Jue 16.11.2006
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LA REDENCION DE PABLO LESCANO

Crónica de un rescate

Luego de su voraz paso por la trilogía “sexo, drogas y música tropical”, el líder de Damas Gratis dejó todo, se internó en una clínica y —por ahora— sale sólo para tocar. El NO estuvo en Córdoba, donde cerró una fecha rockera.

› Por MARIO YANNOULAS

Desde Córdoba

Todos esperan a Pablo Lescano. El resto de los Damas Gratis salió en la trasnoche del miércoles en camioneta y pisó la ciudad de Córdoba ya entrada la mañana del jueves. Esa misma noche regarían de cumbia el cierre de un particular combo de bandas, con los locales La Cartelera Ska, Armando Flores! con un cóctel más funkie/reggaero, y los uruguayos de Abuela Coca en la Vieja Usina cordobesa. Pero Pablo aún no está. A esta altura todavía se encuentra en la clínica donde intenta recuperarse de su adicción a las drogas. Es temprano, y sólo tiene permitido salir por la tarde para hacer su trabajo. Los lunes, otra vez adentro. Mientras esperan su llegada, las más de diez personas que integran el staff de Damas —incluidos músicos, plomos y Luis, papá de Pablo— matan el tiempo con un poco de tele, o buscan un shopping donde mirar chicas y vidrieras. Si el imaginario popular espera barullo y descontrol, agachará la cabeza. Sólo hay recate o, mejor dicho, “rescate”. El cielo está tan despejado como los ánimos, y el ambiente es decididamente calmo.

El aterrizaje del avión que trae a Pablo y a su manager, Eduardo “El Chino” Benítez, coincide con lo que prometen las pantallas: a las 18.33 tocan suelo cordobés. A lo lejos se lo puede adivinar: es el único que lleva gorra y equipo de gimnasia. Se lo ve cansado: salir de un internado para lidiar con el check in y escuchar sobre emergencias en vuelo no parece ser la opción más confortable. Saluda con un apretón de manos y va hacia la combi. El sol de las siete en el aeropuerto parece ideal para unas fotos, pero él no piensa lo mismo. “Me hubiesen avisado antes, mirá cómo estoy, déjenme afeitarme por lo menos”, reclama. Sube a la camioneta, hasta el momento en silencio, y pone el estéreo al palo. Cumbia para todo el mundo, hasta para los transeúntes. “¿Querés escuchar?”, pregunta, pone el mismo tema y le da más rosca. “Está medio copeteado el cantante, ¿no? Es colombiano, el maestro Andrés Landero”, alecciona mientras canta sobre el disco y mueve las manos como si tocara un acordeón.

A partir de ahora, todo parece regirse por sus reglas: la música, el volumen, las partidas, las llegadas, la comida, los chistes. Todo. Se acomoda en el asiento y prende un cigarro. Se siente libre una vez más. Pero sus rasgos cambiaron. Aquel flaco de cincuenta kilos que hace algunos años era detenido por tenencia de drogas y armas de guerra —después reincidiría— engordó treinta kilos, y ya cerca de los treinta años sus facciones prueban que vivió intensamente. “Ya me acostumbré a la clínica, por eso ahora estoy tramitando la externación”, comenta.

Llega al hotel, y unos breves minutos de silencio son quebrados por el sonido de un acordeón. No se sabe de dónde viene, pero seguro que es él. Al rato atraviesa el lobby cual caudillo y encabeza las filas hacia la prueba de sonido. Todo a la sombra de su seguridad personal, que lo sigue hasta en un baño, donde nadie podría atacarlo porque no hay nadie.

Enaltecido como un prócer de la música popular por sus fanáticos, y curioseado como un personaje pintoresco por el resto, a veces se pierde de vista que el tecladista y cantautor es un verdadero músico. Todas sus actividades se realizan con música de fondo, o en primer plano: en un aeropuerto, en una habitación de hotel escuchando el tango Fanfarrón en la versión de Lidia Borda —”una vez me dedicaron este tema, me mataron”, bromea—, descargando de la red con su laptop, con un acordeón improvisando en la combi o en un show de Damas Gratis. Es casi compulsivo. “En la clínica escucho música todo el tiempo, y a los que se juntan conmigo también les gusta la cumbia. Ya perdí dos iPod de 60 gigas, soy un boludo bárbaro”, se ríe, y exhibe su celular, que —casualidad— también reproduce mp3. Le gustan los chiches electrónicos.

