CINE DE BAJO COSTO EN EL “BUENOS AIRES ROJO SANGRE”
Sin apoyo estatal ni privado. Por fuera de cualquier convención. Sin posibilidad de estrenar en el circuito comercial ni en los videoclubes. El cine “rojo-sangre” produce un caudal inagotable de momentos bizarros, y se abre camino fuera del país. Qué miedito.
› Por Mario Yannoulas
Infinitos chorros de sangre de utilería, colmillos insaciables y chinchulines simulando desmembramientos; ataques sobrenaturales al estilo Mutantes del espacio —la recurrente saga simpsoniana—, condimentos sado al borde de un porno paródico y suspenso hitchcockiano. La séptima edición del festival Buenos Aires Rojo Sangre (BARS), un encuentro internacional de cine de terror, fantástico y bizarro que comienza hoy, es el enorme plato para este puchero que, pese a su esencia miscelánea, encuentra en el modo de producción un denominador común. Accidentalmente o no, la mayoría son producciones de bajo —si no bajísimo— presupuesto, que en la Argentina todavía luchan contra el mote de subgénero, por no haber sido admitidas en los dominios del llamado “nuevo cine argentino”. Pero parece que la calidad, aun en un género tan poco difundido como el terror, fantástico y aledaños, también se puede alcanzar con poca banca, y mucho trabajo. Este es un auténtico cine barato. El punto es que hacerlo barato no significa hacerlo mal.
Sin ningún tipo de apoyo estatal o privado, estos realizadores, que eventualmente también son iluminadores, camarógrafos, sonidistas, editores, musicalizadores y actores de sus propias películas, se lanzan a producir con cifras irrisorias en el bolsillo. Eso les da la verdadera condición de independientes. “Es cine hecho fuera de todo, con recursos propios, con la plata que se pueda. Algunos hicieron películas con 500 pesos, y equipos prestados”, cuenta Pablo Sapere, programador del festival.
Al no depender de nadie y al ir el género de la mano de lo abstracto, las producciones baratas florecen en el underground, utilizando lenguajes extremos y más cercanos a lo sensorial que a lo estrictamente consciente. Pero también transmiten mensajes, aunque más encriptados, por supuesto. Mad Crampi, creador de Mondo Pshyco, que se estrenará en el festival el domingo y promete una tónica similar a su primer largo Run Run Bunny (2003), tenía un grupo de psychobilly llamado Los Trasgos y lo dejó cuando se compró una cámara usada y empezó a experimentar. Un día se encontró viviendo del cine. “Cuando el artista se siente cómodo deja de innovar. No quiero sentarme en la butaca de una sala para relajarme sino para sentirme vivo, percibir esa energía que fluye. Es como ir a un recital de rock, y por eso hay una fuerte asociación entre estas películas y géneros musicales como el punk o el garage (ver recuadro). Yo vengo del rock y hoy el cine fantástico me ayuda a transmitir una sensación similar, a explorar bajos mundos de uno mismo. Me considero un cineasta punk”, cuenta al NO.
Carlos Ramírez es jujeño, y rodó su corto Carmilla (2005) en San Salvador de Jujuy. “Soy consciente de que no puedo hacer una película de autos que exploten, hay que aprovechar lo que uno tiene, como la buena voluntad de los vecinos para actuar y colaborar”, explica. Es así, los vecinos se prenden, profesionales se pliegan al trabajo seducidos por el proyecto, directores apelan al ingenio para producir efectos y tratan de basarse en buenas historias y buenas actuaciones, es decir, en el puro trabajo humano, histórico generador de valor. “Al trabajar como director de arte de otras producciones, puedo quedarme con vestuario, utilería, cosas que nadie reclama y con eso hacer decorados, o los mismos vestuarios de mis películas. Trabajamos con cámaras y música prestadas, y no tenemos cachet ni honorarios, es como una cooperativa: si se concreta algún trato comercial, se reparte el botín”, relata Crampi.
Silvio Farah consigue presupuesto para sus películas con las artesanías que vende en Parque Lezama. Su primer largo (Arca, 2000) costó alrededor de 700 pesos. “Se nos fue la mayoría en la posproducción, en alquilar una isla modesta de edición con dos videocaseteras, porque filmábamos en VHS. La pasamos en el BARS I”, comenta. En un momento del rodaje, como no tenía máquina de humo, metió a los actores en el baño y prendió hojas de eucaliptus adentro. “Me arrepentí mucho, no había pensado en el monóxido de carbono. Después a todos les dolía la cabeza”, recuerda.
