Jue 14.03.2002
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Alto voltaje

› Por Roque Casciero

¿Hermanos o ex esposos? La duda es la comidilla de los tabloides británicos, que sirve para aumentar la atención mediática alrededor de The White Stripes, el extraño dúo guitarra-batería formado por Jack y Meg White. La prensa inglesa, siempre proclive a descubrir a “la mejor banda desde los Beatles”, propuso a estos dos vestidos de blanco y rojo como “la mejor banda en vivo del mundo”. “Nos dijeron que Inglaterra es un lugar donde te podés hacer famoso muy rápido. Y que la gente se olvida de vos después de un par de meses”, minimiza las exageraciones Jack, cantante y guitarrista. ¿Qué tienen de especial los White Stripes? Su música es una revisitación adrenalínica y juvenil del blues y el rock de Detroit, su ciudad natal. O sea, John Lee Hooker y los Stooges unidos; sonido vintage, crudo y espartano. Apenas una guitarra y una batería que han mantenido atentos a los que apostaron a los Strokes como la salvación del rocanrol. “No soy negro, no soy del sur y no estamos en 1930. No estoy interesado en absoluto en copiar sino en volver a contar la historia. Me parece que el resto de la música pierde el tiempo pensando en ser original o en ser el futuro. Bueno, no lo es. Esos instrumentos electrónicos, esos juguetes... La música ha sido melodías e historias durante miles de años, y eso no va a cambiar”, sentencia Jack.
El comienzo de la banda se remonta a 1997. Jack, que había tocado en The Go (un grupo del sello Sub Pop, el mismo de Nirvana), estaba en el altillo de su casa probando acordes cuando su hermana (eso dice él) subió y se puso a tocar la batería. “Nunca quisimos un bajista”, explica Jack. “Nos complicaría demasiado las cosas. Pero me gustaba la forma de tocar la batería de Meg. Ella nunca había tocado antes y me preguntó si debía practicar, pero le dije que no. Amo ese sonido básico. Es muy poderoso.” Un pequeño sello de Detroit sacó su primer single y éste atrajo la atención de una indie más grande, Sympathy for the Record Industry. Bajo esa etiqueta publicaron dos álbumes (The White Stripes, 1999, y De Stijl, 2000) que apenas les permitieron dejar sus trabajos regulares. La historia cambió con White Blood Cells, que tuvo la virtud de haber llegado al lugar justo en el momento indicado. “Parecía que nadie había escuchado música antes”, dijo Jack respecto de la desmesurada recepción de los ingleses.
Evidentemente, el hombre no se deja marear por la fama. Todavía toca con la guitarra que se ganó por moverle la heladera de lugar a alguien. “Si tuviera una Les Pauls flamante, un amplificador Solid State y equipamiento digital, serían demasiadas oportunidades. Prefiero seguir con un amplificador hecho mierda y una guitarra que se desafina, y trabajar con eso. Me encanta meterme en una caja, restringirme y partir de ahí.” Y tampoco cree que vaya a estar toda su vida vestido de rojo y blanco, los colores de la rabia y la inocencia: “Seguramente no seremos The White Stripes durante veinte años. Es mejor estar en esto durante un par de álbumes más y después dejar todo esto. Sólo somos dos en la banda, no tenemos tanto por hacer. En los próximos dos o tres años llegará un punto en el que esto habrá sido suficiente”.

En El salvaje, una película de la década del ‘50, Marlon Brando y sus compinches motorizados siempre andaban con camperas de cuero adornadas con las iniciales BRMC. Sólo una vez en toda la película se mencionaba el origen de tales iniciales, por eso tres jóvenes californianos debieron verla hasta el hartazgo hasta captar de qué se trataba. La pandilla de Brando se llamaba Black Rebel Motorcycle Club: “Buen nombre para una banda de rock”, habrán pensado Robert Turner, Peter Hayes y Nick Jago. Quienes, justamente, habían formado una banda de rock. Dos años más tarde, Noel Gallagher, Johnny Marr y Courtney Love se la pasan tirándoles flores. Y tienen razones de peso, porque el álbum debut de BRMC es una suerte de catarsis guitarrera repleta de feedback, con la batería opaca y el bajo bien gordo. Jim Reid y Kevin Shields pueden estar tranquilos: alguien aprendió las lecciones de The Jesus & Mary Chain y My Bloody Valentine, respectivamente.
“Me enamoré de una sensación dulce/ Le di mi corazón a un acorde simple/ Le di mi alma a una nueva religión/ ¿Qué le pasó a mi rocanrol?”, canta Turner en “Whatever happened to my rock’n’roll? (Punk song)”, el tema más furibundo del álbum. “La canción habla de cómo nos sentimos respecto de lo que hacemos”, aclara Hayes, el bajista. Es que los pibes son rockeros sin demasiadas vueltas: visten ropas oscuras, mencionan a los Stooges y a MC5 en los reportajes, y tienen más éxito en Inglaterra que en su país natal (igual que todas las bandas de guitarras en ascenso). “Nuestros shows son un poco más ásperos que el disco, por supuesto”, reconoce Hayes. “Pero grabamos todos los tracks básicos en vivo. No usamos pro tools y no hacemos loops. Así que lo que hay en el CD es lo que se ve en vivo. Porque los tempos suben y bajan en el escenario, y eso se nota. Si usáramos pro tools, se notaría. Eso arruina muchos shows. Si no, tenés que convertirte en un reproductor de DAT humano y nosotros no queremos hacer eso. Uno tiene que quedarse apegado a la vieja escuela del rocanrol, supongo.”
Hayes es el pibe de la escuela que tenía los discos correctos (T-Rex, Stooges) cuando lo conoció Turner, el cantante y guitarrista. “Nunca quise ser músico. Veterinario, médico o astronauta era lo que pensaba para mi futuro, pero nunca ser parte de una banda. Vengo de una familia musical, mi viejo tocaba en The Call. Supongo que me rebelaba contra eso: estar en un grupo de rock era la norma. Pero cuando conocí a Peter, que tenía tan buen gusto musical, fue natural que nos pusiéramos a tocar.” Con Jago en la batería, grabaron un demo, fabricaron 500 copias y lo mandaron a las radios, como cualquier banda independiente. El sello Virgin vio el potencial del grupo, pero debieron pasar dos años hasta que tuvieron el disco tal como lo querían. O sea, rockero, bien rockero.

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