Jue 24.03.2005
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A 29 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO: LOS HIJOS DE EXILIADOS QUE NACIERON AFUERA

Un lugar en el mundo

Algunos esperan que sus padres los miren a los ojos para saber por qué se fueron. Otros se animan a hablar, pero les cuesta preguntar. También están los que no pertenecen a ninguna tierra. Muchos cumplieron la edad que tenían sus padres cuando tuvieron que escaparse por razones políticas. El contexto es distinto. Quienes crecieron en el exterior se preguntan dónde está verdaderamente ese “afuera”.

› Por Mariano Blejman

Clelia mira a su padre a los ojos, cada tanto, esperando alguna respuesta que no llega. No es que su padre haya querido enterrar el pasado, ni que ella no sepa nada. Pero le resulta más fácil hablar sobre esa época con su amiga Eleonora que con su padre. Ambas viven en Francia. Eleonora no se anima a preguntarle a su mamá, que llora cuando ve algún documental sobre la época en la televisión francesa. Valeria nació en Honduras, creció en México con amigos chilenos y uruguayos, y desea ver a su padre. Pedro encontró hace pocos meses a su hermano. Ernesto es legalmente un apátrida (sin país), Sabino no sabe muy bien qué tiene que hacer para poder viajar. Los dos llevan nombres con Historia. Pocos se animan a decir donde militaban sus viejos, como si no pudiesen hacerse cargo de un pasado que no les corresponde. Pero pueden hablar por ellos.
Una generación dislocada, habitantes de sus propios zapatos. Algunos nacieron en el exilio. Otros llegaron al mundo cuando la Argentina había recuperado la democracia, pero sus padres todavía no habían recuperado su país. A éstos, técnicamente, no se los considera hijos de exiliados, pero son sin duda fruto de una situación política que les cambiaría la vida para siempre, aun antes de nacer. Veintinueve años después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, que provocó una herida de 30 mil desaparecidos, muchos de los pibes nacidos en el exilio –o producto de ello– todavía no se animan a encarar a sus padres para preguntarles cómo fue que se fueron cuando tenían su edad, o apenas un poco más.
Porque cuando uno se va –o cuando lo fueron a la fuerza–, comienza a ser de ninguna parte. O de todas partes al mismo tiempo. No se es del lugar donde nació, pero tampoco de la tierra original. Una sensación de incomodidad invade la vida cotidiana. Si la vida no tiene una sola raíz, si el motivo del destierro es político, surgen retazos de una generación que desea, a veces más allá del propio interés de sus padres, seguir una epopeya que quedó trunca.
Sus hijos levantan banderas que parecen gastadas por el paso del tiempo, que sus viejos dejaron guardada en algún ropero. Levantan esa épica aunque recriminan métodos, amparados en la impunidad que ofrece el paso del tiempo. Este conjunto de historias recolectadas por el No son el fruto presente de los cuatro mil a ocho mil exiliados políticos de la última dictadura militar. Las cifras son disímiles, las más bajas corresponden a informes oficiales de la Acnur, mientras que la Comisión de Exiliados Políticos de la República Argentina llegan al doble. Pero no es disímil es el efecto causado entre los pibes “sin tierra”.

Volver de a poco
Eleonora Farade tiene 22 años y vive en París. Estudia español y este año verá las “dictaduras del Cono Sur”. “Vamos a hablar más de Chile, con el 11 de septiembre, que de la Argentina”, cuenta Eleonora, que nació en Francia porque ahí se encontraron sus padres. Su mamá Adriana tuvo que escaparse. “Ella no habla mucho. Ahora que tiene que hablar de su historia para los trámites para su estatuto de refugiado, pero le cuesta todavía.” Eleonora recibe datos de su pasado a cuentagotas, espera como una Penélope. En vez del amor, cose y descose la historia de su madre. Sabe que se tuvo que ir porque salía con un militante, que no estaban de acuerdo con el gobierno. Sabe que les pusieron una bomba en casa mientras ellos no estaban, entonces se fueron a lo de una amiga, pero era “muy arriesgado”. Sabe que el compañero de su mamá un día no volvió a casa y ella supo que tenía que irse. A él, hasta ahora, no lo encontraron.
“Cuando ve películas, mi mamá se pone a llorar. Me da pena.” Eleonora dice que el exilio siempre estuvo. Cuando era chica, Adriana “hablaba con amigas de la cárcel, no porque fuesen asesinos sino porque estaban contra el gobierno”. Está orgullosa de su mamá. “Me siento argentina.” Quiere vivir en Buenos Aires.
La teoría del caos funciona: un día, Pinochet se sube a un avión para internarse en una clínica inglesa y un francés se entera de las atrocidades de la dictadura argentina, inspiradas enmetodologías francesas. Una olla destapa la otra, y ahora, cada vez que algún hijo de exiliado habla de su pasado, todos saben a qué se refieren. “Con Pinochet se habló mucho. Hubo documentales donde mostraron que los franceses estaban implicados. Antes era como una vergüenza. Pero la vergüenza es que Videla siga viviendo normal.” ¿Y por qué no pregunta más? “Para no dolerla, no le pregunto nada. Hay cosas que nunca sabré y que son cosas suyas. Si no las cuenta es por una razón.”

