KINKY, LA BUENA NUEVA QUE VIENE DE MEXICO
El ritmo mundial
Casi desconocidos en Argentina, llegaron apenas para dos shows (anoche en Mar del Plata, hoy en Buenos Aires) y para empezar a mostrar su flamante segundo disco, Atlas. Se trata de la gran aparición del rock mexicano en la primera década del siglo XXI: música energizante capaz de combinar tecnología y tracción a sangre, a todo volumen.
Por Pablo Plotkin
Primero fue el sonido. Una banda de rock electrónico norteño (el orden de los factores no altera el producto) convertida en orquesta dilecta de la modernidad de Monterrey. “A nuestros primeros shows venían muchos bailarines, teatreros, tocábamos en exposiciones de arte, veladas de danza contemporánea”, recuerda Ulises Lozano, tecladista de Kinky. “Luego se abrió el espectro y empezaron a incluirnos en los festivales más rockeros”. El debut (Kinky, 2002) fue el envasado de esas vernisagges aeróbicas nocturnas. Atlas, en cambio, es el disco de una banda que se propuso escribir canciones, además de abrir una grieta en la membrana que separa los estados de Nuevo León y Texas. “Esos lugares intermedios están llenos de encantos”, dice Gilberto Cerezo, cantante y scratcher. “Nosotros tenemos un lado tecnológico y otro mucho más roots, folklórico. Ahí encontramos nuestro equilibrio”.
Gil dijo “equilibrio”, pero la palabra adecuada sería vértigo. Al menos en los momentos en que Kinky funciona. Peyote y anfetamina, bebida energizante y tequila, un licuado de Parliament y Bronco orientado a las pistas amplias y tentador para los creativos publicitarios de Honda. “Sí, nuestros shows son para bailar, divertirse, brincar y sudar”, confirma Ulises en un salón de un hotel porteño. Los cinco regiomontanos están en Buenos Aires (esta noche tocan en Voodoo, junto a los chilenos Los Tetas) y trajeron consigo unas cuantas copias de Atlas, el disco que tiene en la tapa a un engendro mitad avión, mitad “saltamontes”. Una imagen que grafica el proceso de creación de la obra, compuesta entre aeropuertos y un rancho levantado en la zona selvática del sur mexicano. “Habíamos estado trabajando mucho en viajes de promoción”, cuenta Ulises. “En un momento nos tomamos un break para componer. Rentamos un bungalow en Quintana Roo (cerca de Cancún) y montamos allí una especie de estudio. Fue perfecto para aislarse, convivir, componer canciones y darle el espíritu que el disco necesitaba”.
Si Kinky giraba alrededor de instrumentaciones, Atlas obedece a las canciones, con vocalistas invitados tan disímiles como el californiano John McCrea (Cake) y el norteño Guadalupe Esparza (Bronco). El disco se permite tocar funk con acordeón y pospunk con percusión sambera. “La nuestra es una generación abierta”, dice Gil, quien, con 25 años, es el más joven del grupo. “Se nota en la interacción con otros géneros, en las distintas personalidades. En México había tantos clichés y tantos iconos, que parecía imposible desestructurar el rock”. Carlos Chairez, el guitarrista, cree que “fue importante empezar a experimentar fuera del nacionalismo”. “Durante mucho tiempo, había una idea de que todo tenía que oírse nacional. Eso es un poco obsoleto. Uno, al cabo, capta las influencias que hay en el aire. En una época, el rock mexicano sonaba todo igual. Había mucho miedo a experimentar”. “Sí, era todo medio místico y serio”, comenta Gil. Cualquier parecido con cierta realidad argentina, pura coincidencia.
Con una idea de formato y actitud que anticipó el fenómeno The Rapture (aunque con un sonido muy distinto), Kinky es parte de una generación que renovó la música mexicana. Exportados por Sonic 360, el sello del productor inglés Chris Allison (a propósito: ¿qué será de aquel disco de Acida?), los de Monterrey ocupan el lugar de avanzada que alguna vez tuvieron Plastilina Mosh, Titán y Nortec, todos conectores de la siempre seductora estética del norte de México y la cultura electrónica global. Si no se habían enterado de que existía esta clase de bandas, dicen ellos, es porque estaban demasiado ocupados en los sótanos del DF. “Casi todos los discos provenían de la capital del país”, señala Omar Góngora, baterista y cantante. “Una vez que las disqueras salieron a buscar proyectos fuera de la capital, ahí empezó la renovación. Hoy, el rock mexicano más representativo es casi todo de Monterrey. Al menos el que marcó el pulso de seis años a esta parte”. ¿Hasta qué punto influye la cercanía con el estado de los Bush y The Mars Volta? “Cuando yo era pequeño –cuenta Ulises–, se acostumbraba ir a Estados Unidos de compras, a ver películas o a buscar música, porque estábamos a sólo dos horas y media de la frontera. Nuestra región es muy industrial, hay muchas plantas de ensamblado, así que las empresas gringas mandaban a su gente a buscar cosas a México”. “De todas formas, era todo bastante pobre”, objeta Omar. “Era más común ir a comprar mantequilla que discos nuevos.”