NOTA DE TAPA
El miércoles se realizó la audiencia pública en la Legislatura por el proyecto de ley del macrista De Estrada para descatalogar una casona protegida por ley y que pertenece a la Iglesia. El problema es que la casa fue semidemolida ilegalmente y De Estrada busca evitarles las sanciones a sus dueños. Argumentos y contraargumentos de una mañana muy dura.
› Por Sergio Kiernan
Este miércoles a media mañana en el salón San Martín de la Legislatura porteña se realizó la audiencia pública sobre un proyecto de ley que busca retirarle la protección a la casona de Membrillar 66, parte del Area de Protección Histórica 15 de la ciudad, centrada en el barrio de Flores. En rigor, era la segunda audiencia, pero la primera –realizada hacia fines de año– fue suspendida por insalvables vicios formales, como que no estaban presentes ni los legisladores necesarios para que sesione. Esta vez, el impulsor de la ley, el macrista Santiago de Estrada, reunió a los colegas necesarios y se escucharon los argumentos de quienes quisieron anotarse y de un funcionario de la ciudad. Fue una sesión enconada, con argumentos ríspidos y momentos agresivos, y de lejos la peor discusión pública que uno haya visto sobre patrimonio.
Lo que se debatía era la maltratada casona de la primera cuadra de la calle Membrillar, a metros de Rivadavia y en pleno centro de Flores. La casa es conocida últimamente por haber alojado el bar La Subasta, fue construida por una de las familias más tradicionales del barrio y, erróneamente, es identificada como vivienda del médico Pedro Goyena, que según parece sólo la usó como consultorio provisorio durante una de las últimas epidemias del siglo XIX. La casa fue incluida en el APH 15 pero un buen día de 2003 amaneció sin techo, en plena demolición. Los vecinos se movilizaron y llamaron a la Defensoría del Pueblo porteña, que logró parar todo. El caso fue a la Justicia y ahí quedó la casa definitivamente transformada en tapera.
Entonces, en 2005, el vicepresidente de la Legislatura aparece con su proyecto de ley para descatalogarla y permitir la demolición, proyecto apasionadamente defendido por los miembros y voluntarios de la parroquia de Flores, a la que pertenece la casona semidemolida, y sorprendentemente firmado en apoyo por el kirchnerista Miguel “Pancho” Talento. De paso, la audiencia pública del miércoles reveló el misterio de qué hace Talento apoyando proyectos de un macrista genuino como Estrada.
El salón San Martín es tan bello como todo el Palacio Legislativo, uno de los edificios más lujosos y bonitos de la ciudad. Largo y forrado con masivas boiseries, el salón tiene dos bloques de sillas, con un pasillo al centro, una mesa para los legisladores y un atril con micrófono para que los que se anotaron para hablar lo hagan por cinco minutos. La tensión era visible con sólo entrar: a mano derecha, un amplio contingente de personas de la parroquia de Flores, en su mayoría señoras maduras. A la izquierda, un grupo menor de opositores a la ley en debate.
Los defensores del proyecto de ley, todos afiliados de un modo u otro a la parroquia de Flores, se concentraron no tanto en defender el proyecto –que telegráficamente dice que se deroga “el acápite 8 del artículo 5.4.12.15 del CPU Ley 449-Membrillar 66/72– sino en atacar el hecho mismo de que la casa haya sido catalogada. Los abogados Norma del Río y Gustavo Alfonsín, Luis Avellaneda de la Asociación Basílica de San José, el periodista Roberto Dana del periódico Flores de Papel y la señora Elsa Catrini de Talento –que es la madre del legislador Miguel Talento, lo que explica la peculiar alianza macrismo/kirchnerismo en este proyecto– mostraron las diversas facetas de la estrategia.Primeramente, se cuestionó el hecho mismo de que la casa esté o no protegida en el APH. Según estos vecinos, el Arzobispado de Buenos Aires, que es el titular legal de todas las propiedades de la Iglesia en la ciudad, nunca fue notificado legalmente, y hasta se mencionó que se envió una carta avisando de la protección al “episcopado”, que no es una entidad con existencia civil legal. Más grave aún, como señaló Alfonsín, la ley que forma el APH señala que el bien será catalogado, lo que pasados seis años nunca se hizo. Esto es, la casa nunca habría sido formalmente catalogada sino que tiene una protección provisoria que no puede ser válida por tantos años.
El segundo nivel de cuestionamiento es más drástico aún y consiste en cuestionar el derecho del Estado a limitar la disponibilidad de la propiedad privada. ¿Por qué no se puede demoler la casona, si es una propiedad privada? ¿Con qué derecho se lesa el valor inmobiliario del inmueble?
Y, tercero, está la urgencia material de obtener el dinero de la venta del terreno para que alguien edifique. La parroquia de Flores mantiene en el famoso pasaje de la manzana histórica que la aloja una cantidad de dependencias de caridad, que van de un gran comedor a servicios legales, duchas, peluquerías, atención médica y alojamientos provisorios para los sin techo. Todo este trabajo social se realiza en casas alquiladas que hay que entregar en breve, y la parroquia necesita edificar para darle sede propia. Una y otra vez, los partidarios del proyecto se enfurecieron cuando se mencionaba el interés económico detrás de la ley que impulsa Estrada. En la frase de Avellaneda, los legisladores deben “votar por los pobres”.
