OASIS, COLDPLAY, GORILLAZ Y THE CORAL
Casi en conjunto, salieron cuatro poderosos discos británicos. La paradoja de Oasis es que de tanto mirar atrás –Beatles, Stones, Who, Pistols– ahora su propio pasado hace de referencia. Coldplay quiere hacer un disco tan válido como Sgt. Pepper, Ok Computer o The Joshua Tree. The Coral busca su propio Pet Sounds. Lo de Gorillaz sí es novedoso: ellos quieren ser más grandes que King Kong.
POR ROQUE CASCIERO Y JAVIER AGUIRRE
Cuando apareció el tercer disco de Oasis Be here now, sucesor de los exitosos Definitely maybe y (What’s the Story) Morning Glory?, la expectativa era tal que la contratapa del CD mostraba un calendario con la fecha de salida del álbum: jueves 21 de agosto de 1997. Hoy parece una broma agria; Oasis ya no es LA banda de rock, y el nivel de sus discos dibuja en el aire un tobogán (¿quién recuerda cuando Gallagher 1 y Gallagher 2 invitaban a boxear a Lennon, Jagger, Einstein, Napoleón y Alá?). Ahora que el tobogán los depositó en el arenero, el sexto disco del “dúo” –con perdón del baterista invitado, Zak Starkey, hijo de Ringo Starr– invita a un ajuste de cuentas. Todo hace pensar que los Oasis no serán, al final, los nuevos Beatles. Pero desde el gallagherato del 1995 en adelante, ¿cuántas otras bandas de rock alcanzaron un tope comparable de popularidad y excitación? ¿Strokes, White Stripes, Coldplay? ¿Cuántas wonderwalles les regalaron a las madres y tías del mundo que escuchan desde la cocina el rock que llega desde la pieza?
Para referirse a ese sexto disco, Don’t Believe the Truth, los hermanos de Manchester han vuelto a su discurso usual, que hoy suena tan creíble como el de Nito Artaza: “Es el mejor disco desde 1995”, dice Noel. “Es kilómetros mejor que Morning Glory”, dice Liam. “Todavía somos la mejor banda del mundo”, dice Noel. “Podría sentarme entre Elvis y Lennon, y no me sentiría fuera de lugar”, dice Liam. Sin embargo, también hay autocrítica. A los 38 años y limpio de drogas, Noel se queja del “sínoelismo” de hace tres discos, cuando todos a su alrededor lo alababan y nadie aportaba objeciones: “Estoy enojado por haber dado cosas por seguras. Yo mostraba las canciones nuevas, que había escrito en cinco minutos, y todos me decían que eran buenísimas. Empecé a creer que era un fucking genio”.
Don’t Believe the Truth no es genial, ni está al nivel de aquellos dos primeros discos. Pero tampoco es ruidoso, exagerado y panzón como los episodios 3, 4 y 5. Liam es “kilómetros mejor” cantando que componiendo (ni siquiera luce su Guess God Thinks I’m Abel, quizá dedicada, casi en plan reality show, a la relación con su hermano).
Noel sólo escribe la mitad de las canciones; pero su mitad es la mejor. Se inspira a la hora de cantarle al ocio en The Importance of Being Idle -”La importancia de estar al pedo”, diría un traductor banana–, roba con cara de piedra en Lyla –un semiplagio a Street Fighting Man de los Stones... que Oasis ya grabó como cover–, rockea en Mucky Fingers y ofrece una de sus melodías más emotivas en Part of the Queue. Y las letras (¡oh!) ya no se llevan al mundo por delante a los cervezazos sino que buscan explicaciones, denuncian promesas rotas y admiten la sensación de estar perdidos. La paradoja de Oasis es que de tanto mirar atrás -Beatles, Stones, Who, Pistols– ahora su propio pasado es su referencia. No han vuelto a lograr la línea de sus dos primeros discos, de 1994 y 1995. ¿Hubo antes de Liam Gallagher alguien que se convirtiera en dinosaurio del rock a los 25 años?
