Jueves, 16 de septiembre de 2004 | Hoy
LAS CASITAS DE RIO GALLEGOS: PROSTITUCION, FRIO Y LIBRETAS SANITARIAS
Esta es una historia que se desarrolla mañana, tarde y noche, bien lejos de Buenos Aires. Con un modelo que remite lejanamente a las “vidrieras” de Amsterdam, pero en el sur de la Argentina. Allí están las mujeres que venden su cuerpo a módico precio, en un modesto barrio de casitas, detrás de ventanas que las protegen del frío. Iluminando con linternas cuando la luz del día desaparece.
Por Mariano Blejman
Desde Río Gallegos
”¡Dale, haceme
un descuentito...! Si los dos somos puntanos. Te compro otro trago, pero haceme
una rebajita”, dice un rubio de pelo largo totalmente desaforado, entonado
por el alcohol. Dos nativos de San Luis se encuentran, a ambos lados del mostrador.
Del lado de afuera, el hombre, necesitado, está amparado por el calor
que produce adentro tener tanto frío afuera. Del lado de adentro, la
mujer, necesitada, vende su cuerpo al mejor precio posible. Se encuentran en
Las Casitas, la zona roja de Río Gallegos, a 2500 kilómetros de
sus lugares de origen. A 2500 kilómetros de Buenos Aires, también.
Será por la lejanía, por el aire del sur, por la falta de ozono
en el ambiente: nadie es quien dice ser en el barrio de dos cuadras de Las Casitas,
un terreno lleno de cuerpos acurrucados entre secretos propios y ajenos. La
profesora de Historia, por ejemplo, se hizo madama; la correntina, que dice
trabajar en un bar, atiende con su cuerpo. La que parece trabajar, en verdad,
sólo calienta clientes: no la toquen. Las Casitas podría ser una
más de esas zonas rojas pueblerinas, pero es más que eso. Nada
es igual aquí.
Las chicas tienen libreta sanitaria, les hacen controles rutinarios, acatan
una disposición municipal que les dio una zona de trabajo. Igual, cuando
oscurece, todo se transforma dentro de Las Casitas: los abogados, los diputados,
los profesionales, los pibes, hasta las chicas, dejan de ser quienes son para
convertirse en otra cosa al amparo de la libido más austral del continente.
No necesariamente todo se trata de sexo. Algunos van sólo a tomar un
trago, como si fueran de tapas. En el barrio Belgrano de Río Gallegos,
a 10 minutos del centro, las trabajadoras sexuales se amparan en su pseudo legalidad
para guarecerse del frío y, finalmente, dar calor. Llegan como golondrinas
congeladas hasta el sur desde Mendoza, Chaco, San Luis, San Juan, Corrientes,
Córdoba, Tucumán, y se van quedando. Las Casitas son dos cuadras
de tierra, casas de vidrieras oscuras, mujeres que alumbran como cazadoras buscando
encandilar su presa.
La profe
Durante el día, Las Casitas es un barrio normal. Marisol supo ser profesora
de Historia, aunque desde hace cinco años regentea un lugar. “Son
casas independientes, la mayoría alquila. Algunos tienen varias casas
repartidas”, cuenta mientras abre la puerta de su morada para contar, y
al mismo tiempo baldea los pisos de cemento despintado. “Vine por otro
trabajo, era azafata de barco y me quedé por los buenos puntajes para
ser profesora de Historia. La mamá de una alumna mía tenía
casitas. Nos hicimos amigas, y me dijo que lo trabajáramos juntos. Después
decidí ponerme sola”, relata Marisol. Las casas suelen tener livings
grandes, espejos de colores en el techo, y hasta una bola de cristal. En La
Mary, una máquina pone música gracias a las monedas que caen en
una ranura que se parece demasiado a un vientre. En el fondo, cuatro camas sin
decoración sirven para lo de siempre y un baño mínimo es
el lugar de limpieza. Se podría decir que los hombres entran y salen
del mismo modo que sus cuerpos se funden con sus anfitrionas. El barrio estaba
más cerca, pero lo fueron alejando. Y ahora lo quieren llevar cerca del
aeropuerto. Ese mismo aeropuerto que durante la guerra de Malvinas, en 1982,
veía salir los aviones de a cinco, y observaba cómo volvían
de a tres, pidiendo pista de urgencia.
