EN MEMORIA
Era Korneta rock’n’roll
› Por Marta Dillon
La última vez que fui a un recital de Los Gardelitos –ubicada como corresponde a una señora de mi edad, lejos de la bandera negra que cubría a público como si el escenario fuera la costa y la tribuna un mar de noche– me sorprendí cantando casi todos los temas. Era lógico, ese repertorio se había construido a lo largo de muchos años, demasiados, más incluso que los casi 20 que llevábamos siendo amigos con el Korneta y July, su mujer, la que gritaba al principio de los shows como si estuviera desangrándose, como si así mostrara lo que había costado parir esa música y esa familia. Bruno, que tocaba la batería, ni siquiera iba al jardín de infantes y Eli, tan serio como ahora, empezaba la primaria. Pero Korneta ya tenía un puñado de temas, algunos compuestos con una guitarra de una única cuerda, a pesar de los pedidos de July por comprar las cinco que faltaban. Hay que comer, decía Korne, y le arrancaba a la criolla lisiada algunas de las canciones que el fin de semana pasado una centena de pibes y no tan pibes bailaron en torno a un fogón, en la puerta de una sala velatoria a la que entraban en silencio, de a pequeños grupos, para dejar en el inmenso cajón que encerraba a Korneta desde banderas hasta cartas, desde púas de guitarra hasta anteojos de sol, hasta que no quedó nada de la blanca mortaja de rigor. Debe haberlo agradecido, estoy segura. El no pudo haberse sentido cómodo en ese envoltorio tan puntilloso, a pesar de que le gustaba vestirse de traje cada 25 de Mayo para tocar en Ciudad Oculta y convidar chocolate a los pibes de la villa. Ese fue su primer público, y la primera vez alcanzó con una mínima donación de cinco litros de leche y una olla de locro que preparó July; la última vez las provisiones se habían multiplicado por cinco. “¡Aguante Korneta!”, gritaban los chicos y chicas que llevaban en el pecho ese logo tan lisiado como su guitarra, que él mismo había diseñado para el nombre de la banda que formó con sus dos hijos varones. Y la verdad es que, como a ninguno, a él le cabía esa palabra. Sin aguante, esas canciones acumuladas por años no serían ahora tres discos y un montón de banderas de esas que se llevan en el corazón, ni tantos fuegos –y tanto humo– hubieran conjurado la noche del sábado en su nombre. Sin aguante no hubieran existido esas giras en camión por la costa bonaerense, llevando a esa familia extendida que acompañaba a Los Gardelitos a todas partes y le devolvía al rock’n’roll la mística que se necesita en los barrios del borde para creer que se puede ser feliz un rato sólo por pasar una birrita de mano en mano, sintiéndose parte de algo, algo que pone a bullir el corazón porque te nombra, con todas las letras, de La Boca a Barracas, de Tablada al Bajo Flores, como lo nombraron a él en su despedida, Korneta rock’n’roll, mientras dejaban sobre su cajón la bandera negra que July pidió por favor que no entierren. Pero era de él, carajo, y él se la llevó. Queda, igual, su música, esa manera de prenderse fuego a fuerza de alcohol y un montón de canciones que sus hijos seguirán tocando –el martes que viene, en Cemento– porque ellos aprendieron del aguante y en eso están todavía.