Estas tres líneas argumentales se escucharon entre rotundos aplausos del nutrido grupo de partidarios del proyecto y mezclados con descripciones de la crisis social, del rol de la Iglesia en moderarla y de la incoherencia del sistema de protección patrimonial de la ciudad, tema favorito del periodista Dana.
La ley que crea áreas de protección prevé que algo que pueda catalogarse se pueda, eventualmente, descatalogar, con un mecanismo bastante similar al que se usa para incluir un edificio en la lista. ¿Por qué no se usa este recurso? Una descatalogación seguramente no generaría una audiencia que constantemente estallaba en griteríos, y hasta sería una interesante reflexión sobre qué es patrimonial y qué no.
El problema es que la casa fue demolida a escondidas.
Para demoler, como para construir, hace falta un permiso, algo simple de obtener en casi todos los casos. También, aunque sea para no tener problemas legales y económicos muy graves en caso de accidente, hay que contratar una empresa especializada. En condiciones normales, una demolición sin licencia es una infracción, un costo más en una obra.
Pero sucede que el único diente que tiene la ley de protección del patrimonio edificado es la sanción al que demuele un bien catalogado. En países civilizados y con una clase política más madura o audaz, como los de Europa, el que demuela un bien catalogado tiene que reconstruirlo arqueológicamente, con materiales originales de época y mano de obra especializada, algo tan caro que asegura la ruina económica del infractor. En Buenos Aires, la sanción es más modesta pero clara: el infractor sólo podrá edificar el 70 por ciento de lo que demuele. El negocio, por supuesto, es edificar siete u ocho veces lo demolido, con lo que se agrega a la ecuación económica un límite muy elocuente.
El argumento central de los preservacionistas que hablaron el miércoles es que el proyecto de Estrada busca sortear este problema: si la casa es descatalogada, se puede hacer un edificio; si sigue catalogada se puede apenas hacer una casita. Lo cual, explican con vehemencia, es premiar al infractor y vaciar de toda autoridad al sistema de protección patrimonial de Buenos Aires. Al que le cataloguen un bien, le basta demolerlo de noche, presentar el hecho consumado y buscar algún contacto político que presente un proyecto como el de Estrada (que justamente es un contacto político más que cercano de la Iglesia).
La ex legisladora porteña Lila Saralegui, el Cicop y el arquitecto Carlos Susini se centraron en este tema: la demolición fue un acto ilegal y por más imperfecta que sea la normativa vigente, por más contradicciones que tenga el sistema, por más cartas extraviadas que hayan existido, y por nobles que sean los usos que se piensen para el dinero sigue siendo un acto ilegal. “Esto es grave, porque se premia al que burla la ley”, definió sucintamente el arquitecto Susini.
Cuando terminó la audiencia pública, habló el único “expositor”, el arquitecto Hugo Leguizamón, representando la Dirección General de Planeamiento Interpretativo de la Ciudad, en la que se encarga de temas patrimoniales. “Este proyecto sanciona la impunidad”, explicó tajante Leguizamón, que desmintió que se “haya catalogado una ruina”, como se acusaba, y aclaró que “no era una ruina sino una casa perfectamente conservable que fue demolida por su propietario. Este proyecto de ley se basa en una mentira”. Leguizamón, ducho en códigos y reglamentos porteños, les aclaró a los presentes que “la propiedad no da derecho a demoler. Hay restricciones al dominio, el Código Urbano entero es una serie de restricciones y la patrimonial es apenas una más”. Para el funcionario, se “busca legislar sobre este caso para convalidar un delito que se cometió y eso pone en peligro todo el sistema de protección patrimonial de la ciudad. Aquí se demolió ilegalmente, esperando un amigo complaciente”.
El final de la audiencia fue la lectura de una nota de la legisladora Teresa Anchorena, del ARI y presidente de la flamante Comisión de Patrimonio de la Legislatura, que no está en Buenos Aires pero hizo llegar su rechazo al proyecto.
Levantada la sesión, la tensión seguía intacta. Como había repetido una y otra vez el presidente de la audiencia, no se podía dialogar ni había derecho a réplica porque no se trataba de un debate, con lo que todo el que tenía la sangre en el ojo se la tuvo que llevar puesta. En los pasillos, sin embargo, se pudieron hacer preguntas sobre dos temas centrales. Primeramente, cómo es posible que una entidad del tamaño del Arzobispado porteño realmente no se haya enterado de que la casona de Membrillar estaba catalogada. Y segundo, si realmente la parroquia (y el Arzobispado) no sabían de la medida legal, ¿quién hizo la demolición nocturna, sin licencia ni cartel de obra, y por qué?
Ambas preguntas recibieron respuestas débiles. El Arzobispado no sabía y punto, y si se duda que se exhiba un recibo debidamente firmado. Y la demolición fue un error “de alguien”, un error de buena fe, en todo caso una infracción menor que no amerita tanto escándalo. Con el agregado del enojo porque alguien pueda sospechar que la Iglesia haga algo ilegal a sabiendas.
La conclusión es que los preservacionistas tienen un argumento fuerte, el de no premiar una acción ilegal. La parroquia de Flores demolió, por error o a sabiendas, un bien protegido y lo que Estrada y Talento buscan es dar impunidad retroactiva. Ni la nobleza de los fines a los que se aplicaría el dinero de la venta del terreno de Membrillar, ni los argumentos formales sobre cartas perdidas o plazos de catalogación alcanzan para borrar este simple y elocuente hecho.
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