Las Casitas están aquí como caídas del cielo, en una versión
aggiornada de Hansel y Gretel. Las chicas se perdieron por el bosque árido
de la Patagonia y alguien les abrió la puerta para cobijarlas. Ahora
tienen que laburar. Marisol se trajo dos chicas de Mendoza, otras de Córdoba,
otras del Chaco. “Tengo refugiadas de todas partes.” Pero no es un
refugio político, claro. Es una guarida de identidad. “Estamos legalizadas:tenemos
libreta sanitaria y documentación, y estamos afiliadas a un sindicato,
con obra social. Río Gallegos tiene problemas con las chicas que vienen
escapadas. Nos hacen exámenes de HIV y estudios completos. Pero no todas
trabajan con libretas.” Cada tanto alguna requisa oficial aparece en busca
de documentos, narcóticos, o menores. Cada tanto encuentran algo, pero
por lo general sólo cuando la policía quiere.
El enamorado
En el barrio donde todas las miradas tienen dueño, algún turista
enamorado aparece a disturbar. A Marisol no le gusta que sus mujeres tengan
relaciones con hombres. Relaciones estables, aclara. Las Casitas factura hasta
mil pesos por noche. Las copas salen de 6 a 10 pesos. La Emilia, bar pool trabaja
desde las once de la noche hasta la madrugada. Marisol se encuentra cada noche
con alumnos, profesores, secretarios, directores. “Sin Las Casitas, Río
Gallegos no sería igual.” Porque cada noche las chicas cargan pilas
para las linternas que alumbran vidrieras de Vivi, Casandra, Estela, Marga,
algunas de las 20 casitas de entrada pedregosa, con autos que se amontonan en
la puerta deschavándose por la chapa. “Esto es contenedor. Acá
sabés quién es quién”, cuenta Vivi. Se sabe quién
cobra 30 pesos, quién vale 150; la que hace pases dobles, la que tuvo
la historia con el “Gitano”, el que dice sacar rubias del pozo. La
más linda no siempre tiene onda.
Además de los locales, los extranjeros llegan al puerto en barcos internacionales:
norteamericanos, japoneses, venezolanos, colombianos. Los petroleros acercan
más clientela, además de los camioneros o la gente del campo.
También llega el comisario, el gerente, el diputado. “Algunos políticos
llegan, piden que se cierren las puertas y pagan una noche completa para todas
las chicas”, cuenta la Dorys. El público va de los 19 a los 30 años,
pero la edad crece con las horas. La primera copa es de ellas, y se quedan con
el 75 por ciento de los pases. Marisol descubre códigos, formas de hablar,
de vestirse, apenas ve a una nueva. “Se nota si es recién llegada”,
dice. Pero cada cuerpo presente tiene un conflicto oculto.
El verso habitual del hombre al oído sudoroso ofrece sacar a las chicas
de la noche. Todas desean evadirse. “Y las chicas están carentes
de cariño. Pueden ganar 200 pesos por noche, pero no saben cambiar de
vida. Ahora los precios están estrictos, porque el Sindicato de Mujeres
de la Noche controla”, cuenta Marisol. La madama se curte en Las Casitas
sacando también radiografías de hombres: el que va a consumir,
el queer encubierto, el fiestero que pide de a tres. “Los veo entrar y
sé si van a gastar. El mejor cliente es de afuera. Los de acá
se deslumbran y no tienen un mango, los de afuera se gastan el sueldo en una
noche.”
El mañanero
La vida de Las Casitas se vuelve evidente de día. El problema habitual
es cómo esconder la chapa del auto a la mañana, cuenta Ernesto,
uno que ha pasado a “saludar” a las chicas antes de ir a trabajar.
“Este pasa antes de ir al trabajo, tiene familia, pero se da un pase, y
sigue de largo”, aún se sorprende la Dorys por lo bajo. Las Casitas
son una rareza en la prostitución más o menos organizada de la
Argentina. “Esto es como Alemania, como Holanda, tenemos vidrieras, chicas
que apuntan con linternas”, dice Yolanda, que vino de Salta, distante a
3412 km de aquí. Pero Dorys y Patricia se llevan bien. La Dorys viene
de hacer las compras, baja de un remise con bolsas de supermercado. Un caro
supermercado que cobra el flete de productos fabricados a 2 mil kilómetros
de esta zona. “Pasá pibe, ¿qué necesitás?”,
interpela. Ni se inmuta, acostumbrada a recibir hombres. Dentro de su mansión
espeta: “Una está acá porque quiere. Pero es cierto que algunas
están atrapadas”, se desdice un segundodespués. La solidaridad
es cuestión de carne. Hace unas semanas, Mimí (que trabaja para
la Dorys) se enteró de que su padre estaba enfermo, grave, en Rosario.