Suecia es frío
Cuando Oscar Abrigo tuvo que escaparse, fue a dar a Bélgica. Aunque no lo pensaba, esa decisión traería efectos colaterales permanentes. Tuvo un hijo en Bélgica, cuyo documento dice “De origen argentino: refugiado”. “Con esa partida de nacimiento, hay que hacer un trámite como extranjero. Para la Argentina sos sueco, para los suecos sos argentino refugiado.” Ergo: sos apátrida, con un documento que empieza con 92 millones. Para Abrigo, es un escrache. “Criar hijos afuera es difícil: se perdieron a los abuelos, sus tíos eran nuestros compañeros. Se quedaron hasta los ocho, diez o catorce años y se perdieron su infancia. Cuando volvimos tuvieron que recomenzar.”
Ernesto Gerez tiene 24 y es apátrida. Nació en Estocolmo, vive en San Luis (otro país). No tiene lugar de nacimiento. No puede viajar hasta que pida residencia argentina. “Viví en Suecia hasta mis tres años; no tengo relación con los suecos.” Ernesto no puede viajar porque no tiene país. Hace poco, perdió la posibilidad de conseguir un trabajo en el Gobierno de la Ciudad porque no era argentino. “En realidad tendría que haber sacado la residencia antes. No la saqué de colgado que soy.” Así de colgados andan muchos. Sin ganas de asentarse en ningún lado. Como sus dos amigos que también nacieron en Estocolmo, a quienes no tiene que explicarles demasiado. De chico tampoco explicaba. “Igual reivindico la lucha de mis viejos. Es una cagada nacer afuera. Si hubiese nacido en esa época, hubiese hecho lo mismo que mis viejos. Aunque no milito en ningún lado.”
¿Por qué se fueron Nélida y Carlos, sus padres? Militaban en Montoneros, tenían un par de amigos desaparecidos. Salieron por Brasil, “pero no sé muy bien cómo llegaron a Suecia. Creo que por la Acnur”. Otra vez la duda. Cuando todo estaba resuelto, eternos interrogantes para uno que olvidó de olvidadizo, o porque tenía ganas de seguir adelante. Por cierto: ¿adivinen por qué se llama Ernesto? Dice que iba a ser Nicolás, pero sus padres encontraron un zar ruso y le pusieron algo más acorde a sus sentimientos. Ernesto, Guevara. “Reivindico la militancia, pero hay cosas de estructuras que no acuerdo. Aunque es fácil decirlo y no hacer nada.”
Lucía Gerez, hermana de Ernesto, tiene 27 y vivió hasta sus seis en Suecia. Volvió antes de la asunción de Raúl Alfonsín (si no lo recuerdan, es ese de los bigotitos que saludaba como aplaudiendo, que apareció junto a Maradona en el ‘86). Lucía fue al jardín con una maestra sueca que hablaba castellano. “Nos cuidaba una mujer uruguaya, también exiliada. Nos movíamos en ese ámbito.” De grande, cuando tenía 9 años, Lucía comenzó a pensar que podían venir a “buscarla” aun en democracia. “Con la rebelión carapintada tuve una escena de pánico. Tengo 27, mis viejos tenían 28 cuando se fueron. Los siento más grandes de lo que yo soy ahora.”

