Jueves, 26 de mayo de 2005 | Hoy
UNA RECORRIDA EN LA COMBI DEL “TRAVA TOUR”
El creador del “Villa Tour”, Martín Roisi, redobló la apuesta con su visita guiada a la zona roja y casas de travestis, una variante atractiva para turistas de todo el mundo. Un cronista del No se subió a la camioneta y volvió para contarlo.
Por Julián Gorodischer
Se suben a la combi una rusa en busca de aventuras (Karjyn), un inglés curioso (Freddy), un cronista de la Time Out de Londres, una DJ colada y el inefable Martín Roisi, que se hizo famoso por sus tours a la villa (los Villa Tours) para europeos, y ahora redobla la apuesta con una excursión a la ciudad travesti, zona roja y casas de familia trava en Palermo y Lugano. Para horror del políticamente correcto, Roisi defiende su empresita turística, el Trava Tour, como un “aporte a la integración y la diversidad”. Aunque lo acusen de convertir la miseria en un zoológico, él dona parte de lo recaudado a comedores y comparte el beneficio con las travestis. Cultiva ese fascinante tono que entremezcla la parodia de sí mismo como antropólogo cimarrón y el afecto a sus criaturas, y en él nada suena ofensivo o hiriente. Y si en el paseo por la villa incluye morcipán, tertulia con vecinos y vista panorámica desde el puente, aquí deja abierto el desenlace con un sugestivo “algunos del grupo no volverán con nosotros”.
Por 60 dólares, el que se sube a la combi de Martín Roisi no goza sólo de su simpatía sino también de la música de Temerarios, conjunto mexicano cumbiero elegido estratégicamente para la entrada en calor. “Con esto van a sentir a la mujer que hay en todo hombre”, tira el conductor, mientras se escucha al cantante en falsete en plena autopista rumbo a la casa de Luisa Barbie. El inglés Freddy aclara desde el vamos que a él no le calientan las travestis, que es por pura curiosidad. A la rusita Karjyn le atrae, en cambio, ese rumor sobre travianas, último fetiche del tour a la zona roja: son parejas de travestis que se eligen para amarse y convivir, y entre ellas se bastan. Pero, antes, Luisa Barbie se revela como una esmerada ama de casa, cuidadosa de la deco de su chalet de Lugano, entrenada para no parar de hablar en chabacano, ese tonito como de pub gay que se inicia cuando dice: “La banana la como sin cáscara”, y se torna encantador combinado con la presencia de sus sobrinos en el living, su asumida condición de familiera, su don para posar y besar en las mejillas como haciendo una postura del Yoga Ashtanga. “Cuando me vienen a ver les aviso: Ay nene, mirá que acá es todo chiquito... para no decepcionar”, sigue como en un monólogo stand up que Martín Roisi estimula desde la entrada, convencidos los dos de que hay que empezar con un cross a la mandíbula del espectador. Se escuchan extrañísimas confesiones: “Lo mínimo, diez tipos en tres horas”, dice Luisa Barbie, decidida a que en este living no haya otra que reine por un rato.
