CRONICAS PERDIDAS SOBRE (Y CON) MANU CHAO
Un recorrido de cerca durante su paso por Mar del Plata: postales sorpresa, zapadas de trasnoche, una marcha contra Bush y un desafío al ping pong (ganó el No).
› Por Mariano Blejman
El tipo está sentado en un bar de Avenida de Mayo y Perú, un miércoles a la noche, tomando unas cervezas y planificando los días que vendrán. Sentado. Acaba de llegar a la Argentina, y los cinco años de distancia se han aparecido de golpe a los ojos de este trotamundos. Y aparecen los amigos, los planes y las cuentas pendientes. Sentado con una cerveza fría, que por más fría que esté no puede calmarle los ánimos, ni atemperarle el jet-lag. Este último mes, el viaje a la Argentina le ha trastrocado su rutina. ¿Rutina? En verdad, cada viaje de Manu Chao por el mundo no es más que otra aventura incierta en el mapa de sus obligaciones terrenales. Obligaciones que él mismo se impone y se va haciendo cargo de cumplir, allí donde ve focos encendidos de dignidad: esta vez sería Mar del Plata, ya fue Génova hace tiempo, ya fue Brasil hace poco. Este cronista se sienta a la mesa y no dejará el cuerpo a cuerpo de sus pasos por Mar del Plata, Rosario y finalmente Buenos Aires.
Es raro verlo al Manu sentado. Si siempre está andando de un lado al otro, con una envidiable capacidad de desaparecer (y aquí sería fácil citar cualquiera de sus canciones). Es más bien un hombre de mirada en el trayecto, como aquellos que sólo comprenden lo que ven cuando están en movimiento. Pero qué va, diría él, si en esa esquina del microcentro porteño, Manu está hablando con sus amigos y arreglando los días venideros. Conversando con Gastón y Rodrigo de La Tribu sobre Mar del Plata; planificando la segunda fecha de All Boys (al cierre de esta edición debutaba allí), y evaluando la minigira por el interior y Uruguay. Entonces el tipo saca un anotador y coordina con Alfredo Olivera de La Colifata los temas que incluirá el show dedicado a la radio del Borda. Y hace un pedido: “La banda soporte no tiene que tener sello”. ¿Cómo hace Manu Chao para ser Manu Chao? Como hace para generar empatías demasiado próximas con cualquier desconocido, hábil para animar la fiesta que se le ponga por delante, trovador incansable de repertorios ajenos.
Sus días en La Feliz han sido planificados de antemano, pero sin demasiada organización. La presencia de W. es tal vez el motivo más profundo de su visita, aunque no el único. A esta altura, parece que Manu sabe planificar las condiciones de “la peña”. La peña es “la fiesta”. Lo que nunca queda muy claro con las visitas furtivas del Manu es hasta dónde la peña empieza antes o después que llega con sus mosqueteros. Porque tantos años de rumba catalana esparcida por el mundo, tantos discos editados, tanta liturgia merodeando su obra, y además aumentada por el valor simbólico de sus acciones, le han dado una capacidad para diluirse en fiestas de otros y convertirlas en propias. Las radios hablan desde hace días que llegó, que no llegó, que está viajando, alguien cree que ya debe estar acá porque en un diario salió que hablaba en el check-in de Barcelona, otros parecen ensañados y lo “acusan” de ir a Mar del Plata como una estrategia de marketing. Y el jueves a la mañana, junto al Manu, el Goy de Karamelo Santo y su root manager Arturo Díaz, salimos para la playa de la ciudad sitiada por ricos y presentes. Y el iodo no salpica.
