NOTA DE TAPA > VIAJE AL MUNDO DEL PACO, LA PASTA BASE DE LA COCAINA
Los adictos al paco han perdido el rumbo, pero no se quieren bajar. Habitan más allá de los márgenes y andan caminando encorvados, vestidos con huesos vivos. Un cronista del NO
recorrió ese lugar donde todo va a parar a la balanza y las redes de contención se rompieron hace rato.
› Por Lucas Schaerer
Les dicen “San la Muerte”. Están flacos, raquíticos, sus caras están chupadas, caminan encorvados y los brazos les cuelgan casi hasta la rodilla. No les queda nada, muchas veces venden hasta su propia ropa, los sueños los vendieron hace rato. Parecen linyeras, no se bañan. El paco o bazuco, la gilada o la base, la porquería: así le llaman a la droga más adictiva, mortífera y barata del momento, así vivan en Retiro, Lugano, Mataderos, La Boca, San Telmo, Versalles, Devoto o Abasto. No importa el territorio. Todos saben de qué se trata. Julio Denis tiene veintipico de años, la cara huesuda, sus ojos marrones revolotean, fuma un tabaco tras otro, no para de hablar y en esa catarata de palabras increpa a su amigo Facundo por ser adicto al paco. Tiene bronca y dice que los pibes se están matando, que así como están no sirven para nada más que para regalarle guita al transa. “Muchas veces vimos cómo llegan a transar una parrilla para hacer asado, roban la ropa que cuelga de la soga en un patio o alguna mascota, un perro o una tortuga”, relata al NO Julio, en una charla con adictos y consumidores ocasionales de la pasta base, en una de las 10 mil casas de la villa 31, a metros de la city.
“Decile la que hacés vos”, escupe Julio a Facundo Salinas, sentado a su lado en una silla de plástico blanca. Facundo mide casi un metro setenta, pero no se nota a simple vista porque tiene la posición de un adicto crónico, la espalda encorvada. El aspecto estético de Facundo no es de linyera, pero se acerca. Lleva puestos unos jeans oscuros, remera corta y unas alpargatas bastante sucias. Su pelo marrón clarito es corto. Tiene un par de ojos grandes y desconfiados que observan con importante lentitud; a cualquier desconocido le generaría temor. Su amigo Julio dice que está muy flaco. “Tocale las piernas y te vas a dar cuenta.”
Es un día medio nublado. A la noche llovió sin cesar, así que el asentamiento está lleno de barro. Con el tereré de por medio, unos cinco adolescentes se reúnen a conversar con el NO. “Muchas veces me peleé con amigos míos por el paco. Vendí muchas cosas y hasta le regalé dólares al transa”, balbucea con la boca apenas entreabierta y sus labios secos Facundo Salinas, que mira sin pestañear desde su silla y a menos de un metro de distancia. “Tengo 23 años y desde los 14 que fumo base. Estuve internado. Mucho tiempo le di a la bolsa de poxi, llegué a tomar merca por un puntero; él sintió que me tenía que regalar algo por todo lo que le compraba. Ahora fumo nada más que base”, atina a decir Facundo, que trabajó por mucho tiempo abriendo puertas de los taxis. Era su única entrada económica lícita, hasta que lo corrió gente de seguridad por robarle a un turista. “Venía de hacer $ 1,50 en tres horas. Tenía mucha bronca cargada y ganas de paco. Cuando veo que un tipo en su bolsillo tiene una billetera abultada y un bolso colgando. Entonces lo laburé. Por allá ya no puedo pintar. Todo lo que laburé se lo di a un transa para paco.”
El comienzo
Algunos, muy pocos, empiezan a los nueve años, aunque la mayoría de los consumidores anda entre los 14 y los 25 años. Ellos, los zombis, los que curten una piel negra, labios quemados y ropa zarrapastrosa, se mantienen lejos de los ojos de los medios de comunicación. Ellos, los flacos, no toman el subte porque no van a ninguna parte, más que a la casa de los transas o a robar a sus vecinos. Ellos, los adictos al paco, no se preocupan por rendir materias en febrero porque no van al colegio. La escuela de la calle los aniquiló. No son vistos por turistas, la comunidad internacional no pide por ellos, no tienen la prensa de los presos de Guantánamo; pero sí cuentan con sus familiares, amigos y conocidos del barrio que los ven destruidos, y que también hablan con el NO. Sus amigos se preocupan por ellos, pero no saben cómo ayudarlos.El paco es, concretamente, pasta base de cocaína que se obtiene en uno de los primeros pasos de la elaboración. “En este momento, la sustancia está mezclada con carbonato potásico, querosén y ácido sulfúrico, por lo que no es apto para consumo humano. Cuando te pegás por un peso, te estás metiendo todo esto más el corte del puntero de turno”, cuenta el folleto que entrega Gustavo Hurtado, quien forma parte de una asociación que anima políticas públicas basadas en la reducción de daños por el uso de drogas. La Asociación de Reducciones de Daños de la Argentina (ARDA) y la productora de rock María Libre elaboraron este folleto en el 2004 junto a adictos al paco, entre ellos el cantante de Intoxicados, Pity Alvarez.
