Jue 10.03.2005
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LOS PIBES "CALLEJEROS" VUELVEN A CLASES

Secuela en la escuela

¿Cómo retomarán a clase los sobrevivientes, los amigos, los familiares, afectados por la tragedia Cromañón? Sin dudas, la ciudad tiene esquirlas inolvidables que llegarán hasta los colegios. Cuando todos vuelvan a sentarse en sus pupitres, nada será igual. “Era el único momento donde era feliz”, dicen. Mientras, el mito Callejeros sigue creciendo en estampitas, mochilas, cartucheras, carpetas y en la cancha.

› Por Mariano Blejman

Esta semana el rock terminó sus vacaciones. Las peores vacaciones de su historia. En éste número del No intentaremos meter la lupa entre las formas extrañas que adoptará nuestro mundo en adelante. ¿Cómo será la vuelta de las bandas a una Buenos Aires clausurada, que empieza a abrirse, pero dejará secuelas? Los grupos volverán a tocar, algunos boliches abrirán sus puertas (unos pocos ya lo hicieron), los pibes regresarán a la escuela, aunque faltarán algunos compañeros. Porque todavía nos duele horrores Cromañón. Los 193 muertos, los cientos de heridos del nuevo Año Cero del rock nacional, dejaron su estela indeleble. No sólo a los pibes que se fueron esa noche calurosa, ni a los padres que aún lloran ausencias inexplicables: a las bandas les duele tocar aún sin poder hacerlo. A todos nos hiere ese vacío de aquel día del fin del rock cromañón, esa forma cavernícola de concebir la música. Pero, ¿murió? Dos meses después, la ciudad sigue de luto impuesto a la fuerza, dejando afuera integrantes de una comunidad (la del rock) que podría haber tenido diferencias internas y externas –muchas y feroces–, pero jamás fue catalogada de asesina.
Y ahora llega un cross en la mandíbula: duelen los pibes muertos, un manager detenido, un cantante que lava sus culpas con sus primeras palabras en una radio que no dudaría en defenestrar su música y en acusarlo de no ser “humano”. El medio es el mensaje. Duele que el dueño de un boliche histórico del rock esté preso, acusado de cientos de homicidios, con ganas de matarse. Más allá de las responsabilidades, lo que duele es el estado de desintegración de la escena, cuando todos se reparten culpas, cuando todos parecen caer a la vez.
Le podría haber pasado a cualquiera, dicen; la banda sufrió con sangre -varios muertos en varias familias, vaya ironía del destino, algunos por haber estado en la zona VIP– las impericias de la cadena de irresponsabilidades; pero aquí están faltando culpables. La Justicia avanza a su modo, se verá si llega más arriba. Es notorio: los fans de Callejeros piden en los foros que la banda vuelva a tocar, compran útiles escolares con sus logos, adquieren remeras y mochilas. Algunos familiares, los que marchan, encontraron un modo de unirse en la desgracia: “Ni una bengala, ni el rocanrol, a nuestros pibes los mató la corrupción”, cantan cada jueves.
La corrupción del rock fue la principal impericia, pero algo se llevan aquellos que hicieron del negocio un lugar para el beneficio sin cuidado. Las reacciones que dan atisbos sobre lo que sucederá en el futuro se vieron días después. Era inevitable que sucediera con los primeros estertores de un movimiento que ahora parece quieto: los grandes festivales del verano fueron escenarios para figuras repetidas –Bersuit Vergarabat, Charly García, Vicentico, y una veintena de etcéteras que anduvieron de show en show (habría que preguntarse por qué repiten tanto las bandas festivaleras)– primero en aquel Villa Gesell con todas las cámaras de televisión sobre la arena. Porque eso fue: una arena de un circo romano con músicos como gladiadores que en vez de pelear tenían que portarse bien. Todo fue llevado al extremo: el rock no fue música sino un lugar donde medir la “seguridad” de las cosas.
Entonces no estamos seguros de que todo haya cambiado: el festival Oye Reggae en Córdoba estuvo en el límite, cuando un aguacero dejó un tendal de hombres que no podían escapar de la lluvia. El Cosquín Rock, días después, hizo imposible –sobre todo para periodistas– un acercamiento prolijo a sus medios de trabajo. El Siempre Rock fue conciso, dijeron los medios, y también el Campo Konex tuvo una organización envidiable, aunque no hubo lluvia ni fuego que pudiese probar las puertas de salida.
¿Cuál será la secuela? Esta semana comienzan las clases secundarias en Capital, y se debate el efecto que la tragedia provocará entre los pibes. ¿Qué pasará el lunes cuando el profesor dicte la lista de presentes y algunos no estén para decir que no pudieron salir? ¿Qué pasará entre los amigos, compañeros o entre aquellos que estuvieron esa noche trágica enCromañón, y sobrevivieron milagrosamente? Hay, entre ellos, una imperiosa necesidad de hablar, de estar en el lugar, de acompañar y dejarse acompañar, pero no por cualquiera: los pibes, dicen, no tienen quien los escuche de igual a igual.
Algunos psicólogos sociales escuchan sin juzgar. Rosana Fernández y Marina Calissano, de Intercambio, estuvieron en la Plaza Miserere desde el primer día, autoconvocadas. Los pibes se quedaron “porque no podemos volver a casa”, dijeron. Porque quieren “pedir justicia”. Aunque el pedido es confuso: “Que alguien vaya preso, que no se olvide lo que pasó”. Piensan que si dejan la plaza, nadie los recordará. En paralelo, un puñado de chicos, niños algunos, que sobrevivieron la tragedia, se juntaron para pensar el futuro. Sienten que sólo aquellos que mamaron la “cultura rock” puede entenderlos. Y nadie más alejado que las/los profesoras/es de las secundarias. Cuando comiencen las clases, el duelo dolerá más.
Pese a todo, la fidelidad de los fans de Callejeros aumenta. El mito sigue creciendo (en estampitas, mochilas, cartucheras, carpetas, en las canchas). “Era el único momento donde yo era feliz”, dicen los consultados en los rincones de cada marcha de los jueves. Esperaban el recital un mes, y el día del show salían muy temprano a juntarse con el resto. Ellos, dicen, no identifican a Callejeros con el lugar de “responsables”, los ponen a su par social y simbólicamente: aunque hubiesen estado arriba del escenario, aunque la Justicia llegue a dictaminar lo contrario, aunque salgan a hablar recién un día después de que su manager quede detenido. Las frases que piden justicia hablan de “nuestros callejeros”, “los sueños que se hundieron acá”, “no olvidar, siempre resistir”. Cromañón se convierte en un callo social, de dureza inmune a los sentimientos.
Nos duele, pero los músicos deben volver a tocar, la rueda tiene que funcionar no sólo por cuestiones gremiales: el rock no sólo sirve para pagar la luz, el gas, para viajar, comprarse autos y casas (aunque también es útil para eso). Sirve, o al menos servía, para gritar, enfurecerse, ofuscarse con las cosas que estaban andando mal. Tal vez sea el momento de volver a rockear en serio.

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