Las chicas trabajaron una noche “a beneficio” para Mimí. Entre
todas le juntaron la plata y Mimí salió en avión a ver
a su padre.
“Me enamoré una vez”, cuenta Patricia, que se enganchó
con un policía. Patricia labura con Dorys, que desea salir cuanto antes.
Patricia intentó salirse: fue cocinera, trabajó de secretaria
comercial. “Pero la sociedad es verduga, tuve que volver. Mi pasado me
condenaba”, cuenta. “Estar legalizadas da tranquilidad. Pero yo quiero
que la Carolina me termine de estudiar”, avisa Patricia, quien pretende
una vida diferente para su hija. Dorys, en cambio, es lacerante sobre su futuro:
“Una trabajadora sexual tiene su argolla para dar de comer a sus hijos,
si no tenés hombre y en un tiempo se te ve fea, nadie te da bola. Por
eso puse mi propia empresita”. Dorys se pregunta cuál es la verdadera
puta en un rapto de machismo: “La señora o la prostituta. La que
le jura amor eterno y pone los cuernos a su marido sin cobrar, pero si se terminó
la plata se terminó el amor. O la que pone el cuerpo por unos pesos cada
noche sin deberle nada a nadie”.
La nieve
El problema de Las Casitas es cuando nieva y se hace difícil llegar.
¿Quién en su sano juicio puede pararse en una calle con 5 grados
bajo cero? Y una vez que se llega, ya nadie es capaz de irse sin consumir. El
barrio es una trampa que no atrapa cuando cada una se ocupa de lo suyo. La Dorys
dice que las chicas la quieren. El problema es con los otros. Hace tiempo una
se mudó y vino un gitano a buscarla porque le debía plata. La
Dorys encaró al “Gitano”, le preguntó cuánto
era y le pagó. “El trato de las dueñas es diferente, somos
estrictos, pero tenemos pactos de confianza.”
Margot, Marta o Vivi no se hace amiga de nadie. Y cuando vuelve a su provincia
no habla de nada. Todos saben que labura en un bar, y ella le hace ver lo que
ellos quieren ver. Pero en el atardecer de Las Casitas, el sol entra con frío
por las ventanas que a esta hora del día no necesitan de linternas encendidas.
Recién cuando llega la noche, las luces de neón iluminan ese paraje
patagónico donde todo sucede puertas adentro. Mejor dicho, donde todo
lo de puertas adentro no se evapora. Marina, por ejemplo, habla al oído
de los recién llegados, su función es que los clientes consuman.
Que consuman, de paso, su cuerpo cansado de recibir embestidas. A ella le gustaría
que todo esto termine. Su cabeza, cuenta, vuela por los aires cada vez que se
tira sexo arriba y viene uno cualquiera y se mete en su vida.
Río Gallegos tiene 80 mil habitantes, pero Las Casitas forman una isla
de calor en un pueblo congelado. Sin embargo, el “Colorado” cuenta
una historia que deja en claro que no todo es Amsterdam o Berlín en Río
Gallegos. Vino una noche con un amigo “sólo a tomar unas copas”,
dice, y Roxi le contó entre tragos al oído que se quería
ir, pero no podía. Que la habían llevado engañada, que
le ofrecieron trabajo y, cuando llegó al sur, el trabajo era abrirse
de piernas. No salió en los diarios, nadie la dio por raptada. Pero es
difícil salir de Río Gallegos. El “Colorado” le dijo
que la fuera a ver donde trabajaba, una casa de comidas. La chica durmió
detrás del mostrador y, en la madrugada, el “Colorado” le pagó
un pasaje al norte. Después apareció el “novio” de Roxi
a reclamar, pero el “Colorado” lo miró a los ojos, respiró
profundo y se hizo el desentendido.
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