JINGLES PUBLICITARIOS O HISTORIAS DE MUSICA PARA CONSUMIR MAS
No llenan estadios, pero llegan a todos los públicos. Sus obras son efectivas y rápidas, aunque, a fin de cuentas, los temas no les pertenecen. Son músicos que ofrecen su carisma al mejor postor. Las agencias nutren el mercado de espíritu adolescente y el rocanrol sigue dando frutos cuando se trata de comprar.
POR MARIO YANNOULAS
Hace décadas, unos desfilaban por el under porteño, otros tocaban en un salón para una quinceañera después de actuar a estadio repleto, o iban a la escuela y hacían ritmos en la computadora, o estudiaban comunicación sin saber que su vida dependería de un manojo de canciones de diez segundos. Algunos tuvieron contacto con los popes del rock de aquel momento, mientras que ahora son parte de la nueva generación electrónica. Son los que debieron ahogar su veta más artística en función de la rentabilidad que de otro modo no podían alcanzar. Son autores de tantas melodías intrusas, de esas que silbás bajito por las calles casi sin darte cuenta. Ellos son los músicos publicitarios argentinos: vendedores de sueños que inventaron otros. En esta nota, los productores Sergio Garrido, Camilo Iezzi, Riki Saúl, Luis Donati, Eduardo Zvetelman, los jingleros Miguel Loubet, Fernando Dimare y Cosme Argerich, publicista, reflexionan sobre el fenómeno.
Sergio Garrido, secretario de la Cámara Argentina de la Música Publicitaria (CAMP) que hoy cuenta con casi noventa socios, y titular de Indigo, narra su iniciación: “En los ‘80 tenía una banda pop que se llamaba Prismático, tocábamos con Virus y Soda Stereo. Como no podíamos grabar un disco, buscamos una veta comercial en la publicidad”. Es que, además de recibir plata extra y de no tener que depender del dudoso olfato de un productor, en publicidad la ganancia no suele dividirse por cuatro o cinco sino por uno. Es más rentable, no hay dudas, pero hay que adaptarse a los tiempos que corren y nutrir el mercado dándoles a los jóvenes lo que quieren: rock and roll, fiebre y electrónica.
Camilo Iezzi recorre orgulloso su bunker minimalista y exhibe los estudios de CCCI. Ahí, los jóvenes creativos juegan ping pong dentro de una pecera mientras piensan melodías gancheras, con onda. En uno de los estudios, donde se graba la música para el comercial de un champagne, una voz femenina muy sensual desliza un francés casi perfecto. Luego se calla y pide disculpas en porteño: “Salió una cagada, vamos de nuevo”. Iezzi conoce bien la profesión: “Los artistas deben construir un personaje. La publicidad es un buen camino para hacer música sin recurrir a eso”, dispara. Aclara que, en esta profesión, se corre el riesgo de caer en la estética de Todo x 2 Pesos: “Entre los pibes está de moda el humor irónico, se toman todo en joda, por eso es difícil hacer un jingle cantado sin apelar a lo gracioso”.
Los músicos publicitarios están atrapados entre el arte y la venta, entre la idea más pura y las fluctuaciones del mercado. “En publicidad, el arte está subyugado a la comunicación, se usa como herramienta para generar una empatía con el potencial cliente.” La voz es de Riki Saúl, que no es músico pero dirige Raya: “Yo puedo decirte ‘Comprá esta cerveza’, o hacer una música que te represente para transmitir mejor el mismo mensaje”. Si los jóvenes hoy compran la imagen de la cultura stroke, habrá que buscarle una música a tono para ver unos billetes más. En CCCI se obsesionan por no perder el ritmo y seguir de cerca los avatares del mundo moderno. Uno de ellos mira MTV minuciosamente en busca de nuevas tendencias que brinden ideas frescas para trabajos futuros. En una era donde los grandes eventos están firmados por compañías, “toda la música tiende a ser publicitaria, porque siempre te está vendiendo un producto”, dice Fernando Dimare, jinglero de última generación que trabaja para Raya.
