CONTRATAPA
La capital francesa completa un edificio que es de lo más verde: muy, pero muy verde. Y la alemana debate por el proyecto de reconstruir un viejo palacio real.
› Por Sergio Kiernan
Justo cuando el mundo viene y se cae, financieramente, París estaba empezando otro de esos períodos de competencia con Londres, su eterna rival. Las dos capitales a ambas márgenes del canal parecen turnarse en esto de estar “en punta” con nuevas arquitecturas que nadie sabe si son buenas, pero ciertamente son llamativas. En los ochenta, por ejemplo, los franceses plantaban la pirámide de Pei en pleno patio del Louvre y construían un nuevo distrito de una ultramodernidad. En los noventa, la antorcha pasó a los ingleses que, Foster a la cabeza, empezaron a cambiar el skyline de su capital.
Pues acaba de empezar otro período en que los franceses se lanzan, si es que pueden seguir consiguiendo el financiamiento para proyectos de escala. El coqueluche del momento es una suerte de oruga verde luminiscente que se arrastra una cuadra larga a orillas del Sena, justo al lado de la estación de Austerlitz, y tiene el nombre de Cité de la Mode et du Design. El edificio es verde, muy verde, iluminadamente verde y deliberadamente llamativo.
La Cité es la nueva sede de una escuela de moda y de una galería de diseño y fue fruto de un concurso nacional. El pobre Nicolas Sarkozy tuvo que entregar, a disgusto, los premios. Demóticamente, el presidente susurró que “esto verde... tan verde, debe ser arquitectura.” La frase, emitida en televisión, deleitó a los autores, Brendan Macfarlane y Dominique Jakob, socios en el estudio Jakob Macfarlane, conscientes de que no hay dinero que te pague la notoriedad de un rechazo presidencial.
Los autores defienden su lumínico verde, producto de vidrios coloridos iluminados internamente, afirmando que París “es una ciudad colorida”. Como esto simplemente no es cierto –París es una ciudad en símil piedra, con remates negros–, Macfarlane y Jakob hacen listas de verdes: árboles, parques, la torre Eiffel –de hierro pero pintada de verde– y las interminables broncerías urbanas.
Por supuesto, el verde es una provocación y un faro, ya que el edificio es “poroso” y de fácil acceso. Para comenzar, continúa las famosas veredas que recorren la longitud del río en una galería techada pero abierta a las aguas. Quien sienta curiosidad puede entrar desde ese lado (o desde los otros tres) y perderse en la “oruga”, que es una serie de pasillos, rampas y escaleras que suben y bajan proponiendo un recorrido o simplemente comunicando ámbitos internos. La Cité parece un aeropuerto bien hecho, lleno de vías inexplicables aparentemente.
Los franceses se encuentran en un recambio generacional de los que les suceden regularmente. La arquitectura por allá es bastante predecible, con el Estado como principal cliente, construcciones regulares y la obligación por ley de llamar a concurso para hacer cualquier cosa. A esto se le suma el “derecho real” que los presidentes ejercen con gusto y consideran parte de su herencia. Es la tradición que permite que Mitterrand creara un barrio entero de grand projects y que Pompidou demoliera un mercado y mandara hacer un museo por orden superior.
Pero la mayoría de los arquitectos se ganan la vida con alguna versión del glorioso vernacular francés o con variantes del modernismo convencional, lo que le ahorra al país los bodrios mediocres que nos apabullan por acá y las imitaciones baratas de grandes arquitectos que caracterizan lugares como Dubai. La desventaja de este sistema tan estable es la falta de ideas y la alergia al riesgo: es raro que un edificio francés le llame la atención a alguien.
Mientras, en Berlín
Los alemanes están como en la otra punta de la escala cuando se trata de su capital. Los berlineses están cada día más apabullados por la explosión constructiva que se vive desde la unificación, que hizo que se pierdan en su propia ciudad. Sitios enteros fueron cambiados por completo, de aspecto, de usos y de escala, en una suerte de orgía de aceros y concretos. Los resultados son mixtos, con piezas individuales notables y conjuntos no tanto.
Pero hay un par de lugares simbólicos de la vieja ciudad que el gobierno quiere recuperar un poco a la vieja usanza. Esto resulta común en un lugar tan prolijamente bombardeado, que reconstruyó miles y miles de edificios usando las ruinas como base. El problema es que ya pasaron más de sesenta años del fin de la guerra y la idea de reconstruir genera polémicas.
En este caso, el problema es con un viejo edificio en estilo barroco alemán llamado el Hohenzollern Stadtschloss, el Castillo o Palacio de la Ciudad, que cierra una punta de la famosa avenida Unter den Linden. Igualito que nuestra Avenida de Mayo, la avenida de los tilos creaba una vista política, con la Puerta de Brandeburgo en un extremo y el Palacio en la otra.
Este simbolismo le costó la vida al palacio, que viene a quedar en lo que era Berlín Este. El gobierno comunista se negó a restaurarlo terminada la guerra y en 1950 lo demolió como un símbolo de la canalla monárquica. Después de dos décadas como potrero en pleno centro, el enorme lote fue cubierto con el Palacio de la República, un masacote de hormigón al mejor estilo Soviet-Modern. Por su fealdad y por su asociación con el gobierno del Este, este año el Palacio fue demolido –a un costo que sorprendió a todos– y el terreno volvió a ser un baldío.
Mientras, se hacía un concurso pidiendo un edificio nuevo que imitara al viejo Schloss demolido en 1950 en tres fachadas y en perímetro, y que propusiera una cuarta fachada nueva y una planta original. El nuevo edificio será un museo de arte no-europeo, una biblioteca, cafés y restaurantes, llamado el Humboldt Forum.
¿Una imitación de un edificio antiguo? Ningún arquitecto que comulgue en el altar modernista se permitiría semejante herejía, por lo que el concurso casi queda desierto. Lo terminó ganando un italiano poco conocido, Franco Stella, que reprodujo con fidelidad las tres fachadas requeridas y propuso una cuarta de su cosecha.
El proyecto dividió a los berlineses. Una buena parte lo aprueba porque todavía les dura la bronca de la demolición de 1950 y porque están curados de espanto con lo que la modernidad ideológica hizo con lugares como Postdamer Platz. Otros señalan que el edificio original –que no era ninguna maravilla– de alguna manera completa un conjunto de obras del brillante Karl Friedrich Schinkel, capitaneado nada menos que por su Museo de Antigüedades, junto a la demasiado alta catedral barrocona y recargada.
Los que detestan la idea proponen dejar todo como está, parquizar el potrero y ahorrarse los ochocientos millones de dólares del presupuesto. Es muy probable que terminen ganando: Berlín está tan mal de plata como el resto de las ciudades del mundo y nada indica que tenga los fondos para hacer la obra.
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