Sáb 01.04.2006
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NOTA DE TAPA

El final de una historia

Hacia fines de año terminó la tarea de remover un mural que Castagnino pintó en casa de un amigo en Barracas. Este mes, se completó la restauración de la pieza, ahora transformada en un cuadro de mucho peso pero, al final, portable.

› Por Sergio Kiernan

Es raro ver un mural salir de su pared, ser recortado con precisión en un alarde de técnica medieval pero electrificada, para luego renacer en sus colores y formas en un taller de restauración. Esta la aventura que acaba de completar un mural que Castagnino pintó en 1942 para un amigo sobre la chimenea de su flamante casa en Barracas y que ahora descansa, limpio, restaurado y transformado en un cuadro pesadísimo pero portátil, en el taller de la experta Teresa Gowland.

La historia comienza en una linda casa medio que racionalista, pero sin exagerar, a metros de Montes de Oca en una cuadra tranquila con un retiro que deja una suerte de plazoleta privada para algunos vecinos, ahora enrejada. La casa es de aquellas cómodas, amplias, con consultorio, de buenos materiales y con un inesperado patio andaluz en la terraza. El dueño original tenía un hijo artista y el maestro Castagnino le regaló el mural, tal vez en pago de buenas veladas con la familia. En 1963, la casa fue vendida a los Besada, que se terminaron de decidir por la compra cuando vieron el mural. Cuenta María Leonor, gran aficionada al arte e hija del comprador de 1963, que no sólo prometieron cuidarlo sino que jamás prendieron la chimenea que corona el mural, no sea cosa que se ensucie.

La señora Besada se crió viendo el mural y no aguantaba la idea de perderlo por mudanza. De hecho, el Castagnino fue la razón de que demorara en vender la casa paterna, que estuvo hasta alquilada y vacía largos años. Finalmente, y ante un comprador del todo indiferente a la pieza, se decidió a preguntarle a Teresa Gowland qué hacer. A fines de año comenzaron los trabajos de rescate, con Gowland protegiendo la pieza con una capa de papel japonés, dos de gasa y una de lino, todo pegado con adhesivo de metil celulosa. Una vez “envasada” la superficie pintada, entró en acción el equipo del arquitecto Marcelo Magadán, que junto a su colega Gisela Korth y cuatro especialistas lo sacaron de su lugar.

Esto de andar cortando murales es un arte viejo y artesanal, pero muy poco común entre nosotros. Básicamente, lo que se hace es cortar el muro que sostiene la pintura sin afectar la “capa pictórica”, o sea la finísima capa de material que fue pigmentada por el artista. En este caso, el primer paso fue pegar con cola de conejo una retícula metálica sobre las telas de Gowland, y el segundo fue fijar un fuerte marco metálico a esa retícula. Luego, el marco quedó atornillado con el alma un andamio.

Con el mural en sí sostenido, se pudo empezar a cortar la pared, por los costados. Eventualmente, el mural quedó apoyado sobre la chimenea y tocando sólo por su parte superior al cielo raso. Con enorme cuidado y paciencia, se cortaron estas líneas de contacto y, por un instante, el mural quedó colgado del andamio. Cinco personas haciendo fuerza juntas lograron bascularlo y ponerlo horizontal.

Así, la pieza fue acostada “boca abajo” sobre una mesa metálica capaz de aguantar el peso. Ahí comenzó una segunda etapa, la de rebajarle el grosor. En este estadio, el mural era literalmente un paño de pared cortado, de un ladrillo de grosor. Pero esos ladrillos no forman parte del mural en sí, sino que apenas lo sostenían cuando era parte de un muro. La tarea, entonces, fue removerlos uno por uno, con paciencia renacentista, hasta dejar sobre la mesa sólo el revoque grueso. Aunque parezca mentira, una vez logrado eso los especialistas pasaron horas esmerilando y cepillando este revoque, para afinarlo lo más posible.

Cuando este paso se dio por terminado, se construyó por atrás otro bastidor a medida, con sus mallas metálicas pegadas con resina epoxi al revoque. Así fortificado y encerrado en una suerte de sandwich de metales rígidos, el mural viajó desde la casa de Barracas al taller de Gowland en Núñez, para su restauración como obra de arte.

Lo que se encontraron la restauradora y su colega Patricia Riádigos era una pieza en bastante buen estado. El primer paso fue remover con infinito cariño las protecciones del lado pintado: malla metálica, lino, gasas, papel. Este despegue sirvió para ir retirando algo de la suciedad que velaba los colores. Los restauradores, cuando encaran una pieza, hacen primero que nada un catálogo de problemas, una lista de cosas a resolver. En el Castagnino, eran algunas pequeñas grietas, pequeños faltantes de material y sustrato, como cascaduras, un ampollamiento en la parte superior y algunas abrasiones, como raspones, que habían aclarado colores sin llegar a retirar el sustrato. Luego viene un delicado análisis de la materialidad de la pieza, literalmente para saber de qué está hecha y, por tanto, qué materiales se usarán. El Castagnino consiste en un revoque grueso de arena y cal y un fino de carbonato de calcio y arena, que entre los dos no llegan a un centímetro. Los análisis químicos mostraron que, sorpresa, la obra era un fresco y no un secco, como se pensó al comienzo –el maestro la pintó con el revoque húmedo– y que había usado pigmentos al agua.

Gowland tiene una muy amplia experiencia en todo tipo de restauraciones –su taller es un fascinante muestrario de piezas en todos los materiales posibles, de épocas y orígenes muy disímiles– y su historial incluye el Castagnino de las Galerías Pacífico, realizado apenas tres años después que el de Barracas. Con familiaridad hacia las técnicas del maestro, las restauradoras comenzaron por limpiar la superficie aplicando cantidades controladísimas de humedad, siempre agua destilada y sin refregar. Luego se consolidaron los faltantes con adhesivo acrílico, el mismo material que fortificó el material ampollado, que fue “bajado” con el simple expediente de pinchar la burbuja. En las partes donde se había perdido material, se completó con un estuco alemán y arena, que también cubrieron las grietas.

El paso final es quizá el más delicado. Los restauradores modernos son todos partidarios de la mínima intervención y saben que buena parte del trabajo en obras antiguas es retirar los pegotes de pintura que “retocadores” de antaño favorecían. No es el caso de este Castagnino, jamás tocado en más de sesenta años, pero cuando tomaron el pincel y la caja de acuarelas Winsor & Newton, las expertas lo hicieron con respeto y con esa técnica puntillista que es standard hoy en día. Simplemente, lo que se hace es reconstruir lo perdido pero pintando puntitos ínfimos. Visto de lejos, el efecto visual es normal; visto de cerca, un futuro restaurador encuentra de inmediato las áreas en las que intervino el colega.

El resultado final es una pieza de notable luz y vivacidad, un Castagnino de primera agua con una paleta madura, típica. Las dos mujeres que lo protagonizan se inscriben en un paisaje que las destaca sin estridencias y es un placer seguir las curvas en el espacio que sus posturas sugieren. Transformado en un cuadro de peso formidable pero portátil, este mural hasta ahora desconocido pasa ciertamente al catálogo del patrimonio porteño.

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