LA RUTA MOCHILERA POR EL PAIS DE LA ALTURA
Bus de Bolivia
Caminos de ripio, salares imponentes, insumos para brujerías, venas abiertas de América latina y turismo argentino en uno de los pocos lugares donde el cambio todavía es favorable. Una suerte de safari en el que todo vale para seguir el viaje: hasta venderles artesanías a los gringos.
› Por Javier Aguirre
Desde Bolivia
Un chico de barbita toca una guitarra criolla sentado en las baldosas de la peatonal, cual Manu Chao. Una chica rubia hace malabares con unas clavas en medio de la marea oficinista. Y hay otros ocho sentados al lado, que pasan la gorra. Son embajadores culturales de Barrancas de Belgrano en la capital de Bolivia, que por primera vez desde el fin de la convertibilidad volvió a vivir un auge del turismo mochilero argentino. En el 2004, el alto país es uno de los pocos lugares del mundo que, por el cambio, resulta barato para los argentinos. Aun así, todo rebusque es válido para financiar o extender las vacaciones, y otros compatriotas hasta venden pulseritas y artesanías; claro, no a los nativos sino a los mochileros gringos. El itinerario boliviano incluye desiertos, selvas, salares, islas de lago, un recorrido de interés arqueológico notable y toda una colección de privaciones alimentarias y de transporte. Lo que no desalienta a ningún mochilero porteño, bonaerense ni cordobés, pero que le brinda al viaje un costado de safari.
El cruce obligado desde la Argentina es a través del “polo norte” jujeño, La Quiaca, lindante con la ciudad boliviana de Villazón, un vasto símil del Once que invita a la fuga inmediata hacia las minas de Potosí o el Salar de Uyuni. Ese camino inicial, de antipático ripio, advierte sobre lo que vendrá: el motor tira humo blanco, las ruedas se pinchan cada cincuenta kilómetros, la gente duerme en el piso del micro, las ventanas no se abren, la llamas hegemonizan la fauna rural y los ríos se cruzan aunque no haya puentes. Además, el voraz frío de altura destruye cualquier prejuicio sobre supuestos calores: en Bolivia, el verano es gélido y lluvioso.
“Soy hincha del Bolívar y de San Lorenzo”, asegura David, de nueve años, un niño que ataja turistas como un maître diminuto en la estación de micros de Potosí. “Y yo soy hincha de Boca y de The Strongest”, lo desafía su hermanito Juan. Se hace evidente el imperialismo futbolístico argentino; hasta los metegoles tienen dos versiones, con camisetas de equipos bolivianos y con River-Boca. El otro imperialismo argentino es musical; las FM que se escuchan en los restaurantes pasan a Charly García, Bersuit y oldies como Los Abuelos de la Nada y Miguel Mateos; mientras que la cumbia del llano gana las veredas y La Base, con su invencible hit “Sabrosón”, suena en los parlantes de todos los puestitos callejeros. Potosí fue la meca minera de la América colonial, y es una ciudad grande, antigua y de callejuelas como tripas. Su máxima atracción es la visita a las minas del Cerro Rico; un laberinto de túneles excavados durante cinco siglos del que no hay mapas, y que se ha convertido en un hormiguero gigante, monumento a la explotación española de indios y esclavos, en el que los mineros ya no extraen plata sino zinc y otros minerales no preciosos. Los adustos mochileros argentinos chapean con sus añejos ejemplares de Las venas abiertas de América latina y las explosiones –que suenan demasiado cercanas– con dinamita importada de la Argentina convierten el recorrido subterráneo en aventura.
La escala siguiente es el salar más grande del mundo, Uyuni, cuya exigente travesía de cuatro días incluye géiseres, lagunas de colores, flamencos, volcanes y paisajes marcianos... o de cualquier planeta que no sea la Tierra. Todo entre 4000 y 5000 metros de altura, por lo que hasta bostezar cansa: así llega, en carne propia, la justificación para tantas derrotas deportivas argentinas en Bolivia. De allí a La Paz, donde los vecinos reclaman a Chile una salida al mar, empapelan todos los comercios con fotocopias de consignas patrióticas, y hasta incendian en las veredas algunos productos supuestamente chilenos (ni libros ni vinos). La cantidad de gente en las calles y los puestos de venta de insumos para brujería -fetos de llama y de aves, yuyos andinos, polvillos, talismanes– recuerdana las visitas de Indiana Jones a exóticas metrópolis de Oriente. Allí es donde nuestro Manu Chao y nuestra rubia hacen la calle. Mañana se tomarán la movilidad –combi pública con recorrido no del todo preestablecido– hasta el sitio arqueológico de Tiwanaku, para algunos la ciudad más vieja de América, para otros la más vieja del mundo. La senda arqueológica, tanto preincaica como incaica, es uno de los principales atractivos para el turismo gringo, y también para algunos argentinos que se ufanan de su inglés.
Al este de La Paz, en la zona de yungas (selva de alturas, con recomendables sucursales argentinas en los parques nacionales de Baritú y Calilegua, de Salta y Jujuy), dos lugares convocan mochilas: Sorata, considerada en el recomendómetro rutero como la próxima gran cosa turística de la jungla boliviana, y el casi clásico Coroico, paraíso colonial que es visita obligada... salvo cuando el gobierno anuncia alerta roja o naranja por inundaciones, derrumbes o aludes de lodo en su inaccesible camino. Al oeste de la capital, todos los caminos conducen al Lago Titicaca, con sus islas del Sol y la Luna, su ciudad-balneario propia (Copacabana, con alquiler de biciscafos y botes como los de Palermo) y su incipiente itinerario under, no ofrecido en las agencias de turismo, que incluye visitas a infinitos túneles ocultos excavados por los incas cuando, allá por el 1500, todavía eran oficialismo. En adelante, buena parte de los argentinos cruza a Perú hacia el mainstream del turismo arqueológico, Machu Picchu. Pero allá el cambio ya no es favorable, y hace falta pasaporte, por lo que muchos inician su regreso hacia el sur. Y es entonces cuando, atónitos, se descubren a 700 kilómetros de ripio de la frontera con Jujuy.