Richey está muerto
› Por Mariana Enriquez
Hace siete años, Richey Edwards, entonces guitarrista de los Manic Street Preachers, ejecutó el mejor mutis de la historia del rock. El 1º de febrero de 1995 abandonó el hotel Embassy de Londres: ese día debía viajar hacia Estados Unidos para promocionar The Holy Bible, el nuevo disco de la banda, que había sido lanzado mientras él estaba internado en una institución psiquiátrica. Cuando su compañero y cantante James Dean Bradfield fue a buscarlo a la habitación para tomar el avión, se encontró con que Richey no estaba y había dejado una caja con varias fotos y dos películas (Equus y Naked, de Mike Leigh), más la valija con toda su ropa. Esa tarde fueron a buscarlo al departamento del guitarrista en Gales: allí encontraron sobre la mesa su pasaporte, el Prozac que tomaba y su tarjeta de crédito. Quince días después, la policía encontró su auto, vacío, a orillas del río Severn. Desde entonces, varias veces se han recibido denuncias sobre su paradero (alguien que dice haberlo visto en Goa, otro en Tenerife, otros que aseguran que está internado en un monasterio), pero lo cierto es que nadie lo volvió a ver. Según la ley británica, una persona que permanece desaparecida durante siete años está muerta legalmente. La familia puede elegir no pedir el certificado de defunción, que es lo que la familia de Richey y los Manic Street Preachers decidieron días atrás. La única diferencia que implica es que los padres no tocarán el dinero de la cuenta bancaria de Richey (son varios millones de libras) y que pueden solicitarle a un investigador privado que siga con la búsqueda, o continuar elevando denuncias en un caso que está paralizado. La policía no puede buscar y detener a un adulto que decide abandonarlo todo por cuenta propia. Por eso la familia acaba de publicar la última foto conocida de Richey, la de su pasaporte, con un nuevo pedido por su paradero.
Tanto la banda como su familia y el grueso de los fans se niegan a darlo por muerto. Hay varias pistas que podrían indicar que él mismo orquestó el escenario de su desaparición. La noche antes de dejar el hotel, Edwards le entregó a una amiga el libro Novel with Cocaine, de M. Ageyev. El autor era un exiliado ruso que vivía en Estambul, que en los años ‘30 envió el manuscrito a un editor parisino. La novela se publicó y fue un éxito, pero cuando lo invitaron para presentarlo en París y convertirse en un autor famoso, Ageyev no viajó y nunca se volvió a saber de él. Otra pista: meses antes de su desaparición, Richey se había paseado con la ropa cubierta de graffitis tomados de Una temporada en el Infierno, de Arthur Rimbaud, el poeta adolescente que también desapareció. Y varias veces había profesado su admiración hacia J. D. Salinger, el autor de El cazador oculto, que también se llamó a silencio en 1961 y vivió desde entonces en un bunker. Pero también hay numerosas piezas en el rompecabezas que pueden conducir a la hipótesis del suicidio: Richey era fanático de Ian Curtis de Joy Division, que se ahorcó justo antes de partir hacia Estados Unidos para promocionar un disco. Como Curtis, Richey se había pelado la cabeza días antes del viaje. Y en la última entrevista que concedió no sólo aparecía pelado, sino con el mismo modelo de zapatillas Converse negras que Kurt Cobain llevaba puestas cuando se suicidó en Seattle. Además, Richey tenía 27 años: la misma edad que tenían Janis Joplin, Brian Jones, Jimi Hendrix y Cobain cuando murieron. Teniendo en cuenta que Richey era un estudioso de la cultura rock, todos estos signos fueron tenidos en cuenta. Sin ninguna conclusión.
Richey Edwards había nacido en un pueblo de Gales, y sus padres tenían una peluquería. Estudió Historia política en la Universidad de Swansea, y se unió a la banda de sus amigos como una suerte de propagandista o teórico: era el letrista y diseñador de look y arte, pero nunca escribió una canción, porque jamás aprendió realmente a tocar su instrumento. Poco antes de editar el primer álbum de la banda, en 1991, logró una página entera de New Musical Express haciendo un golpe publicitario inédito: mientras discutía con el periodista Steve Lamacq (que dudaba de la sinceridad de la banda) se cortó en el antebrazo, con una hoja de afeitar, las frase “4 Real” (“de verdad”) y exigió que se lo fotografiara. La foto, con el brazo ensangrentado y mutilado hasta lo morboso, se convirtió en clásica. Y los Manic Street Preachers eran tema obligado en la prensa.
