Sáb 17.08.2002
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El nacimiento de la ciudad

Si la aparición de nuestro espacio urbano tiene una fecha, debe ser 1870. Una colección de fotos de Christiano Jr. editada por la Fundación Antorchas permite apreciar la creación de nuestra ciudad en la década en que se la planeó.

Por Sergio Kiernan

Si se puede fijar un año en que nace la organización del espacio urbano entre nosotros, un buen candidato es 1870. Como tantas cosas en este país, no se trata de una fecha intelectual, artística, del pensamiento, sino de un momento político: es presidente Sarmiento; la guerras civiles y el desorden institucional se están acabando; la economía crece milagrosamente. Justo antes de lo que llamamos la generación del 80, compuesta de “los muchachos” –todos tenían como mucho 40 años–, los dirigentes nacidos hacia 1810, como el sanjuanino, arrancan con eso de rehacer el país. Quieren enterrar la Patria Vieja, como terminarían llamándola con nostalgia, y manifestar materialmente la Argentina aluvional, en la expresión exacta de José Luis Romero. Este proceso tiene un escenario privilegiado, el espacio urbano, y un testigo de lujo, el fotógrafo Christiano Junior. Un libro de la Fundación Antorchas dedicado a recorrer su obra permite asomarse al mismo nacimiento material de lugares que ya nos parecen eternos, pero que fueron diseñados y construidos hace poco más de un siglo.
Christiano Junior era brasilero y fue viniendo al sur paso a paso, con escalas en Uruguay. Asociado a Witcomb, el inglés que impuso la foto de salón y acabó creando la primera galería de arte argentina, Junior se destaca por dos facetas: era un muy buen fotógrafo –y pintor– y tenía una meridiana claridad en lo que se vendía. La combinación transforma su obra en un repertorio de testimonios del nacimiento del país en el que vivimos hoy.
Es que lo que encuentra el itinerante en estas pampas es una explosión humana y material. La provincia porteña, que en tiempos de Caseros tenía sólo 177.000 habitantes, para 1869 llegaba a los 317.000. Poco antes de su muerte, en 1902, Christiano llegó a verla pasar el millón. Este fenómeno, que nunca se había visto y nunca más se vio, generó para el fotógrafo el negocio del testimonio: nuevos tipos humanos inmigrantes que le llamaban la atención al criollo, costumbres criollas en vías de extinción que atraían al gringo, edificios y espacios nacientes por todas partes.
Así, en las tomas del brasileño abundan los edificios, las plazas y los conjuntos en los que, mirando el detalle, se encuentran sorpresas. Sus fotos de La Boca y Barracas muestran ámbitos claramente a medio urbanizar, con calles y veredas de tierra, sauces atorrantes y casas que alternan el adobe, la barraca de madera y las primeras “chorizo” airosas y relativamente prósperas. Lo que aparece confuso y prehistórico, sin embargo, ya tiene una línea de frentes y hasta cordones de piedra idénticos a los actuales: las veredas son de tierra pisada, la calle es un polvo marcado, pero es un espacio legal y concretamente urbano.
Otra curiosidad que compartimos con el brasileño son los bordes de la ciudad. Christiano retrata a las lavanderas al pie de la Casa Rosada, un lugar físicamente desaparecido con los rellenos portuarios, refregando en pozas sobre lo que hoy es la avenida Alem. Tampoco sería posible hallar la pulpería de adobe con techo de paja, acomodada bajo un ombú, rodeada de carros y rancherías en lo que hoy es la paquetísima Recoleta y entonces era un andurrial y una playa.
Resulta peculiar comparar dos tomas contemporáneas de lugares cercanos en el tiempo. Una foto muestra la calle Santa Lucía, que conocemos como Montes de Oca, en 1875. Es una vía ancha, curva, sin pavimentar pero con cordón, vereda y hasta faroles de alumbrado público, que cruza una zona eminentemente rural llamada Barracas. En la foto se ven más árboles que edificios, se destacan por lo altas las torres de las iglesias y se adivina a lo lejos, después de una mancha oscura de campo abierto, el barrio de La Boca. Es un borde urbano, una semiciudad con unos pocos hitos como el que ocupa la otra foto: la iglesia de Santa Felicitas, gótica y autocontenida con su atrio y sus jóvenes palmeras, en medio de un potrerochuzo con alguna que otra casa. Lo notable de ambas tomas, y de la que muestra la construcción de la iglesia redonda de Belgrano, es que esa urbe a medio nacer es reconociblemente la nuestra, con sus mañas y bellezas.
El libro de Antorchas fue seleccionado y curado por Luis Priamo y tiene textos suyos, de Abel Alexander y Beatriz Bragoni. Las reproducciones de las placas coloidales, de excelente calidad y casi a tamaño natural, permiten dedicarse a ver justamente estos detalles de la primera hora de la ciudad.

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