Si bien no todos los rockeros entran en la frecuencia (justo cuando cimentaba la producción y composición para Flor de Piedra, banda fundacional de la cumbia villera, El Otro Yo exclamaba que “la cumbia era una mierda”), desde su lugar de músico y productor tuvo acercamientos con la cultura rock y con el cine. Hoy en la Argentina el rock y el reggae se hermanan y comparten festivales, y la cumbia también se vincula con lo rasta, con el ska y con el hip hop. Todos nacieron en barrios pobres y coinciden en ciertas prácticas culturales, hay parecidos en la vestimenta y en gustos particulares, sea por una sustancia o por un buen reloj. “Ahora vamos a hacer el tema más reggaero que tenemos... como para parecernos un poco a lo que hubo antes”, dijo Pablo promediando el show.

Compuso música para la película El bonaerense, de Pablo Trapero, y compartió grabaciones y tablas con Fidel Nadal —”metí mano en el segundo disco solista (Cabeza Negra)”, dice Pablo—, y los Decadentes, a quienes sumó su teclado en nuevas versiones de Vení Raquel y Entregá el marrón. “Buena onda Fidel, el loco me vino a buscar y nos hicimos amigos. Lo que no me acuerdo es si los Decadentes me buscaron a mí o fue al revés”, confiesa. En mayo del 2001, el NO retrataba lo ocurrido en el Festival Multipalo, en Monte Grande, donde los tres grupos compartieron escenario y consolidaban la conexión. Quizá sin saberlo, y probablemente sin pretenderlo ni interesarle, de algún modo Pablo se acerca a la impostada y marketinera figura del rocker: exceso de sustancias, libido y fanáticas histéricas harían de la clásica tríada una variación: ahora sería sexo, drogas y música tropical.

Después de la prueba de sonido, todos de vuelta al hotel. En la habitación están Pablo y algunos músicos más, que responden “de todo” cuando se les pregunta si escuchan otra música. Pablo corrige: “No, de todo no escuchamos. No escuchamos ni Néstor En Bloque, ni El Polaco, por ejemplo”. Evidentemente, las letras dulces no son lo suyo. El prefiere lo crudo. “De rock poco, hay un tema de Intoxicados que está bueno, ahora no me acuerdo cuál es.” Cuando se le comenta sobre el mambo del Pity con las hormigas, Pablo se queda unos segundos mirando al horizonte, como pensativo. ¿Habrá acercamientos? “Otros que saben hacer temas son los de Bersuit, son inteligentes. Y me gustan un par de temas de Calamaro”, declara tocándose la panza.

Cerca de las diez, el camarín espera por los chicos de Damas, que nunca pierden la tranquilidad. No se termina de saber si son así porque están de vuelta, o porque está en su naturaleza. Algunas frutas, bebidas sin alcohol y más tarde pizza y empanadas engalanan la mesa. Cuando llegan las cervezas, el Chino no las admite: “Llevate esto, sólo agua y gaseosa”, y Pablo se harta de esa comida. “Basta de esto, Cuarto de Libra para todo el mundo”, arenga, y al rato varias bolsas con una gran M traen las preciadas hamburguesas, que son unas cuantas, pero se agotan. “Apúrense a papear, que se acaba, eh”, advierte mientras escucha de refilón las bandas que suenan detrás de la pared y emite comentarios.

Apenas pasada la una de la mañana la banda está sobre el escenario. Pablo se acerca al plomo que le cuelga su teclado, y espera un poco para aparecer. Cuando lo hace, cientos de voces gritan y lo adoran. “Tenemos que tocar setenta minutos, por contrato. ¿Cómo hago para tocar tanto? No llego, a lo sumo una hora. No somos como Leo Mattioli, que toca un tema y habla veinte minutos”, revelaba Pablo antes del show. Ni él sabrá cómo, pero llegó al tiempo estipulado, ayudado por las chicas que desde el público subieron al escenario para mostrar la tanga al ritmo de cumbia.

Conformes por el show y más distendidos, todos vuelven al hotel, cargan las cosas en un camión y suben a la camioneta. Otra vez desde el primer piso del hotel se escucha el acordeón de Pablo antes de partir. Mañana será en el Chaco, pasado en Corrientes. Aunque no parezca, esto es un trabajo. Y no hay playback. El lunes habrá terminado de laburar; él tendrá que volver a la clínica y contarles a los demás cómo le fue.

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