COSQUIN ROCK
› Por POR ROQUE CASCIERO
Desde San Roque
Ahora que ya no quedan más carpas que las de los turistas de siempre en la comuna cordobesa de San Roque, ahora que se desarmó hasta la última tuerca del escenario de Cosquín Rock, ahora que una nueva generación de rockeros barriales encontró su legitimación en el festival más tradicional de la Argentina a fuerza de meter gente (la suya fue la fecha con más público), es precisamente ahora cuando hay que parar un poco la pelota, que no se mancha, y ponerse a pensar en el presente y el futuro del rock argentino. Puede que parezca presuntuoso plantear semejante temática desde una simple nota periodística, pero lo cierto es que casi nadie parece estar haciéndolo, al menos en voz alta. Tampoco es que vayan a hallarse aquí respuestas concluyentes y fórmulas mágicas para superar un estado de las cosas que tiende al achatamiento artístico y, sobre todo, ideológico. Es simplemente un alerta, como los elaborados por otros colegas y algunos —demasiado pocos— músicos. Son contados los que abren la boca más que para promocionar su último disco (y de esto también tenemos que hacernos cargo los periodistas, que debemos ir más a fondo en nuestro trabajo) y el debate se ha clausurado por falta de ideas.
Aquí todavía resuenan las palabras del Pato Fontanet. No las de homenaje a las víctimas de la tragedia de Cromañón por la cual está procesado por estrago doloso, porque no dijo absolutamente ninguna. No, fueron otras, las que plantean que no hay nada que debatir y que si se pretende pensar sobre la situación, se está en la vereda de enfrente: “El que quiera entender, que entienda, y el que no, que se quede discutiendo contra la pared. Nosotros vamos a seguir juntos”. Palabras que, unidas al “chúpenla por caretas” que había dicho en su vuelta a los escenarios, parten en dos al rock argentino. Para Fontanet, no sólo son caretas quienes, como efectivamente sucede, desprecian al rock barrial por motivos más clasistas que estéticos. No, también es un careta el que quiera discutir, pensar cómo se sigue (o si vale la pena hacerlo) después de una tragedia sin precedentes en la historia del rock y de todo lo que vino después. Es un careta aquel que piensa sobre la responsabilidad del músico arriba del escenario.
O sea, un rock que, desde el 30 de diciembre de 2004 para acá, tiene las puertas cerradas para evolucionar (las puertas de los lugares son sólo la alegoría), que se autocelebra hasta con una película en la que ni se menciona la palabra Cromañón, que cierra como negocio grosso para unos cuantos y que entra en relaciones carnales con el Estado para evitar los números en rojo.
Los mensajes de unidad sin reflexión tampoco son demasiado alentadores, porque se caería en la falsedad de “somos todos amigos”. Es natural y saludable que surjan en el seno del rock diferencias estéticas e ideológicas. Los Redondos y Soda las tenían, por ejemplo, pero los dardos que se cruzaban en las entrevistas eran generadores de reflexión, más allá de que algunos sólo los usaron para embanderarse como si se tratara de equipos de fútbol. Pero ahora resulta que sólo se puede discutir contra la pared o chuparla por caretas, si se sigue la ¿lógica? del nuevo líder de masas del rock argentino. Lo cierto es que, arriba o abajo de un escenario, con una mordaza en la boca no se puede cantar.
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