LAS HISTORIAS DE MAXIMILIANO KOSTEKI Y DARIO SANTILLAN, LOS PIBES ASESINADOS POR LA POLICIA
El miércoles 26 de junio, los dos y otros miles de anónimos militantes barriales sufrieron una brutal cacería policial que casi todos los medios, excepto Página/12, insistieron en camuflar al día siguiente. Con el paso del tiempo, y a partir de contundentes testimonios visuales, la verdad quedó al desnudo: hubo premeditación y alevosía de las fuerzas de seguridad. Mientras se aguarda por justicia, aquí se repasan trozos de vida y sueños de dos pibes del sur del Gran Buenos Aires, fanas de Hermética y Nirvana, que un día decidieron hacer algo por los demás y se jugaron en ésa.
› Por Cristian Vitale
Maximiliano
firmaba todos los poemas que escribía con sus iniciales; también
dibujaba. Su madre Mabel no lo sabía, pero tenía muchos dibujos:
manos entrelazadas, rostros femeninos, laberintos, puertas al infierno, un mapuche,
un Guevara, escaleras infinitas, Jesús, un ángel, una serpiente...
Maximiliano se levantaba temprano. Tomaba un mate, se ponía un pantalón
cinco talles más grande, una gorra negra, un chaleco verde con parches
rojos y caminaba, todos los días, 40 cuadras por la vereda del sol (si
había). Iba desde su casa de Glew hasta el descampado en donde estaba
el barrio Yaya de Guernica. Allí estaba la casa del MTD. Maximiliano
pasaba el día ahí, desde las 9 de la mañana hasta las 5
de la tarde. En la huerta, con las manos aún pintadas de la noche anterior,
plantaba tomate y lechuga. Daba una mano en la construcción de un comedor
para la barriada. A las 5 recorría el mismo camino hasta la estación,
tomaba el tren y bajaba en Lanús para ir a la escuela: estaba en segundo
año y lo suyo era el arte. Nunca tenía un peso.
Nadia tiene 18 años y estuvo con él, firme, al frente del piquete.
Ella se salvó porque una familia desconocida la metió, llena de
sangre, en su casa de Gerli para despistar a los policías que la perseguían.
“Lo conocí el 1º de mayo en la estación de Glew –cuenta–.
Estábamos con dos chicos y una chica, y se puso a hablar con nosotros.
Venía con unas pelotitas haciendo malabares. Le contamos que íbamos
a una marcha en Plaza de Mayo y se prendió, como si hubiera estado esperando
la oportunidad. La primera impresión fue: ‘¿Qué le
pasa a éste tipo?’. Venía, se sentaba, se reía, hacía
malabarismos. Era un tipo muy distinto de nosotros... Pero enseguida fuimos
descubriendo una personalidad sorprendente; con su andar cansino te transmitía
una paz enorme. Hablaba despacio, reservado, pero claro y no decía malas
palabras. Era lo que se dice un tierno.”
Nadia, prácticamente, pasaba todas las horas de todos los días
con él. Trabajaban juntos en la huerta y comían, si había,
si no, tomaban mate. Con ellos estaban los otros compañeros: Andrés
de 19 años, un pibe que está por terminar el secundario; Victoria,
militante de larga data y alma mater de la agrupación; Héctor,
su pareja, un hombre de prominente barba; y Virginia, estudiante de Bibliotecología,
de 36 años. Todos ellos, piqueteros. “A la primera asamblea que
vino, le dije: ‘Vos, con esa barba, no serás afgano, ¿no?’.
Y me contestó: ‘Yo no, pero vos... Vos no andás muy lejos’”,
recuerda Héctor sobre el día que conoció a Maxi.
Con el tiempo, Nadia descubrió que lo discriminaban. Por su aspecto,
no había mirada pacata que no lo mirara de arriba abajo. Es cierto, siempre
iba “desaliñado”. Pero no le importaba. “Tenía
amigos insólitos. En el velorio apareció una mujer que solía
exigirte en malos términos que le dieras una moneda. La vi, llorando
por Maxi, con un ramito de flores. ¡Era amiga suya! Los linyeras, los
que dormían en la calle, también lo amaban. A todos sus amigos
los había conocido en la estación, en la plaza o en la calle”,
reseña Victoria.