Richey Edwards, muy pronto, se transformó en el polemista y opinador favorito de todas las revistas. Cuestionaba, se arrepentía, se contradecía y pensaba con una complejidad que por lo menos obligaba a escucharlo. Hacía mucho que un líder de una banda de rock no se tomaba la molestia de ejercer de intérprete de un mundo caótico, con toda la pretensión y obligada confusión ideológica que eso implica. Como letrista y personaje, nunca dejó más que preguntas: ni en sus letras más cáusticas ofrecía alguna certeza. Escribía en “Faster”, de The Holy Bible: “Sé que no creo en nada, pero es mi nada/ si crecés como una uña, tarde o temprano alguien te va a quebrar/ fui demasiado honesto conmigo mismo: debería haberme engañado, como todo el mundo”. Su historia es fácilmente traducible en una crónica de patologías: insomne que usaba vodka para poder dormir, alcohólico en consecuencia, constantes dietas que podían interpretarse como una incipiente anorexia, una automutilación fuera de control (en cada foto es fácil ver las cicatrices en sus brazos y en el pecho), depresión tratada con Prozac, una internación en The Priory... Todo eso estaba presente en sus letras: “Trato de arrancarme las uñas/ quiero aferrarme a algo suave/ me apago cigarrillos en el brazo/ trato de sentir algo que valga la pena”, escribía en “Roses in the Hospital”.
Pero detenerse en las penurias clínicas de Richey Edwards es dejar a un lado su lucidez en el diagnóstico del mundo tal como lo conocemos: en el primer disco Generation Terrorists, escribía contra los bancos y la política financiera, un tema que en Buenos Aires 2002 es casi un lugar común, pero que en Inglaterra 1991, con la escena dominada por Stone Roses y el éxtasis, parecía un anacronismo punk contrario al espíritu de festejo generalizado. El título de la canción era un listado de nombres de bancos (“Nat West-Barclays-Midlands-Lloyds”) y decía: “Vendido al publicista, en la línea de ejecución de las computadoras/ dan y quitan, reproducen y crucifican/ cuanto más tenés más sos/ más soledad con deseo barato/ muerte sanitarizada a través del crédito”. Varios años antes que Rage Against The Machine, los MSP escribían acerca de la espantosa política exterior norteamericana y la omnipresencia de la cultura del norte: “La Coca Cola es sabrosa: un veneno no debería ser tan dulce/ Que te chupen la sangre y Exxon la escupa”, decía en “Slash ‘N’ Burn” o “Si Dios hizo al hombre, Sam Colt los hizo iguales” en “Ifwhiteamerica...”. Siempre es discutible la combatividad de una banda que graba para una multinacional, y Richey no evadía esa contradicción. Se refugiaba en una excusa simple: él partía desde la derrota y la alienación. En un fanzine de la banda escribía: “En la Guerra Civil Española, una generación dejó sus casas para luchar por una ideología. Mi generación apenas puede salir de la cama. Me gustaría poder desear sinceramente la paz mundial, la emancipación y demás. Pero primero escucho discos”. Con un punto de partida instalado en la seguridad de la derrota, no hay mucha discusión posible. Ese escepticismo llegaba a picos desesperantes en The Holy Bible: “A nadie le importa nada y somos culpables/ no tenemos horizontes/ gente pequeña en casitas/ gusanos ciegos y sin valor/ la sangre de los inocentes masacrados nos mancha a todos/ ¿quién es responsable?/ Vos sos responsable/ somos todos abortos caminantes”, decía “Of Walking Abortion”. Y en “Archives of Pain”: “El centro de la humanidad es la crueldad/ nunca hay redención/ cualquier idiota puede arrepentirse/ Predico la extinción”.
Richey representaba un revoltijo de opinión política, adolescencia traumada, ambigüedad sexual, angustia existencial y carisma que tuvo como consecuencia fans que incluían a gays, adolescentes, viejos punks, estudiantes de arte, rockeros y militantes políticos. Muchos de ellos dejaron de fascinarse con la banda cuando él la abandonó, y empezó una distinción entre los fans de la primera hora y los nuevos, que llegaroncon los titulares que obtuvo el grupo tras la desaparición y un disco, Everything Must Go, que sin duda fue superior musicalmente a cualquier cosa que los MSP habían hecho, pero al que le faltaba mucho de la retórica de la desesperación que aportaba Richey. De ninguna manera se habían convertido en una banda “alegre”, pero ya no eran una banda perturbadora. El elemento impredecible se había desvanecido en el aire. Y casi no hay esperanzas de que alguna vez vuelva.
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