Hace no más de cinco años, las realizaciones argentinas hechas en VHS —lo más básico— quedaban mal paradas frente a los productos europeos o norteamericanos. Hoy, si bien los recursos son bajos, el formato digital puso en carrera a los locales y permitió que el ahogado circuito argentino pudiera fluir hacia fuera, con un éxito considerable. “Para este tipo de producciones la salida está en el exterior, países que tienen los recursos económicos como para adquirir la licencia de derechos, editarlas y distribuirlas. Acá, por ahora, es utópico”, dice Crampi. “Hay películas como Plaga Zombie: Zona Mutante (2001), que fue hecha en Super VHS —apenas superior al VHS— y editada en una computadora casera, y que actualmente salió en DVD en Estados Unidos, España, Italia y Alemania. Significa que afuera hay interés por ese material, que tiene un nivel de calidad medianamente estándar a nivel mundial, y que encima no costó un mango”, comenta Sapere.
En el ambiente flota la idea de que si algunas de las películas de género argentinas fueran estrenadas en una sala como las demás, tendrían una afluencia de público bastante mayor al promedio del “nuevo cine argentino”. “No porque sea mejor o peor sino porque hay más gente a la que le interesa el cine de género que la que le interesa el cinearte”, opina el programador del BARS. Pero, ¿por qué el cine de bajo presupuesto no es estrenado en las salas comerciales? El principal problema es que, para ser exhibido en el circuito comercial, los films deben ser presentados en 35 milímetros, es decir, en fílmico. Y el chiste de pasarlo a fílmico cuesta entre 30 y 40 mil dólares, o sea, alrededor de 120 mil pesos. Imposible. Y para editarlas en video se requiere que sean profesionales y cumplan con ciertas imposiciones sindicales a las que no pueden responder. La fiebre de producir películas baratas dio a luz a cerca de cincuenta largos, pero sólo uno (Los inquilinos del infierno, 2004) pudo ser editada en DVD en la Argentina.
La conexión con la contracultura yanqui de los ‘50/’60 se vive a flor de piel. Muchos de estos realizadores se interesaron por clásicos del cine clase B y ritmos como el rockabilly y sus costados oscuros. Lo bizarro, por supuesto, también juega su papel. Pero esa ligazón también se encuentra en la cantidad de recursos disponibles. “De algún modo estamos en el mismo lugar de los realizadores de hace sesenta años, que tenían que inventar la manera de hacer cine. A fuerza de creatividad, nosotros tenemos que reinventar la manera de hacer cine, en otro lugar y en otro tiempo —reflexiona Crampi—. Robert Rodríguez (creador del clásico El Mariachi, una de las películas más baratas de Hollywood, y de la más reciente y tarantinesca Sin City) dijo algo interesante: ‘Vos no podés hacer una película como la haría Hollywood, pero Hollywood nunca podría hacer una como la harías vos’. Es frente a la carencia de medios donde surgen las ideas innovadoras”, concluye el director.
Pocas producciones cinematográficas tienen tanto que ver con el rock como las de bajo presupuesto. Lo primero es, sin duda, el espíritu de lo under y el sacrificio, el reflote de lo oscuro y la imperiosa necesidad de expresión, que surge desde abajo. Es ahí donde el género se toca con los rasgos del rock de garage, el surf rock, el rockabilly y el punk —bandas como Misfits y The Cramps—, que pueden aparecer juntos, o cada uno por su lado. De hecho, en Run Run Bunny, la opera prima de Mad Crampi, la apertura musical está a cargo de Los Peyotes, promotores del rock de garage con aires retro, y también suenan temas de bandas como The Tormentos, Radio Texas y los mexicanos Sr. Bikini. “Tenemos un acercamiento más que nada instrumental y por la cuestión del género, del surf rock. Dentro de la movida hay un montón de bandas que se dedican al rock horror, y están muy superpuestas con la contracultura de los ‘60, que no sólo abarcaba a la música sino también al cine. En esa época empezaron a hacerse cosas de muy bajo presupuesto y con una temática muy distinta y fuera del mainstream de Hollywood”, comenta Marcelo Di Paola, bajista de The Tormentos. “También es parte de la estética, del universo del rockabilly. Y eso se encuentra más en las bandas de psychobilly, que hacen letras de terror con puesta en escena, de máscaras y todo eso”, agrega Luis Domín, de Radio Texas. “Somos músicos influyendo a cineastas, y cineastas influyendo a músicos. La cosa es mutua”, cierra Marcelo.
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