El Trava Tour contempla una ley natural de compensaciones: al detallismo levemente escatológico de Luisa Barbie (que no casualmente recibe en una casa como de Heidi, para contrastar) le sigue el relato militante de Moira, alojada en el Hotel Gondolyn, en Palermo. El inglés Freddy espía en un cuarto ajeno y ve a tres chicas de 18 bailando semidesnudas frente a un espejo. “¡Qué bombón”, dice en su extraño cocoliche, que anticipa lo que pasará antes del final: lo perderemos. Moira es triste y llora a las que ya no están, porque se volvieron a sus pueblos en las fiestas pasadas y no tuvieron dinero para volver. “Hace diez años que sigo peleando”, sigue la colegiala Moira, de bucles, mini y corbatita que producen envidia en la DJ del Tour, Silvana Glam. “Customizame nena”, le pide a la trava (aquí no se las puede llamar de otro modo), y sólo ellas dos se ríen del chiste. Más cerveza, más confesiones íntimas de Martín Roisi (que, por decoro, no aparecerán) y algo de decaimiento en la rusa Karjyn, harta de la incomodidad de viajar sobre una goma. ¿Por qué pagan? “Conocer otra ciudad, saber más de ustedes”, dicen los ingleses ante la mirada con sorna de Martín que, por lo bajo, agrega razones. ¡Calentura! Los ingleses son antipáticos, y no hablan. O hablan entre ellos, y –se supone– despectivamente del resto del grupo. Martín Roisi los ignora, aunque sean los únicos que pagan. La cita con Flor, en su PH de Godoy Cruz, cambiará el humor de todos.”¡Qué delantera!”, la saluda Freddy, y ella confiesa la impostura. “Sólo hormonas y push up.” Planea la operación, que Martín filmará como en el reality para hacer de eso un video privado. “Pero, nena, si no necesitás...”, la consuela la rusa, y Flor entra en un estado de shock, mirada al cielo, pucherito: “¡Lo necesito!”. Martín interviene aclarando que cada uno sabe lo que es mejor para su vida, en ese tono de moraleja galáctica a lo Jedi que vuelve constantemente en el Trava Tour. Esta no es la galería de freaks para estar a la moda, ni el circo preparado para embolsar una buena tajada. “Una enseñanza de vida”, concluye el grupo cuando abandona la casita de Flor. Ella es una enamorada contrariada que recupera el ideal romántico, y está a cargo de uno de los clímax del Trava Tour. Sería imprudente revelarlo, porque el próximo visitante perderá la sorpresa. Pero es imposible callarlo: la cosa empieza cuando Flor dice que ama y no recibe a cambio, que quiere mostrar el video de su objeto de deseo, que ahora verán... Y en pantalla aparece Lorena, otra travesti hermosa que la dejó por otro, y se inaugura oficialmente el concepto de traviana. “Es lo nuevo, lo que viene”, dice Martín sobre la pareja. Estará contento si el que termina el Trava Tour agrega un casillero a su red de orientaciones sexuales: travestis lesbianas. “Me fascina esto”, dice la rusa Karjyn, visiblemente impactada por la novedad.
A diferencia del Villa Tour, que estimula a cantar entre todos letras de Damas Gratis, en el Trava Tour sobrevuela un halo vergonzante que deriva en un silencio incómodo. En la combi rumbo al Rosedal, ahora, nadie habla con nadie. La mayoría, confiesa Martín, se siente en falta, como si los pudieran pescar in fraganti, como si no quedara bien la curiosidad que no se concreta en acto, el acercamiento que no se anima a salir de una combi blindada. A pesar de la lluvia y el frío, una se abre el tapado y abajo no hay tanga. Martín cuenta que la mayoría de estas chicas funciona sexualmente como sujetos activos y, presionado por la avidez de la rusa Karjyn, traiciona un secreto de la delicada Flor: “La tiene gigante”. El grupo sigue saludando travestis por la ventanilla, recibiendo la gastada, y hasta probando a tocar una teta para comprobar la blandura. Martín es discreto a la hora de contar ausencias. Pero la DJ, indiscreta, habla fuerte y dice que “todavía no nos vayamos... faltan los ingleses”. No hacen falta réplicas ni aclaraciones. Sonrisa pícara, guiño al cronista y... el motor arranca. En la intimidad de un comedor de travestis, degustando una hamburguesa con cebolla y huevo (¡una fritanga!, se queja la DJ Silvana), Martín Roisi exhibe los hilos de su yo sensible, su condición de esmerado padre soltero, sus donaciones a la villa y su hermandad con las travas a las que define como su gran familia. Antes de la despedida, dan ganas de pedirle los teléfonos de Luisa Barbie, Moira y Flor para que se cumpla aquella muletilla de todo viaje en compañía ocasional: que no se corte en Buenos Aires.
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