De chico, Maximiliano había tenido una educación religiosa por
su madre, que era catequista. Tomó la comunión y fue monaguillo
en el oratorio de la Obra Don Orione de Claypole, donde pasó toda su
infancia. Por ausencia de su padre, tuvo que hacerse cargo de su hermana, Mara,
a quien cuidó como una hija. “Quería demostrar que no estaba
encima mío, pero lo estaba. Cuando empecé a salir con Diego, mi
novio, le dijo que tuviera cuidado o se las iba a ver con él. Era como
un angelito que estaba ahí, como sinhacer nada. Pero te cuidaba”,
recuerda Mara, de 17 años. Ya adolescente, formó una banda de
rock a la que bautizaron él y sus compañeros Vacío Creativo.
Maximiliano era el cantante. “Bah... Intentaba cantar –sonríe
al recordarlo Mara–, lo terminé gastando muchísimo, pero
se notaba que siempre estaba buscando algo distinto.” Cuando tenía
plata, le gustaba ir a ver a Todos Tus Muertos o a 2 Minutos. Y adoraba a Nirvana.
“Cuando no podía ir a los recitales, se dormía escuchando
la Rock & Pop. Y leyó mucho al Che, ahora estaba terminando un libro
de Horacio Verbitsky. En verdad, me siento muy orgullosa de mi hijo.”
Una de las últimas mañanas que se lo vio caminando por ahí
fue con un tanque. Lo había conseguido para construir un horno y hacer
cerámica, pero al enterarse de que los compañeros necesitaban
uno igual para hacer pan, lo donó. “Vino pateándolo por la
calle de su casa hasta acá. Tardó, pero llegó, él
hacía todo tranquilo. A diferencia de la mayoría, disfrutaba cada
segundo. Marcaba el ritmo de su vida, se imponía sobre él. Una
vez habían traído unas cañas para la huerta. Pero parecía
que no servían para nada. El las agarró en silencio, se fue al
fondo y cortó cañita por cañita: las transformó
en útiles... Era de esos tipos que construía desde otro lugar",
dice Victoria. que, por su llegada a la Coordinadora Aníbal Verón,
conocía a los dos por igual.
A Maxi se le adjudica también la capacidad de hipnotizar niños
traviesos del MTD. Podía pasar horas transformando hojas de árboles
en barquitos, y hacerlos correr por una zanja, llevando mensajes inconclusos
a un lugar que sólo él y los chicos podían imaginar. O
jugar a tirarse bolitas inocentes. “Cuando sentía que molestaba,
se hacía a un costado, no quería ser una piedra en el camino.
El quería pintar el camino. Pero hace un mes se había cansado
de ser un espectador pasivo y quería ser piquetero.” Victoria destraba
el momento en el que Maxi se decidió por la acción. Así,
el trágico miércoles 26, fue uno de los seis que integró
el grupo de seguridad piquetera, el que peor la pasó. Cuando la policía
inició la represión, Maxi, que había pasado su vida escribiendo
poemas de amor y pintando seres incomprensibles, tiró un par de piedras
hacia atrás para contener aunque sea un poco la brutal embestida y ayudar
a que sus compañeros escaparan.
En
el barrio La Fe de Lanús se escucha un grito repetido tres veces. “¡Darío
Santillán presente!”, grita al unísono un centenar de personas,
dentro del local del MTD Lanús, en la asamblea homenaje a Darío.
Hay camaradería, ganas y un encendido clima militante, que parece de
los años ‘70. “En aquel tiempo había lucha con conciencia,
hoy marginación. Muchos pibes –como yo en tiempos pasados–
nos quemamos la cabeza con falopa, porque la sociedad no nos permite pensar.
A mi hermano eso le dolía mucho. Le daba bronca y trataba por todos los
medios de sacar la droga del barrio.” Leonardo Santillán gritó
muy fuerte las tres veces. De golpe, le han quitado a su hermano. Se sintió
solo, sufrió mucho, lloró en cámara y fuera de ella. Pero
sabe que su misión es cosechar la semilla que sembró Darío
en sus siete años de militancia. “Lo fui entendiendo de a poco.
Su prédica central era el laburo social, desde abajo, desde donde se
empiezan a construir los nuevos valores.” Leonardo entendió por
primera vez a Darío cuando, a los 14 años, le pasó las
obras completas del Che Guevara: “Sentir la injusticia ajena como propia
es un don que pocos tienen. El era uno de ellos: iba al frente siempre, tanto
para hacer alguna actividad en el barrio como para resistir. Era consecuente
con lo que hacía y decía”.
La preocupación cotidiana de Darío tenía tres ejes fundamentales:
el trabajo, la enseñanza y el consejo: “Toda tarea difícil
la tomaba como un desafío. En el barrio, muchos pibes están re-mal,
a él le preocupaba que se drogaran. El intento era integrarlos, valorarlos,
sacarlos de su marginalidad. Su última idea era la Juventud Piquetera.