Vía México
Valeria es hija de Roberto Bardini. Tiene 26 años. Vive en Córdoba. Nació en Honduras. Creció en México. Un hermano todavía reside en Tegucigalpa, Honduras. Sus padres se conocieron en México. Su mamá se quedó embarazada en Costa Rica. El es periodista; ella, asistente social y cordobesa (las dos cosas son compatibles). Valeria muestra unas fotos hermosas: es una nena en Acapulco. Pero si esa foto pudiese hablar contaría otra versión: “Mi papá vive en México, yo en Córdoba. Nos vemos dos veces al año. Mi mamá se fue exiliada por su primer marido, él fue preso político y pudo zafar. En México se separaron. Mi viejo salió por Brasil, pero no sé muy bien, porque no hice tantas preguntas”.
Otra vez la falta de preguntas. Será que saber todo duele, aunque uno piense que el pasado de la Argentina se corresponde a un thriller clase B plagado de gabardinas. Valeria creció con su familia esparcida. “Tengo una adoración por México: los olores, la comida. De chica iba a un colegio de exiliados con chilenos, uruguayos.” Cada verano, Valeria visita a su padre (“cada vez una nueva novia”, cuenta). Hizo el último año de primaria allá, estaba cansada de un papá de vacaciones. “Siempre me estoy yendo.” ¿Y por qué se exilió Roberto? “No sé, que te cuente él mejor. Son cosas suyas.” Está bien. Valeria quiere conocer Honduras. “En algún momento voy a ir. Mi hermano me invitó. Ahora que trabajo en American Airlines, tal vez pueda conseguir pasajes.”

Otro país
Como se dijo: San Luis es otro país. Suecia, también. Algo los une: historias de exiliados. Sabino y Verónica Vallejo tienen 21 y 23 años, respectivamente, también nacieron en Suecia. Sabino, en agosto de 1983, así que técnicamente es hijo de exiliados. Si hubiese nacido en diciembre, para los organismos de derechos humanos sería un fruto del exilio, pero (con la vuelta de la democracia en diciembre de 1983) sería un mero inmigrante. Eran de la JP y estaban en contacto con Montoneros. Su papá estuvo preso tres años y medio. Vivieron cinco años en Suecia, así que salieron de la cárcel de su padre a la fría libertad escandinava.
Su viejo cuenta, pero él nunca prestó demasiada atención. “Para los suecos no soy sueco; pensé en buscar alguna oportunidad para ir a Suecia. Yo soy un nacido accidental.” Sabino lleva un legado en su nombre. “Me llamo así por el montonero Sabino Navarro. De chico lo tenía como un héroe a mi viejo. Con el tiempo se va perdiendo esa imagen. De todas formas, es un modelo a seguir: respetar los ideales, proteger la soberanía, buscar una sociedad más justa. No sé si la bandera es la peronista. Soy medio reacio con ese tema.” Sabino dice que por momentos se siente desorbitado, un poco producto del legado del golpe. Una vez, en la secundaria, contó que su papá era montonero y después fue y le relató a su viejo lo que había dicho. “Me sugirió que no lo dijera más, porque no quería que tenga problemas en la escuela.” A Sabino le encantaría conocer Suecia, “que está tercero como país con menor corrupción. Igualito que San Luis: acá tampoco podemos creer lo que estamos viviendo.”