Si se lo piensa bien, hace apenas tres años, Chris Martin era apenas un aspirante a ocupar el hueco que Thom Yorke había dejado vacante cuando Radiohead decidió abandonar las canciones e interesarse en la experimentación. Coldplay, la banda de Martin, había aventajado a Travis gracias al hit Yellow, que le había permitido facturar varios millones del disco Parachutes. Entonces el cuarteto entregó un segundo álbum llamado A Rush of Blood to the Head, de una madurez y un vuelo creativo notables, y todo cambió para Martin. Y no sólo en términos de estrellato rockero y de influencia (¿cuántos mini Coldplays más deberemos bancarnos?): el mismo tipo que confesaba que era mayorcito cuando dejó de ser virgen se casó con Gwyneth Paltrow, una de las chicas más sexies de Hollywood, tuvo con ella una niña llamada Apple, y juntos vivieron felices y comieron perdices, como en los cuentos de la abuela (pero con molestos paparazzi, claro).
Y esto nos deposita en un pasado más cercano en el que, además de ocuparse de campañas como Make Trade Fair (para que el comercio con los países del tercer mundo sea justo) y de prepararle la mamadera a Apple, Martin se juntó con sus compañeros para darle forma al tercer álbum de Coldplay. La gestación fue el doble de larga que la de su hija: 18 meses. Pasó que el cuarteto ya tenía listo el disco pero, después de una escucha concienzuda, decidió rebobinar. “Nos alejamos de nuestros asistentes y técnicos, y volvimos a ser nosotros cuatro, sin estatuillas doradas ni discos de platino a la vista”, explica Martin. “No llegamos en autos con chofer. Tuvimos que despojarnos de todas las cosas que nos sostenían y fijarnos si el ruido que hacíamos los cuatro en la sala era excitante.”
Hacía tiempo que la aparición de un disco no generaba la ansiedad que provocó X&Y. En el medio, Martin se dedicó a nombrar supuestas nuevas influencias como Brian Eno y Kraftwerk, que finalmente son casi imposibles de rastrear en el producto terminado. Y aunque aparecen algunos colchones de sintetizadores (en especial de un teclado que había comprado el fallecido padre de Paltrow), el disco no hace sino estilizar la fórmula de A Rush...: emotivas baladas con algún componente épico que provoca inmediatos deseos de levantar la llamita de un encendedor en un estadio.
Sólo la calidad compositiva hace que las canciones sean algo más que edulcorante melancólico para chicos y chicas Palermo Hollywood. Low, por ejemplo, pone demasiado en evidencia el deseo de Coldplay de convertirse en el próximo U2 (si hasta parece que cantara Bono...). En términos comerciales, el cuarteto parece bien encaminado: el single Speed of Life debutó dentro del Top 10 del chart norteamericano, algo que no sucedía desde los Beatles, y el álbum ganó lo más alto del podio en Inglaterra, postergando a los de White Stripes y Oasis. “Después de la masividad, no querés transar en absoluto”, asegura Martin. “Todo lo que queda es el hambre artística. Lo único que me interesa en este momento es hacer algo tan válido como Sgt. Pepper, Ok Computer o The Joshua Tree. Básicamente, para aprovechar la oportunidad que se nos ha dado.” ¿Habrá elegido Coldplay el camino correcto?
“¡Mozo, hay un gorillaz en mi sopa!” Todavía no hay ningún chiste que empiece así. Sin embargo, buena parte de los televisores, las radios, las mochilas y los platos de sopa del mundo están en este preciso instante albergando a esos dibujitos tiernos y a la vez sórdidos, caras visibles de esas cancioncitas cándidas y a la vez gangrenosas. Gorillaz empequeñece aquel debate del rock argentino sobre la credibilidad-verosimilitud-identificación que quien está arriba del escenario le debe a quien está abajo. Si el cantante ya es como el juez de línea, ¡está dibujado! ¿Quién va a reclamarle al Ratón Mickey que pruebe tener aguante? ¿Quién va a ofenderse porque los Thundercats viajen en limusina? ¿A quién le importa si Bob Esponja cena en Puerto Madero?
El impacto por la “idea” Gorillaz –ah... la banda virtual– quizá nunca se disuelva del todo. Encima, los dibujos de Jamie Hewlett siguen siendo buenísimos y la música de Damon Albarn no falla: pedacitos de canciones, voces supercreíbles, sonido propio de Lucasfilm, climas a lo Moby, ritmos que cambian como para no dejar a nadie afuera... y lo logran.