Todo el tiempo pensaba en cómo darle un sentido a la vida de los pibes”,
remarca Florencia, compañera de militancia. “Esos chicos se anotan
para estar en los piquetes, pero veíamos que podía ser contraproducente.
La combatividad sin conciencia no sirve. Por eso, Darío estaba preocupado.
Hacíamos dos reuniones por semana –sábado y lunes– para
tratar de integrarlos. Incluso logramos que uno de ellos comenzara a filmar
con una cámara que nos prestaron. Y así se iban enganchando: uno
se ocupaba de la bandera, el otro del bombo, el otro del afiche.”
Darío provenía de una familia, aunque no acomodada, sí
de pasar tranquilo. Sus padres, enfermeros del Hospital Argerich, le habían
proporcionado la posibilidad de terminar la secundaria sin sobresaltos. Fue
la época en que descubrió lo que quería hacer con su vida.
Y formó una agrupación llamada 11 de Julio. “Lo conocí
cuando estaba en el secundario. Tendría unos 18 años. Estaba en
una agrupación de estudiantes de una escuela de Solano, que se llamaba
11 de Julio, porque era el día que se habían juntado. Hacían
pintadas y actividades para cada 24 de marzo”, refiere Florencia. Pero
el punto de inflexión en su vida fueron los cortes en Florencio Varela,
en 1997. “Cuando empezaron a surgir los movimientos de desocupados, a él
le parecía que podía estar aportando desde su lugar con la gente
de los barrios. Conocimos la experiencia de los cortes de Varela en 1997. A
partir de ahí, empezó a ver cómo podía colaborar.”
Un día se fue de su casa –jamás se peleó con los padres–
para vivir en la villa de Chingolo. Había encontrado su lugar y su amor
allí, Claudia. Un zoom de energía que, de repente, lo convirtió
en artífice principal de emprendimientos autogestionarios que le cambiaron
el color al barrio:construyeron una guardería, una biblioteca popular
(gracias a un terreno donado por un militante muerto en octubre del 2001) y,
fundamentalmente, el obrador que da trabajo a todos los desocupados de La Fe.
Cuando la militancia le daba tiempo, Darío se dedicaba a la música
y al dibujo. Era fan de Hermética y del Cuarteto Cedrón, pero
también le gustaban Pink Floyd, Peteco Carabajal y Mozart. “Ultimamente
se estaba volcando a la música clásica. De más chico admiraba
a Hermética. Nunca dijo nada acerca de las ideas de Iorio, para él
era artista y nada más. Lo que no le gustaba mucho era el fútbol:
además de ser de madera, decía que era un engaño, un factor
de control social para distraer al pueblo. ¿Si tendría que elegir
un tema para homenajearlo? Ese de Hermética que habla acerca de dos hermanos
(“Evitando el ablande”), uno que se muere y el otro que sigue intentando
continuar con sus enseñanzas. Su vida acabó, por principio y solidaridad,
pero la mía no. Me estoy formando para seguir lo que él dejó”,
detalla su hermano.
Cuando el MTD consiguió la computadora para el taller de educación
popular fue una fiesta, cuentan sus compañeros. Darío era el único
que sabía manejarla, se sentaba adelante y el resto seguía cada
movimiento del mouse. Era como un ritual. Habla Florencia: “Hay compañeros
que tienen voluntad de aprender, pero no sabían cómo organizar
una planilla. El sabía manejarla y enseñaba. Tenía esa
perseverancia que muchos no tenemos. Hay que aguantarse el día a día
bajo magras condiciones. Nunca dudaba, a muchos compañeros el día
a día los desanima, pero él no tenía dudas sobre lo que
estaba haciendo. Yo, cuando me enteré de que iba a estar en el corte,
en medio de una situación complicada...”. Florencia hace un gesto
como diciendo “pensé lo peor”. Cuando tenía al escuadrón
de policía enfrente, en el Puente Pueyrredón, Darío no
cambió su actitud. Después de todo, era una consecuencia de su
vida: los policías apuntaron, él los miró fijo, levantó
el bastón y resistió lo que pudo. Quince minutos después,
un policía lo fusiló por la espalda. Precisa Leo: “Antes
de militar era un chabón muy decidido. Cuando era chico, había
hecho un curso de primeros auxilios y de hecho, cuando lo mataron, no estaba
haciendo otra cosa que tratando de curar a un compañero”.
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