La espera
Clelia tiene 20 años; nació en democracia, en París. Al año se vino a la Argentina. Sus padres decidieron volver a Europa después de un tiempo. Su mamá es francesa, su padre Claudio es argentino. Ahora viven en Bordeaux, al sur de Francia. “Creo que se fue en el ‘75, no recuerdo bien... ah sí, se fue en marzo del ‘76. Eso me contó. Se fue a Barcelona. Pero no quiere hablar de eso. Le duele un poco.” Clelia cuenta que su papá tiene muchos amigos que murieron en esa época y cuando mira documentales no le gusta, porque le hacen pensar en su pasado. Su papá es psicoanalista, y su mamá se ocupa de encontrar dinero para que los artistas encuentren trabajo.
Un día, Claudio miraba un documental y Clelia vio que su papá estaba llorando. “Por primera vez lo vi llorar. Le pregunté por qué, pero no quería hablar.” Tiempo después, Clelia viajó a la Argentina, a visitar a su familia de Padua, y sus tías le contaron algo. Esa parece ser otra costumbre: tal vez a los viejos –esos que eran unos pibes cuando parecían llevarse el mundo por delante, cuando pensaban que la Revolución no era una remera del Che– les resulte más fácil enviar a sus hijos a investigar el pasado a su país de origen, que contárselos ellos mismos. “Me contaron que mi abuela escondía los libros, mi papá también. Mi papá militaba contra la dictadura y un día vinieron a casa, detuvieron a mi papá, lo largaron. Y fue un período muy duro, mi abuela tenía mucho miedo.”
El dolor es permanente: “No quiero preguntar, porque le duele. Tal vez le hable más tarde, pero no quiero que se queje”. Hace poco le hablaron del libro Nunca más (el informe realizado por la Comisión de la Desaparición de Personas en 1984, que testimonia los casos de desapariciones, torturas y asesinatos perpetrados por los militares en esa época) y que quiere leerlo. “Cuando le conté, me dijo: ‘¿Qué vas a leer eso?’. Lo más extraño es que Clelia dice sentirse argentina, mientras su padre no se siente cómodo en ningún lado. “La Argentina es mi país, más que Francia. Quiero hacer mis estudios allá. Porque mis tíos son casi como padres, mis primas son mis hermanas, es muy fuerte la relación. Me siento bien allá, no puedo decirte por qué.” Estudia español para viajar a la Argentina, le gusta cuando llega a un asado y le gritan: “¡Eh, che! ¿Cómo estás?”. La vida cotidiana lleva una esquirla que no aparece en ningún documento. “Nunca nadie me preguntó demasiado. Creo que hablar es una forma de hacer el duelo, pero tal vez no sea la hora. Un día, él querrá hablar. Por eso estoy esperando. Si quiere contarme, estaré lista para escucharlo.”

Un aparecido

La historia de Pedro Nadal excede el asunto del exilio. Es hijo de Jorge Nadal y Norma Gonzales, nació en Francia en 1981. Viven en San Luis. El año pasado, gracias a su padre Jorge y las Abuelas, encontraron a un hermano perdido: Luis Nadal. Luis Nadal es fruto del primer matrimonio de Jorge Nadal, cuya mujer Hilda permanece aún desaparecida. No te desorientes; Jorge tuvo dos hijos con Hilda: Carlos –tenía tres años y jugaba en la calle cuando se llevaron a la mamá– y Luis, que desapareció junto a su madre hasta el año pasado, y reapareció con 29 años. No desapareció porque sí: alguien lo había adoptado, y la Justicia determinará si fue de mala fe. “Fue muy impresionante. Mi viejo tenía esperanza de que apareciera, pero tratábamos de calmar las ansias porque podía haber una gran decepción.” Habían pasado 29 años, podría haber estado en cualquier parte del mundo, pero estaba en Berazategui.
“Mi viejo lo buscó toda su vida, aun desde la cárcel. Anduvo por la Argentina, vio archivos, hospitales. Y es el fruto de su investigación.” Hasta hace unos meses, lo de su hermano permanecía en un círculo cerrado. “Cuando salió en la tele, mis compañeros de facultad no entendían un carajo. Es muy difícil de explicar. San Luis es muy chico y la gente siempre te pregunta cómo te llamás.” Jorge Nadal se casó con Norma, su segunda mujer. Pedro nació en Francia en 1981 y estuvo allí hasta 1983. “¿O hasta el ‘84? No recuerdo.” ¿Cómo podría, si tenía sólo dos años? El encuentro con Luis le cambiaría la vida. “Uno crece pensando que puede tener un hermano por ahí, uno cree habérselo cruzado o puede haber estado sentado con él en el colectivo. Pero de pronto aparece.”
El primer contacto fue cuando Luis viajó a San Luis para anunciar, en la universidad, que lo habían encontrado. En ese momento, Luis fue “San” Luis. “Cayó al gimnasio donde trabajo. No lo podía creer, es igual a Carlos.” Pedro “el francés” prefiere no contar demasiado por el juicio de “negación de identidad”. Sabe que su papá y la mamá de Luis pasaron cinco años de presos políticos y que pudieron salir al exilio. “Soy ciudadano francés, pero nunca pensé en irme. Este es mi lugar.”

 

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