Jue 17.06.2004
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ARGENTINOS INMIGRANTES, SIN PAPELES EN EL PRIMER MUNDO

Atrapados en libertad

Historias de los que se fueron y no volvieron: todavía están por allá, en busca de cierto buen pasar económico. Aunque para eso resignen muchas cosas y vivan en un constante peligro de deportación. Todos, desde el lugar del mundo que sea, quieren contar cómo hicieron, cómo les va, cómo se las rebuscan.

PRODUCCION Y TEXTOS: MARIANO BLEJMAN

lIrse es meter en un bolso lo que uno ya no es, abandonar el pago corrido por una suerte de desgracia eterna. Irse echado es cruzar océanos de precariedades para volver a toparse con otras cuestiones tan o más pendientes de un hilo como las propias. Irse echado, sin papeles, complica si el destino prefijado invita a ser clandestino. Irse para ya no volver, para encontrarse en mundos ajenos y propios, pero con una diferencia enorme: la vida puesta en función de un papel. Quedar encerrado, pero afuera. Después se es capaz de todo por el papel: poner el hombro, la cabeza, el cuerpo y el sexo. Todo por un papel, que acredite un nuevo lugar en el mundo. Toneladas de historias desperdigadas por el planeta, reunidas bajo una misma esencia: el rebusque. Los argentinos se evaporan de la Argentina, cuando el país expulsa hasta sus propios sueños. Salieron, volvieron, volvieron a salir y así están ahora, tratando de volver, encerrados en países que prometen “libertad y prosperidad”.
¿Cuántos se fueron? Las cifras hablan de 600 mil argentinos viviendo fuera del país, pero no hay datos precisos de los ilegales. El problema no es que se fueron sino que se quedaron. El No habló con argentinos sin papeles que cuentan –sin dar nombres– cómo es andar siendo nadie en tierras ajenamente propias. De España, Estados Unidos, Canadá, Suecia y Japón, entre otros, hablan del día a día cuando el miedo es la ley, cuando se es clandestino de primer mundo.

De prisa, de prisa...
Marcela tenía 29 años cuando llegó a Madrid. Dejó a su novio en Buenos Aires, y dijo que volvería por él. “Su idea –cuenta una ex amiga suya– era casarse con un español, conseguir la ciudadanía, divorciarse y llevar al argentino.” Y lo hizo, según la testigo. “Supe porque me pidió que reciba la correspondencia en mi casa; le dije que sí, pero me dio miedo y le pregunte por qué. Enamoró al español, estuvo de novia un mes y se casó.” Es ingeniera en Sistemas, estaba recién recibida y no tenía cómo hacer papeles. El novio argentino le seguía escribiendo. “Una sangre fría tremenda.” Al casamiento no llegó nadie. “Una mentira lleva a la otra”, cuenta la testigo. Pero algo se filtró. Marcela viajó a la Argentina y el esposo español descubrió todo. Ella volvió a España –¿se perdonaron?– y el argentino quedó en el olvido.
Las voces desde España con historias así (ésta sucedió en Madrid en el 2002) podrían nutrir libros enteros. Una de 65 años –de nacionalidad española– se casó con uno de 30. “Hubo un arreglo, pero no sé si el pibe se cogió la vieja”, dice un testigo. Según el gobierno hay 80 mil ilegales. El idioma es ventaja frente a marroquíes o argelinos, que miran el horizonte desde Ceuta hacia Gibraltar. Pero algo se quebró: tener hijos en España, casarse por conveniencia, buscar la changa a las seis de la mañana junto a rusos, rumanos, senegaleses, paquistaníes, eran costumbres que el argentino miraba a la distancia.
Carolina D’Errico vive en Valencia, administra el sitio inmigrantesargentinos.com, estuvo sin papeles, los consiguió y se dedica a reunir información para desperdigados. “Los casamientos arreglados valen 3 mil euros, aunque cada vez son más difíciles. El Estado exige un año de convivencia. Algunos argentinos pactan con otros con papeles.” D’Errico tiene un amigo francés que le ofreció casarse cuando no conseguía papeles. Incluso dos amigos también pensaron casarse en Holanda, donde el casamiento gay es legal.
Trabajar en España sin papeles no es difícil: sí lo es cobrar como corresponde, no vivir con el corazón entre manos ante la denuncia del otro que quiere tu puesto. Es vivir realmente al día. El gobierno de Aznar no daba esperanzas, la victoria de Zapatero abrió la posibilidad de una posible regularización. El Ministerio de Relaciones Exteriores argentinoquiere saber cuántos son los emigrantes. “Pero no dan esperanzas porque promovería más inmigración”, dice D’Errico. El consulado argentino en Madrid se lleva los insultos: “Son de lo peor, nos muy tratan mal”, dicen unánimemente. Según Gustavo, que espera papeles, hay ingenieros que juntan naranjas u olivas por 40 euros diarios, algo que un español no haría. Pelean su lugar entre africanos y latinos: “Ellos están primeros como inmigrantes y quieren espantarnos. Como somos más blanquitos, nos hacen a un lado”. Vueltas de la vida: en Europa nos discriminan por tener pinta de europeos, la ironía de ser argentino. Pero el argie es sacapecho: “Podemos dormir en la calle, pero después nos levantamos”.
En esa búsqueda (a eso vinieron los europeos a principios de siglo a la Argentina) empiezan a ser nadie. “Vemos la tele argentina, los partidos, leemos noticias por Internet, tomamos mate, decimos gafas en vez de anteojos, coche en vez de auto, ordenador en vez de computadora, pero sólo para que nos entiendan”, dice D’Errico. El argie es rebuscón. Uno se disfrazó de Drácula en la rambla de Barcelona: duerme en un cajón y la gente le tira monedas. Otro limpia ordenadores en Valencia por 15 euros. “Paso el liquidito”, dice. Las chicas cuidan ancianos, las camareras son abusadas por jefes deseosos de carne argentina, hay un voluntario de la Cruz Roja, otro se hizo del coro y canta canciones de Baglietto en casamientos por 50 euros. En Málaga, Lorena vende productos de cosmética Mary Kay: buscó por Internet, compró muestras, puso un aviso en un suplemento argentino. Además conoció argentinos representantes de bikinis y vende mallas: “Estar ilegal me hace pensar que estoy presa”, dice.

