Amsterdam y sus coffee-shops –los bares en los que se vende cannabis libremente– se incorporaron en las últimas tres décadas al circuito de atracciones indispensables para los turistas en Europa, acaso compitiendo para algunos con la torre Eiffel, el Big-Ben, el Coliseo romano y la torre inclinada de Pisa. En ellos, el pastito se elige del menú y se vende discriminado por cepas, orígenes, mixturas híbridas y con nombres comerciales o de fantasía. Y por poco más de 20 pesos argentinos, el mozo –si no se cuelga– lleva a la mesa del cliente el cigarro elegido, acompañado por una cerveza.

Pero la meca del mundo occidental para el turismo psicodélico podría tener los días contados, ya que el actual gobierno holandés, de tendencia política conservadora, y en sintonía con las “gentiles” presiones de la Unión Europea y los Estados Unidos, está endureciendo las leyes y el control sobre tenencia, compra-venta y cultivo de marihuana. Mientras los coffee-shops cumplen treinta años, hay quienes los ven como una especie en extinción y aventuran que, en cinco años, ya no quedará ninguno en Holanda. Las cifras, de tan decrecientes, son comparables con las de los osos panda, las bandas de rock con saxo o las canchas de padel: el número de pubs con expendio de “fumo” bajó de un pico de 1500, hace algunos años, hasta los 750 que funcionan actualmente.

Mientras algunas alcaldías ya prohíben la venta del vegetal en cuestión a los extranjeros, el debate incluye como nunca –qué duda había– a los réditos económicos que el turismo cannábico deja al reino de Máxima Zorreguieta. La provincia de Limburg, en el sur de Holanda, ya ha anunciado un plan piloto de cierre de todos sus coffee-shops, lo que seguramente variará el régimen de escapadas de fin de semana de sus vecinos fumones de Alemania y Bélgica. Sin embargo, muchos desconfían de la seriedad de esta política anticannábica holandesa, y suponen que sólo se trata de medidas momentáneas para tranquilizar a los inquietos representantes europeos y estadounidenses.