Jue 06.10.2005
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LOS ALAMOS SEPARAN LAS AGUAS

Western urbano

POR JUAN MANUEL STRASSBURGER


El rumor corre desde hace tiempo: hay una banda que, cada vez que sale a tocar, transporta al espectador al desierto del Colorado, una perfecta película del Oeste en la que coyotes imaginarios le aúllan a la luna y cowboys parcos afilan sus espuelas antes de partir. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Es cierto que cuentan con un auténtico yanqui entre sus filas? ¿Cómo es eso que prefieren ser más indios que indies? ¿Y el encuentro con Pappo? ¿Cómo fue? A 24 horas de presentar su disco debut, No se menciona la soga en casa del ahorcado, Peter (voz y acústica), Poly (eléctrica) y Diego (batería), tres de los cinco miembros de Los Alamos (la banda en cuestión) revelan estos misterios. Incluido, claro, el porqué de tanta inspiración western: ¿devoción o mero punto de partida?

“La única relación que tenemos con esa historia es que nos atraen los discos de ese estilo. Por ejemplo, la tapa parece del desierto de Arizona, pero en realidad la hicimos en un pueblo de Santa Fe que se llama Esperanza”, avisa Peter. Poly amplía: “Nos gustan esas películas como nos pueden gustar, no sé... Francella”. De todos modos, la asociación con Caléxico (banda yanqui pionera en reciclar el sonido de Tijuana) no molesta: “Obviamente nos gusta y preferimos que nos conecten con esa banda antes que con otras, pero en el disco podés encontrar también otros estilos, como la bossanova”, sostiene el cantante del grupo.

Los Alamos se completan con Matías en bajo y Jonah en mandolina, un yanqui que vino de vacaciones a aprender castellano y terminó por quedarse a vivir en el país. Todo empezó cuando a Jonah, deprimido porque no conocía a nadie, se le dio por ir a ver una banda que le recomendaba la Llegás (revista para estudiantes extranjeros), al parecer atraído por ese nombre inevitablemente significativo (Los Alamos es el sitio de Texas donde yanquis y mexicanos libraron una famosa batalla). Peter: “El chabón se copó enseguida, nos vino a hablar al final del show y a la semana ya estábamos tomando vinos en mi casa. Como allá tocaba bluegrass, se hizo traer la mandolina de Nueva Jersey y encajó perfecto en el grupo”. Ahora “el yanqui” da clases de inglés, recorre el país cuando puede y hasta hizo caso omiso a una novia que primero vino a buscarlo y luego no le quedó otra que volverse sin él. ¿Milagro de la Argentina kirchnerista? Más bien rechazo al Estados Unidos de Bush: “Con todo lo que está pasando allá, nos dice que ni en pedo se quiere volver, que acá está mucho mejor”, cuentan los tres Alamos, conscientes de la ironía que implica alcanzar el sueño rockero al revés de lo que enseñan los mitos.

La vapuleada condición indie vuelve a traer la comparación con Estados Unidos: “Todas esas bandas independientes de los ‘90 que tanto nos gustan viven en ciudades copadas con buena plata y subsidios. Creo que si les contás a los de Yo La Tengo las cosas que tenemos que hacer para sacar un disco, primero se cagan de risa y después no te la pueden creer. Nosotros, para bancarnos la jodita, comprarnos las cuerdas y llevarnos a mano los equipos, tenemos que laburar 12 horas”, señala Peter y retrata con un sonrisa: “Más que indies, somos indios”.

Pero la identificación con la escena local tampoco es fuerte: “Nos agradan bandas como El Mato A Un Policía Motorizado y Amoeba, pero, ¿hay alguien que le pueda gustar Catupecu Machu? Nah, eso es mentira. Toda la bomba que tiene esa banda es porque hay plata, hay una compañía, no nos sentimos parte de esa cultura de rock nacional”, separa aguas el cantante de Los Alamos. Reconoce, eso sí, una adolescencia pegada a bandas hardcore como NDI, Autocontrol o DAJ, y un posterior gusto por Pescado Rabioso y los primeros volúmenes de Pappo’s Blues. Peter pudo conocer al ex líder de Riff hace unos veranos en un pueblo de la costa, cuando el Carpo se acercó al restaurante donde trabajaba y pidió por “la guitarra del cocinero”. Recuerda el frontman: “El había venido en moto con la novia y me dijo: ‘Che, ¿no me la bancás?’. ‘Bueno, pero cuidámela’, le dije. Se la llevó y después, al otro día, me invitó a comer. Un copado. Te hacía cagar de risa con cada cosa que decía”.

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