Cuándo llegaré...
Canadá tiene una flexible política de extranjería: uno puede llegar caminando a un puesto de frontera o a un aeropuerto y pedir refugio. Se lo pueden dar por cuestiones políticas, religiosas, de discriminación, de sexo, de raza, pero no por razones económicas. El que se convierte en “refugiado”, tendrá los beneficios de ese congelado rincón del mundo. Algo sabía Martín, el argentino que –cuenta– se presentó al puesto de frontera y dijo que quería vivir en Canadá porque en su país era discriminado por homosexual. Los funcionarios se la tragaron. Todo iba bien hasta que lo fotografiaron a Martín a los besos con una rubia por el centro de Toronto. Y el sueño terminó. Le sacaron la calidad de “refugiado” y lo deportaron. Pero Martín ya había echado raíces en Canadá y decidió volver, desde la clandestinidad.
Quien también resiste desde Toronto es Barb (así dice llamarse), que llegó en 1998, embarazada de su hija. Su marido apareció unos meses después “y nos casamos acá para que mi esposo tuviera papeles”, cuenta la chica de 26 años. “Cuando sos inmigrante, y no sólo el idioma es diferente sino también la idiosincrasia y el clima, te pasa cada cosa que no te imaginás: en el colectivo hay unos cordones en las ventanas y creímos que eran para cortinas, pero era la campana para pedirle a conductor que pare. Hasta que no ves a alguien hacerlo, no te das cuenta.” Barb es técnica electromecánica y su marido, dice, “tuvo suerte porque consiguió laburo en negro rápido, en una vinería de unos mendocinos y en la construcción”. Mientras estaba en negro, uno de sus pecados fue pasar un semáforo en rojo y lo paró la policía. “Pero la policía no te puede hacer nada, no es como en EE.UU. No te pueden echar si no tienen una orden de deportación, aunque les ha pasado a muchos. Se vuelven gratis.” Barb consigue yerba Cruz de Malta en un local llamado Carivana. “Aunque prefiero Taragüí”, aclara. A todo esto, Martín –el que no era homosexual– aún no tiene orden de deportación (al menos una nueva). Se quedará hasta que lo encuentren, dice, y lo lleven al aeropuerto y le paguen de vuelta el pasaje a la Argentina. “Soy como cualquier otro criminal, salvo que no voy a ir a la cárcel.”