Antes de encaramarse, hay tiempo de un asado con unos amigos, y una pequeña recorrida por aquella ciudad sin gente. En un par de horas, aparecerá de sorpresa en la fiesta de “El grito del Caladero”, organizada por pescadores de Mar del Plata. Hasta las 4 de la tarde unos pocos saben lo que va a pasar. Cuando el micro llega a la plaza Italia, a unas cuadras del puerto, hay apenas 200 personas: una murga sobre el escenario, unos chicos corriendo, algunos pescadores, y, a metros de allí, una cancha de fútbol-básquet que no dejará de usarse ni antes, ni durante, ni después del show de “Manu Chao-Radio Bemba”. El rumor se dispara por las calles del vecindario. Las chicas salen corriendo a contarles a los chicos, dos o tres vecinos llaman por teléfono a sus amigos, hasta que un par de radios se enteran, otras radios se hacen eco y la Rock & Pop de Mar del Plata da a conocer el lugar. El cielo gris amenaza con desplomarse. Y llegan periodistas, fotógrafos, decenas de personas de vaya uno a saber dónde. Cuando alguien pregunta qué hora es en Washington, unas mil personas han ocupado la plaza. Y entonces la calma se convierte en furia rockera. Los pibes que juegan al fútbol no paran la pelota. Qué va, alguien puso música de fondo. Alguien grita un gol.
Manu comienza el show con una arenga por los derechos de los pescadores, un pésame para dos marineros muertos un día antes, y arranca con canciones enganchadas que se suceden durante una hora hasta que la lluvia se hace realidad. Y el cielo se desploma definitivamente cuando está tocando Volver. El Manu estira la música hasta el riesgo de la electrocución, da un muchas gracias al viento y se sube corriendo al micro, entre una maraña de grabadores que quieren tocarlo como para dar por cierto que el hombrecito estuvo allí.
A medianoche, la tropa decide instalarse en un camping de Mar Chiquita para evitar curiosos: se abre el campeonato de ping pong, algo de tele, unas cervezas y una zapada que incluirá canciones del dúo de Mali Amadou y Mariam junto al infatigable guitarrista Magic, que el Manu encontró en una gira por Francia. Del show en esa plaza olvidada los vecinos hablarán durante años. Lo mismo pasó en Mendoza cuando apareció en el bar del Boxeador. Y también cuando le dio el gusto a H.I.J.O.S. en Buenos Aires.
El viernes de la marcha anti-Bush sucede un evento inesperado: el micro ha comenzado a tomar rumbo hacia la “mani” y se paran a tomar un café en una estación de servicio. De pronto, aparece Emir Kusturica recién bajado del Tren del Alba donde acompaña a Diego Maradona. La reunión varias veces postergada sucede por azar en una “gasolinería” de Mar del Plata. Kusturica le pregunta al Manu cuándo podrán grabar la canción que compuso a Maradona para su película y recibe un “ahora”. Saca la guitarra, Kusturica saca su cámara, y ambos inmortalizan el tema Tómbola (Maradona).
A las 9 am, cuando la mitad de la movilización ha ingresado al Estadio Mundialista de Mar del Plata, Chao y la tropa avanzan por una calle lateral hasta encontrar las banderas de H.I.J.O.S. Y entonces el Manu se baja con un bombo que le prestó Goy, y los demás usan la percusión presumiblemente cedida por Garbancito (percusionista ex Mano Negra) y los de H.I.J.O.S. se miran entre sí como si se tratara de un sueño de los lindos.
Después de diez cuadras de marcha, la caminata se convierte en una pesadilla de medios que se han enterado de la noticia. Los hijos de desaparecidos gritan al cielo contra el malvenido Bush y, lejos de las cámaras oficiales, Manu se sube a la Trafic poco antes de ingresar al estadio, donde muchos todavía se preguntan si va a tocar o ya desistió. Por un momento, alguien trata de convencerlo, pero el Manu la deja pasar: 70 mil personas se quedan con las ganas. El reencuentro oficial con el público argentino sería en un show de tres horas en Rosario, donde iba a tocar Señor Matanza, Bienvenida a Tijuana, La primavera, Volver, Mala vida y Tómbola (Maradona), entre muchas otras. Y después pondría música.
Hay algo extraño en eso de ser Manu Chao: el tipo parado por delante de su carrera ya no tiene nada que perder sino todo por encontrar. Este descubridor de sonidos que aquí no llegan, no deja de ser quien quiere ser, enterrando en cada paso por playas ajenas aquellos dichos que lo acusan de andar convirtiéndose en estampita. Qué va, tío. Qué va. Si los que lo acusan son los mismos que están fabricando las remeras del Che. Si los que lo acusan son los mismos que mueren de ganas de hacer negocios con él.
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