de ladrillos es una violencia controlada, una paciente tarea de golpeteos y tironeos, cuidando de no crear torsión para no quebrar la capa de revoque. Eventualmente, lo que queda sobre la mesa es una laja de cementos, que es esmerilada, cepillada y pulida hasta el mayor grado de perfección posible.

Esta es la nueva forma de la obra de Castagnino, una suerte de bastidor de enorme peso y muy frágil, que de ninguna manera se podría sostener por sí mismo. Los especialistas le construyen a medida un bastidor metálico con gruesas y resistentes mallas, que se pega con resina epoxi al cemento y se fija a un marco metálico fortísimo. Cuando esta estructura seca y está íntimanente ligada al mural, se puede parar el conjunto y sacar el bastidor frontal. La pieza, montada como un cuadro en un marco metálico y protegida todavía por las telas, está lista para ser transportada.

Este mes, Teresa Gowland comenzará a trabajar en esta pieza tan bonita y valiosa, coetánea de los murales que realizó Castagnino en Hebraica, una galería en Flores y el cine que hoy aloja al Bingo de Avellaneda. Eran tiempos de la pintura social, que buscaba acercar el arte a lugares públicos donde fuera disfrutable por todos. María Leonor Besada piensa que otras casas porteñas alojan murales como el suyo, ya que Castagnino era hombre de muchos amigos y de pincel fácil. Tal vez con el tiempo haya otros descubrimientos y otras aventuras renacentistas en la remoción de este tipo de pieza, tan rara.

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