Esa no es la verdad...
Hay un hostel de Miami que podría ser el centro neurálgico del argentino que llega en busca de futuro. “Cada día aparecen más, todos sin pelpas”, cuenta Afo. No es tan fácil como antes, cuando los argentinos entraban sin visa. Todo cambió con el 11-S. Pero fuera de Miami (donde la ilegalidad, la clandestinidad y sus negocios están a la orden del día) llegan noticias del Migo, que vive en Fort Lauderlade con su familia (15 hermanos, sólo dos consiguieron papeles), o los primos de Houston Texas que mandan un e-mail, o los amigos de Memphis que se compraron el descapotable, otra prima con su familia en South Carolina, evitando convertirse en un capítulo de la serie Cops. O C.J. y Fedex, que se fueron juntos a vivir a Santa Bárbara, cerca de Los Angeles, cuando todavía se podía. Uno es cineasta y el otro músico (tuvo un hijo con una norteamericana). Dicen que quieren ver lo que pasa en la era K, pero no pueden salir. Y si salen, no van a poder volver a entrar. Están atrapados en el país de la libertad. “Sólo nos queda esperar que algo pase”, dice C.J. Los medios informan de “espaldas mojadas” argentinos (antes denominación exclusiva de mexicanos).
“Vine de estudiante y terminé Ingeniería en diciembre. Mientras, trabajaba en la Universidad, donde me autorizaban. Pero siempre conseguía trabajo por fuera, porque es caro estudiar”, cuenta Afo. “No tenía otra forma de conseguir plata. Mis viejos están secos. Ahora sigo laburando clandestino, no consigo que nadie me contrate de ingeniero, aunque hay muchos trabajos estando ilegal. Los argentinos somos bebés de pecho en esto.” Según cuenta, los mexicanos manejan la construcción. Y los colombianos tienen pasta para el resto.
Es extraño Estados Unidos: el país que ofrece libertades, desarrollo asegurado, buen ingreso económico, invita a los inmigrantes ilegales a trabajar con papeles falsos, paga poco y mal a extranjeros, encierra en su propia tierra a un puñado de extraños y les dice que, ciertamente, el sueño terminó, pero nadie se dio cuenta. Los que quieran volver a la Argentina van a disfrutar del caramelo del capitalismo excelso por última vez. Eso le pasa al Futre, que está ilegal en Miami, pero se vuelve en diciembre. “Esto una mierda, pero sirve para juntar guita”, cuenta. “La onda es no meterse en problemas grossos y tratar de alejarse de la noche. ¡Pero lo demás es mejor que en la Argentina!”
¿A qué se refiere? A evitar que lo paren por la calle por alguna infracción o por papeles del vehículo: “Las leyes se cumplen, te guste o no”. No se puede tomar en las esquinas, ni en la vía pública, ni se puede comer asado en la playa, ni ducharse de a dos para ahorrar la ficha, ni dejar de pagar el seguro del carro y que te suspendan la licencia. O la juntadera de los condominios, donde no se puede poner la música fuerte después de las 11 de la noche. “Algún vigilante te manda en cana y acá no son gorditos sobornables”, cuenta el Futre. Y son ya demasiados los casos de argentinos presos por no tener papeles. “La salud es grave, lo demás está re-bien: todos esperando la amnistía. A mi hija la operaron de apendicitis y nos costó 18 mil dólares. Con láser por el ombligo, casi sin dolor. Por ley no te pueden preguntar si tenés plata o seguro: te atienden y después te preguntan. No se discrimina por religión, ni status, ni color. Aunque en la calle sí.”
“Ellos saben dónde estamos.” Después del 11-S, no hay extranjero que no esté siendo monitoreado por los servicios de inteligencia, a través de teléfonos, Internet y una supercomputadora espía llamada paradójicamente Echelón. Echenlos con Echelón podría ser el slogan. Los aeropuertos, las rutas interestatales, los trenes, las razas, el color de piel: ser extraño es peligroso en IuEsEi. Aunque por algún motivo expulsar extranjeros es complicado en un país con 30 millones de latinos (sigue creciendo con relación a la sociedad norteamericana). “Saben quiénes somos, dóndeestamos. Mientras no andemos metidos en líos va a estar todo bien”, dice el Futre.

A ritmo perdido...
Después de Estados Unidos y España, viene Italia, el resto de Europa, los países y el mundo. Siempre hay un argentino detrás de un mostrador en Burkina Faso, en el pasaje de Varanasi que da al Ganges, en las escolleras irlandesas o en algún recóndito punto de Sudáfrica. Se escucharon noticias del que se fue a Japón, sin conocer el idioma, sin tener papeles y todavía trabaja –nadie sabe cómo hizo– en la línea de montaje de la fábrica Toyota. ¿Qué hace? “Pone cositas en los autos”, contó un confidente que lo llama cada tanto. Parece, dicen, que una tal Miranda está en Jamaica, Vanesa en Kuala Lumpur (Malasia), que Andrea terminó de contadora pública en Nueva Zelanda aunque estaba interesada por la decoración de interiores, Guillermo está en Brisbane, Rubén en Panamá, Eduardo en Ucrania, María en La Habana y John Argerich manda un informe desde Suecia, donde el frío no se va. Y todos dispuestos a hablar, porque si algo tiene el argentino promedio (en un gran porcentaje porteño, pero no exclusivo) es su deseo de contar historias. Aunque algunos están volviendo, hasta el cierre agitado de este artículo, el No seguía recolectando historias de argentinos que fueron mezclando con el tiempo la consigna de hablar de su condición de ilegales con algo parecido a una especie de melancolía de aquel país que pudo ser y no fue.

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