“La base es un cuadradito, de color amarillo y tiene olor a plástico quemado cuando se fuma”, cuenta Lorena Padín, que de vez en cuando consume paco. Lorena no llega a los 20 años y ya probó marihuana, cocaína, éxtasis (“una sola vez porque es caro”, dice) y muchas veces pastillas mezcladas con vino. Lorena tiene unos kilos de más, es morocha y con una sola trompada voltearía a cualquier que intente propasársele. Ella explica con sus manos cómo se arma la pipa para fumar una dosis de pasta base. “Un cañito que atraviese una tapita de gaseosa, arriba tapado con cenizas y una bolsa, con el paco adentro. Listo para pitar y en diez segundos volás. El efecto dura minutos y te pone vicioso.” Ella está de acuerdo con los robos (“¿qué otra queda?”), de hecho lo hizo un par de veces junto a sus amigos, aunque trabaja de otra cosa, pero no dentro de la villa.
Caminando hacia afuera se siente como si fuese la salida de un country empobrecido. Lorena y su prima, Natalia Ponce, una madraza bonita y algo soltera (porque su novio está privado de libertad), explica que las zonas atravesadas son terreno de diferentes bandas (los violines, los larvas, los transas) y dice que “los narcos prefieren tenerlos con una birome en la mano porque de esta manera ningún otro garca les caga su laburo”. La 31 tiene seis décadas de vida. En estos años, muchos inmigrantes de países limítrofes fueron asentándose, además de familias de Fuerte Apache. “En el ‘78, antes del Mundial, los milicos sacaban a los habitantes, los mandaban en camiones a provincia de Buenos Aires. En ese entonces, 40 familias se mantuvieron en el lugar”, agrega Nélida Blanco, quien conoce un poco de historia.
El interior
Las calles interiores de la 31 son más angostas que en cualquier barrio porteño urbanizado. Las construcciones no son de cemento, están pegadas una al lado de la otra y se dividen por callecitas no pavimentadas con baldosas irregulares. La mayor parte tiene alcantarillas, lo que evita inundaciones desde que se instalaron. Alguna vez, la persona más conocida allí fue un cura de familia adinerada: Carlos Mugica. Ahora nadie lo recuerda. Los más conocidos son los narcos ocultos. Algunos dicen que son peruanos, otros creen que trabajan, obviamente, con conexiones locales. Sus cipayos, adictos que reciben dinero y falopa a cambio de ser vendedores directos, dan la cara tanto para los consumidores, como cuando las fuerzas de seguridad realizan un operativo mediático: “Ellos agarran un kilo, pero al lado dejan pasar cincuenta”, comenta uno. Ellos, los narcos, pueden juntar 5 mil pesos en un rato, puntualiza Gustavo Calima, que se hizo amigo de Facundo Salinas de tanto compartir drogas.
Los narcos mantienen contentos a los adictos a la pasta base, a la cocaína o el porro, pero también reparten dinero, entre 10 o 20 pesos, y porquería (entiéndase droga) a los vecinos de su misma manzana con dos intenciones: para que avisen si llegan intrusos o cobanis, y para evitar el desmadre que genere algún tipo de denuncia judicial. El consumo de paco se masificó desde que apareció con fuerza en el ya lejano, crítico, tenso, interesante, popular y festivo año 2001. “Los pibes de 17 a 25 años están en la nada, no van a la escuela y, si van, no tienen capacidad paraentender un texto. No llegan a leer los subtítulos de las pelis. No hay libros y viven en una exclusión cultural permanente”, asevera el docente, Carlos Albamonte, copado en el trato cara a cara y preocupado por lo que sucede con los pibes del barrio donde trabaja, el Bajo Flores. “El entretenimiento de los pibes ahora son los mensajes de texto y la pilcha cara. El que se para de manos es el kapanga.”
Entre las avenidas Cruz, Riestra y Perito Moreno, la Villa 1-11-14, justo enfrente de las tribunas de San Lorenzo, a pocas cuadras del Barrio Illia y Rivadavia, muchas familias no sólo tienen que lidiar con el karma de la pobreza sino también coinciden en tener algún familiar preso, adicto o asesinado. Nadie parece salvarse en las villas –Cildáñez, Villa 20, 21, Pirelli e INTA– que han conformado una Ciudad Satélite: Satélite significa que son un conjunto urbano que pertenece a una ciudad, pero que está separado de ella por un espacio sin urbanizar.
Los maestros
“Somos parches, una red de contención. A los pibes que no hacen nada se los encapsula, y los programas sociales son funcionales al encierro de los problemas. Así es como acá en la villa se forman los guetos. No salen, se manejan con códigos propios. Desde el 2000 que los pibes hablan con nosotros, los docentes, de la pasta base y dicen que a la noche cuando en una manzana se corta la luz es porque los narcos están descargando falopa”, cuenta Carlos Albamonte, que camina sin mayores inconvenientes por el Bajo Flores porque es uno de los protegidos de “el potro del Bajo”.
