Jue 18.05.2006
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TOBAS EN EL GRAN BUENOS AIRES

¡Dale aborigen!

Un asentamiento aborigen al costado de la Ruta 234, frente a un colegio católico. Sincretismo y mestizaje, heavy y música étnica. El NO se metió en ese mundo de jóvenes “qom” que nada tiene que ver con los estereotipos.

› Por Cristian Vitale

El sol pega fortísimo al mediodía en la Panamericana. Para llegar a Derqui hay que hacer más kilómetros de los que uno piensa. Hay que ir por lo menos hasta donde el paisaje comienza a descansar la vista. A serenar el alma atosigada de urbe. A los dos costados, el verde se torna cada vez más intenso... se entremezclan telos ruteros con autos 0 kaeme que llevan y traen a los que viven en countries. Prima cierta rémora de primer mundo a esa hora, en la Panamericana. Pero un giro a la izquierda –que la fotógrafa descubre de casualidad– nos devuelve a la realidad. No pasan mil metros pare reconfirmar que la Argentina es otra cosa. Estamos en el conurbano, ¡buscando una comunidad toba!, que alguien dijo que quedaba cerca de ahí, atrás de la menemista Pilar. La sensación, en esa ruta que ya no es autovía lisa sino pozos con un poco de asfalto, es que el sol es más horrible. A las luces de la riqueza y el confort le sucede lo oscuro de la pobreza. “Esto sí que es Argentina”, redunda el remisero, apelando al clásico de Sumo.

–Señor, disculpe, ¿donde está el colegio Cardenal Copello?

–El Colegio Copellooo... –un changarín entrado en años, se detiene y piensa bastante–. No che, ni idea.

Cierto prejuicio occidental lleva a preguntar primero por ese colegio católico que, se supone, alguien tiene que conocer y no por lo que estamos buscando: un asentamiento de aborígenes puros, poblado por unas 30 familias del Chaco profundo, que está al costado de algún lugar de la Ruta 234, enfrente del colegio. Entonces, cambiamos la táctica.

–Jefe, ¿tiene idea de dónde está la comunidad toba?

–Sí, querido. Sí. Hacé 30 cuadras para allá –el mecánico señala hacia el oeste–, doblá a la derecha, cruzá las vías y te vas a encontrar con un basural. Buscala por ahí atrás. Creo que enfrente hay una escuela.

Si algún tipo de romanticismo motorizaba esta nota, otra vez la realidad lo borra de un plumazo: a los indios tobas los mandaron detrás de un basural. Casi donde el diablo perdió el poncho y, encima, sin ningún río como el Bermejo cerca, para que los pibes puedan hacer lo mismo que sus padres en el Impenetrable: pescar.

La comunidad nació en 1995, cuando el Obispado de Morón donó cuatro hectáreas de tierra a 32 familias tobas. Algunas habían llegado en 1989 de Chaco y Formosa. Estuvieron años trashumando por las villas más peligrosas del conurbano: Fuerte Apache, Ciudad Oculta, hasta que encontraron un lugar. Alguien les donó ladrillos, cemento, arena y cal, y ellos solos se construyeron 32 casas de material “estilo chaco” (así les dicen a los chalecitos de dos caídas). También se organizaron políticamente a través de una asociación civil llamada Qom lalamaqté, que lidera un cacique a la usanza tradicional.

Acá, ahora, la actividad principal de los jóvenes tobas pasa por ver tele los sábados, jugar a la pelota los viernes, cazar pajaritos y, de vez en cuando, ir a bailar a las cumbiambas de Derqui o José C. Paz, a riesgo de salir con un puntazo en el hígado.

Son las tres de la tarde, el sol ya está rabioso, y 14 niños, adolescentes y jóvenes qom están apoyados contra una pared. No hablan. Casi no se mueven. El más chiquito debe tener 5 años y el más grande 20. Uno tiene una gomera en la mano y de vez en cuando gira la vista en busca de algún pobre gorrión. Otro tiene una camiseta de River y una pelota bastante estropeada. Parecen santos. A la fotógrafa le cuesta nada guiarlos para el scratch. Salen así como estaban y como estarán por largo rato. Saben por sus padres que el sol comienza a molestar recién cuando hace 46 grados. “Los valores que nosotros les pasamos a nuestros hijos se basan en estudiar. Leer, escribir y después trabajar. Y no robar, eso lo tienen que tener bien claro”, dice Máximo, el cacique, que vivió en Fuerte Apache, antes de asentarse en Derqui. “No crea que son todos pobres en el fuerte yque tienen que robar por eso. Tampoco son ignorantes. Lo que pasa es que algunos trabajan y otros toman un rumbo más fácil. ¿Por qué ahora cada 15 días se inauguran cárceles, hay más fábricas de armas?”, dice.