No sorprende que, al lado de un producto tan trabajado, sentido, agudo y equilibrado como Gorillaz, Blur se borronee y su futuro permanezca en tinieblas casi tan espesas como las de ese escenario devastado y moribundo que propone la banda de los dibujitos animados. Damon ya llamó públicamente a su ex socio, el guitarrista Graham Coxon –que se autoexcluyó de Blur desde hace seis años– y se puso a su disposición para ver si la banda icono del britpop no grasa todavía tiene aire como para reencontrar el camino. Pero Graham está en otra cosa. Y Damon, en realidad, también. Gorillaz resultó un éxito desaforado (6 millones de discos vendidos... ¡como toda la población de Bolivia!), hasta el estudio cinematográfico hollywoodesco de DreamWorks ofreció una fortuna para llevarlos al cine... Como para no golpearse el pecho atribuyéndose la paternidad de la criatura y autohomenajearse con el juego de palabras que titula al nuevo disco, Demon Days, que significa “días del demonio”, pero suena como “días de Damon”.
El segundo álbum de Gorillaz da un poquito de miedo. Sus mensajes de parcial optimismo apenas parecen avisos comerciales que se cuelan -fugaces como una fugazza para comer entre ocho– en un marco espantoso y humeante. No se sabe qué es una canción y qué es un efecto sonoro; dónde empieza la mágica emoción artística y dónde termina la fría decisión comercial. Pero, claro, hay canciones como Dare –con voz del ex Happy Mondays, Shaun Ryder–, Dirty Harry o el hit Feel Good Inc. que parecen un reparador rayito de sol que se filtra por la ventana en el castillo de Drácula. Y, se sabe, un flash de belleza justifica un siglo de Crónica TV.
“Cosmic Scousers”, liverpoolenses cósmicos: la etiqueta quedó pegada en las espaldas de los siete integrantes de The Coral apenas dieron a conocer su epónimo álbum debut. La tendencia de los muchachos a fumar mucho porro y a crear climas pletóricos de psicodelia como no se escuchaban desde los ‘60 justificaba lo de “cósmicos”. Pero no surgieron en la misma ciudad que los Beatles o sus bienamados Echo & the Bunnymen. No, no, los muchachos son de Hoylake, un suburbio del norte de Inglaterra, aunque el cantante James Skelly todavía debe tener lágrimas en los ojos por la remontada de su Liverpool FC en la final de la Copa de Europa. De todos modos, cuatro años después de la aparición del primer disco de la banda, y con otros tantos trabajos en las bateas, ya es hora de que el mote desaparezca para siempre. The Coral ha destilado influencias y, aunque todavía suena retro (retro Merseybeat, no garage made in Detroit), The Invisible Invasion es el trabajo de una banda madura e imaginativa. Nada mal para unos pibes que no superan los 25 años y que reniegan cada vez que tienen que dejar su ciudad para cumplir con ese molesto laburo de estrella de rock en algún lugar del planeta. “Si hubiéramos seguido de gira con alguno de nuestros discos, me hubiera vuelto loco”, confiesa Skelly. “Empezás a delirar: tomás drogas y alcohol, y malgastás el dinero porque estás caliente por tener que tocar las mismas canciones durante dos años. Dejás de sentirte humano. Salir de gira se hace muy aburrido.”
A Skelly le gusta repetir frases como “somos los mismos de siempre” (¡como La Renga!) o “nadie va a comprar nuestros discos por las ropas que usamos”. E insiste en que, a pesar de sus esfuerzos para escribir sobre otros temas, al final termina pintando su aldea costeña. “Nosotros no salimos mucho, somos un poco ermitaños. Sólo nos gusta sentarnos cerca del equipo de música y escribir canciones”, afirma el cantante. Pero si en el humeante mundo de The Coral hay elementos que permanecen inalterables, otros han evolucionado. Por ejemplo, la producción de Geoff Barrow y Adrian Utley (o sea, Portishead sin la cantante Beth Gibbons) ha ayudado a que los Coral hagan foco en la composición, sin la necesidad de meter cuanto estilo musical o ruidito extraño tengan a mano.
Todavía suenan demasiado psicodélicos como para atraer a los fans de Beyonce (¡menos mal!) y las letras aún se nutren de un hermetismo cannábico (“¿Podés bailar con los leprosos en la casa del loco?”, machacan en Arabian Sand), pero las melodías cada vez son más contundentes y atractivas. “Hemos afilado nuestro estilo, pero todavía hay mucho por venir. Sólo hemos arañado la superficie. Los Beach Boys tardaron hasta el quinto álbum para hacer Pet Sounds. Y eso es lo que queremos: nuestro Pet Sounds.”
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