Hoy, la tendencia para vender más entre los jóvenes es buscar referentes. Ahí surge el dilema de la copia, la cara más gris de la música publicitaria, en la que la pauta de “darle una onda Eminem” proveniente de las agencias puede transformarse en un juicio, advierte Garrido. Iezzi da su solución: “Si me piden algo así, yo sólo puedo contactar al músico original y pedirle el tema, como pasó con Axe y el tema Don’t Be Shy de los Libertines. Lo mismo hicieron unos colegas con el último comercial deQuilmes, el de la playa”. Aunque, claro, la decisión de vender el tema siempre queda en el artista, que puede rechazar la propuesta de una marca de pañales por no tratarse de material reciclable.
Si bien se valen de nuevas tecnologías, los jingleros más antiguos ven en los últimos avances un arma de doble filo. “Cuando industrializás algo, le quitás profundidad, lo estandarizás. Ahora todo se limita a poner discos, hay mucho dj, es algo bastante más cosmético”, reflexiona Eduardo Zvetelman, dueño de su propia productora. “Con los programas de hoy, la música prácticamente se hace sola; si a veces ni se gastan en cambiar las melodías que vienen como demo”, resalta Luis Donati, de LD Producciones. Los jóvenes tienen una visión desprejuiciada de la música, según Garrido. “Trabajo con un dj que compone bandas sólo con la intuición. Ahora se exploran sonidos que están buenos y uno debe adaptar la cabeza”, explica.
Miguel Loubet, jinglero histórico, define: “Antes, la grabación de una publicidad era un acontecimiento social, ahora es un proceso solitario”. Cuenta que la primera banda que grabó para Marlboro, en 1971, fue realizada con cuarenta músicos. La última la hizo solo, con la computadora. Loubet vivió el nacimiento del jingle y su época dorada, desde los ‘60 hasta fines de los ‘80. Cuenta que los jingles tomaron fuerza, justamente, gracias a los compradores que hasta hoy se busca seducir. “Con la aparición mundial de los Beatles, los jóvenes empezaron a consumir masivamente y había que hacer canciones pegadizas para ellos”, recuerda.
Quienes hacen publicidad no son sólo estos trabajadores que todos oyen y a la vez desconocen. Cada tanto, algún célebre apellido se convierte en carne de agencias pero, para no perder público o por sentirse en pecado, prefiere no comentarlo. “Nadie se vende al capital por hacer un comercial, ya de por sí trabajan en algo que es económicamente rentable y tienen sus auspiciantes”, opina Cosme Argerich, de la agencia Del Campo/Nazca. “Lerner hizo con nosotros el comercial de Multicanal y se lo tomó tal cual es: un medio de vida tan digno como cualquier otro.”
Si de música popular se trata, las tribunas y los jingles también se dan la mano. La melodía de “Bobby, mi buen amigo”, parte de una campaña publicitaria de la última dictadura militar, todavía resuena en las canchas entonada por miles de argentinos que, fervorosos, transpiran irracionalidad. El costo de los jingles es variable. Independientemente de los costos de producción, la tarifa por derechos de autor va desde los 500 hasta los 12 mil pesos, de acuerdo a la duración y al medio emisor. Pero surgen nuevas modalidades. En la Argentina, donde hay cerca de 200 mil descargas de ringtones mensuales y los cajeros automáticos están musicalizados, los jingleros cobran derechos si se trata de sus obras.
Sin llenar estadios, son casi más populares que los populares, porque llegan a todos los públicos una y otra vez. Sus obras tienen que ser fugaces y efectivas. Pero, a fin de cuentas, los temas no les pertenecen. También son de la agencia y del anunciante, y están sujetos a sus caprichos. “Una vez me pidieron que desafinara las guitarras porque sonaba demasiado afinado”, recuerda Zvetelman con una sonrisa. En este negocio, el cliente siempre tienen la razón. Sobre todo si es joven.
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