Sáb 29.04.2006
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Rascacielos, cementerios y adefesios

Nuevos libros editados por la Ciudad hablan de la
historia de los edificios en altura y los rituales y objetos de la muerte. Y una edición privada hace un catálogo incomprensible de obras muy feas.

› Por Sergio Kiernan

La Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural porteño sigue publicando una colección de libros que a veces toca lo peculiar. Los últimos títulos ligados al patrimonio edificado son una historia de los rascacielos de nuestra ciudad, escrita por Leonel Contreras, y un trabajo colectivo compilado por Leticia Maronese sobre el patrimonio de los cementerios, nada menos.

En su Rascacielos porteños, Contreras se va nada menos que a 1580 para hablar de lo que define como “edificios en altura”, arrancando con las torres de las iglesias porteñas. Para ilustrar el punto, el libro reproduce dos imágenes –no muy bien impresos, los tomos de esta serie abundan en fotos y dibujos– de la ciudad en 1794 y en 1860, que la muestran plana, coherente y puntuada por las agujas de sus templos.

Los dos primeros edificios realmente en altura de esta ciudad fueron el Railway Building, en Paseo Colón y recientemente restaurado, y la Galería Güemes, en proceso de restauración pero hoy sepultada por vecinos mucho más altos. El siguiente hito es, por supuesto, el Barolo, todavía impresionante. En los años veinte, los rascacielos se hacen más comunes: el Mihanovich, hoy renacido como hotel Sofitel, y los modernistas Comega y Safico, en la avenida Corrientes, y Kavanagh, en Plaza San Martín.

En los años cuarenta hubo pocos edificios realmente altos, con excepción del Alas, realmente masivo y hoy medio que olvidado y agrisado sobre Alem. La cosa se reactiva en los años setenta, donde se multiplican los edificios altos y tan guarangos en sus colores y mal gusto que dejan a sus antecesores pareciendo joyas urbanas. El libro termina con el anuncio de tantos proyectos en Palermo, terminando de destruir el skyline porteño, y en Puerto Madero, menos molestos porque están en medio de la nada, donde se merecen estar. Como broche, queda en claro que la estructura más alta de esta ciudad sigue siendo la torre del parque Interama, erigida en 1981.

Como para hacer edificios en altura hay que demoler y demoler, tal vez algún día tengamos que museificar los cementerios del país para preservar las únicas piezas sobrevivientes de estilos históricos. Las casas de los muertos tienen una tendencia mayor a quedar intocadas y ya se da la paradoja de que haya bastante más Art Noveau de camposanto que habitado. En dos tomos muy ilustrados, “Patrimonio cultural en cementerios y rituales de la muerte” da un pantallazo de lo construido y lo inmaterial en estos lugares tan peculiares. Allí están los rituales nacidos de la tragedia de Cromañón, los cigarrillos de Carlos Gardel, las diversas cruces usadas en monumentos y lápidas, expediciones arqueológicas a sitios de enterramiento precolombinos, reflexiones sobre los panteones de colectividades o grupos sociales, el uso de motivos vegetales y florales en herrerías y esculturas, experiencias de restauración de monumentos y esculturas y un sinfín de temas anexos.

También acaba de publicarse un libro completamente diferente: el de Débora Di Veroli publicado por Bisman & Robles, una agencia especializada en comunicaciones para arquitectos. Es lo que los norteamericanos llaman un vanity book, donde la arquitecta cuenta “vida, obra y reflexiones” con varias fotos de sus comienzos. El resto es un catálogo de obras realizadas por su estudio DDV, que incluye los alarmantes Edificios Eiffel, una colección de viviendas realizadas a lo largo de varios años y que incluye algunos de los predios más feos jamás concebidos por la mente humana. También está retratado ese espanto que se alza desde 1975 en Solís 637 y el casi idéntico que arruina el lote de Azcuénaga 1928. Una selección francamente incomprensible de obras que se harán por dinero pero que no se publican en un libro.

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