Dentro de la casa de Máximo, igual a todas las demás, hay un living con dos puertas abiertas. Una que da a la calle y otra, al fondo del barrio-comunidad que ellos llaman Daviaxaiqui. Adentro, Máximo hace descansar sus artesanías antes de ponerlas en el horno, y sus seis hijos se turnan para jugar a las cartas. Iván, el más grande, debe tener 18 y escapa a las fotos. Les tiene fobia. Parece que se ha enterado, en algún cruce interaborigen, de la humillación que significó para la patria indígena aquel retrato de Namuncurá con el traje del Ejército Argentino que recorrió el mundo como muestra del “éxito” de la Campaña al Desierto. El síndrome Namuncurá, sin embargo, no es general. No parece afectar a gran parte del resto de los adolescentes que viven en la comunidad.

Marcelo y Marcos tienen 16 y 14 años. Son hijos del mismo padre –un toba puro llamado Omar– y de la misma madre, una correntina hija de paraguayos. Ambos son, a su manera, rebeldes. Claro que estudian, trabajan y no roban –además, parecen increíblemente buenos–, pero Marcos tiene una remera de Los Piojos, le encanta La Renga y aborrece el chamamé que escucha su papá. “Me aburre. Hasta el Chaqueño Palavecino me la banco, más no”, dice, con un poco de confusión estilística, pero muchísima seguridad. Y no sólo es antipadre. También aborrece la cumbia, que es la banda de sonido de la comunidad. A las cuatro de la tarde nadie duerme la siesta y de las casitas “estilo chaco” –comedor, cocina, dos dormitorios y baño– sale música de Leo Matioli, La Nueva Luna o Sombras. “No... no me lo banco. No me gusta eso”, insiste. A su hermano Marcelo, mucho menos rocker, sí. Fue él quien lo introdujo en el circuito de cumbiambas suburbanas de José C. Paz. Antes de que su padre Omar se los prohibiera, iban a Bonita o a Escombros, pero rara vez la pasaban bien. “Se armaba quilombo y a nosotros no nos gusta pelear –sostiene Marcelo–. Rajábamos. Era más bravo cuando se armaba adentro, porque no tenías para dónde irte y encima se metían los patovicas a pegar.” Marcelo y Marcos trocaron el peligro cumbanchero por la paz comunitaria.

“Acá es tranquilo –destaca Marcos–. Cazamos pajaritos, miramos televisión, ayudamos en el comedor, o jugamos picados en la cancha, pero padres contra hijos, nada más. Porque antes venían de otros barrios y también se armaban peleas. Y de vez en cuando se arman bailes en la casa de alguien que tenga equipo de música, pero sólo entre gente conocida.” Los que tienen equipo de música y, sobre todo, computadora, pilotean la cultura salpicada y bicéfala de los jóvenes qom. La hija de Clemente, otro cacique, tiene una PC y ahí va todo el mundo –más o menos 100 pibes– a navegar por Internet. Marcos la quiere mucho, porque gracias a ella pudo acceder a un compilado de Los Piojos y a Detonador de sueños, de La Renga, que escucha todo el tiempo. “Me gustaría ver un recital de Los Piojos”, desea, pero se conforma con verlos por la tele. Marcos está en séptimo grado y Marcelo, en primer año. Van a la escuela a la mañana y por la tarde, al taller de la comunidad, una especie de escuelita bilingüe. La razón es que es necesario que sepan ambos idiomas, aunque parezca inútil: hace 8 años que no van a Chaco. Aman el monte y el río, sienten un orgullo enorme por ser tobas, pero están a mil kilómetros... más lejos que de un show de La Renga.

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