Al igual que un alto drogón del barrio de Versalles, ubicado entre Liniers y Devoto, muy cerca de Vélez, que dice: “Acá toman paco sólo los pobres”. Según el profesor de secundaria, “la pasta base se instala en los barrios pobres porque los narcos sacaron de circulación la marihuana. En el barrio no hay olor a porro (también sucede en Ciudad Oculta). Con el paco quedan anoréxicos, adelgazan estrepitosamente. Y la merca es cara para los consumidores del Bajo. Una historia cruel es aquella de una madre que pide un recurso de amparo para que el Estado se haga cargo de la vida de los hijos que parió. Toma la decisión porque le desvalijaron su casa, la misma casa donde ellos viven la saquearon para conseguir base”.
Los adictos a la porquería se dividen en grupos: los “gatos” son los más chicos, que se dedican a meterse en casas para robar objetos menores, como ropa húmeda que cuelga secando al sol. Los “rastreros” roban dentro de la villa y en general a trabajadores. Muchas de sus víctimas son bolivianos, blancos impensados en el pasado.
Los padres
Tanto en el Bajo como en Ciudad Oculta, los pibes han llegado a copar casas y la utilizan como propias. Los padres quieren hacer algo por sus hijos carcomidos por la pasta base. Los de Villa Lugano (algunos viven dentro de Ciudad Oculta y otros en la zona) aceptaron hablar con el NO bajo la condición de tergiversar sus nombres. Sucede que algunos de ellos denunciaron judicialmente a varios transas, y viven a metros de los vendedores que hace algún tiempo decidieron enfrentar mediante la movilización y a piedrazos. Están amenazados de muerte.
La bronca e indignación los impulsa a denunciar: “Los chicos están tirados en los pasillos de la villa. Caminan como si fueran zombis. Ni siquiera se miran en un espejo porque se darían cuenta de que son peores que un linyera, no se bañan y toman mucha agua. Por ahí están en la puerta de tu casa y te piden algo para beber”, comenta Daniela García, quien tiene un hijo adolescente, y trabaja la mayor parte del día.
“Llegan con buena ropa, pero después terminan zarrapastrosos. Venden todo lo que pueden. A nosotros nos han sacado la ropa húmeda que cuelga de la soga del patio. Todo lo hacen por las dosis de paco. Como dicen ellos:’Todo a la balanza’”, agrega Daniela, que usa una remera de los Rolling Stones, mientras toma un cigarrillo entre sus dedos bien finos. “Una mujer –se anima a decir Carla Domínguez– descubrió a quien robo su casa y agarró a uno de ellos. Después, en venganza, volvieron los amigos y la corrieron a tiros hasta las puertas de la comisaría 48ª, dentro de Ciudad Oculta. La madre soltera y trabajadora tuvo que irse. Hoy su casa está controlada por los transas, allí se comercializa droga.”
Cansados de tanto perder el sustento de sus vidas, los padres intentan resistir: “En la primera marcha rompimos la casa de dos transas. El primer narco se escapó por los techos y después llamó a la poli. La Federal (comisaría 48ª) vino detenernos. Pero nos negamos y no pudieron hacer nada. Sucedió en el 2003, cuando nos cansamos de esta situación. Empezó con las madres que nos cruzábamos en el barrio y hablábamos de lo que les sucedía a nuestros hijos”. Mientras los cafés circulan, Daniel Ramírez cuenta que tiene siete hijos y uno de ellos adicto al paco: “Después de las movilizaciones, los pibes andaban con vergüenza, no querían mostrarse como lo hacen ahora. Más adelante, nuestra organización se debilitó por la represión policial y los temores. Muchas familias se fueron porque estaban amenazadas, se tuvieron que ir, pero sus hijos vuelven al barrio para seguir consumiendo”, cierra Ramírez.
“A mí la pasta base me re pega y en menos tiempo que la merca. Estoy seguro de que si te gusta la merca, la pasta base puede ser tu patrona. Al principio, como sin darme cuenta, me enganché y me re copaba. No la puedo dejar y eso es un garrón. No soy libre. No disfruto de mis momentos. Se me van las ganas de hacer música y de acariciar a mis perros. Eso es una impotencia muy grande y encima me doy cuenta de que no puedo parar. Es como estar muerto. Soy uno más que te da un sermón, ¿no? Pero, ¿sabés qué, chabón? Tengo todo el derecho, porque sé de lo que hablo y lo digo con toda mi vergüenza. Veo que la gente que curte pasta base se queda en el tiempo biológico, y en el afectivo también. Mirá, chabón: la base es la muerte, y si te querés morir, probala o seguí fumando”, se dio tiempo para escribir el Pity de Intoxicados.
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