“Manifiestos, escritos, comentarios, discursos, humaredas perdidas, neblinas estampadas, ¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua! Las palabras entonces no sirven: son palabras.”
Rafael Alberti
Pausa. Congelen la imagen. Pongan “Selvagem!”,
de Paralamas. Play, otra vez.
Es miércoles
26 en Puente Avellaneda y hay olor a tragedia en el aire. Los piqueteros se
han jurado cortar el puente para protestar por el hambre de la gente, la falta
de trabajo, la desocupación. Los policías han recibido la orden
de impedirlo. Para impedir que los piqueteros corten el puente, la policía
corta el puente.
El pibe piquetero y el comisario se miran, ahora, en un momento clave: el combate
callejero los ha puesto frente a frente. Es una décima de segundo, pero
se miran para no olvidarse jamás el uno del otro.
Los pibes piqueteros han cargado contra la policía con las armas de los
pobres: las gomeras, las piedras recogidas en la marcha, las molotov hechas
con botellas de gaseosas, los palos.
La policía ha cargado contra los pibes con las armas que el Estado les
presta. Pistolas y fusiles lanzagases, balas de goma, palos, escudos.
Pausa. Congelen la imagen. Pongan “Selvagem!”,
de nuevo. Play, otra vez.
Los pibes piqueteros,
gaseados, retroceden, corren, se desbandan. No saben que están infiltrados
y que algunos de los que recién marchaban junto a ellos ahora los apalean.
Uno tiene una Itaka.
Un tipo con una Itaka comanda a los que rompen vidrieras de negocios y vidrios
de autos. Luego detiene un colectivo, baja a la gente y le prende fuego.
La policía, agrandada, persigue a los piqueteros. Ahora aparecen otras
armas, esas que la policía lleva “por izquierda”. Las balas
de estas armas son de plomo. Hieren y matan. Cada vez que un policía
dispara una de esas armas, que arrojan cartuchos rojos, otros policías
se detienen a buscarlos. A veces, reemplazan los cartuchos rojos por cartuchos
verdes. Los verdes son de balas de goma. Es una operación planificada:
barren con las pruebas.
La persecución se convierte en cacería por las calles de Avellaneda.
La acción es confusa, pero una cosa está clara: unos huyen y otros
los persiguen. Unos están desarmados, los otros armados.
Allá adelante, corre el pibe piquetero Darío Santillán.
Ahora no tiene ni palo, ni nada. Tiene miedo.
Acá atrás corre el comisario Alfredo Franchiotti. Está
desbocado. Recibió un rasguño en el cuello en la refriega. Tiene
la escopeta cargada.
Mientras huye hacia adelante, Santillán ayuda a un señor mayor
que él, que no puede con sus años.
Mientras persigue a la gente, Franchiotti va al mando de una patota, que lo
circunda.
Al ingresar a la estación de trenes, Santillán ve a un pibe como
él, retorciéndose en el piso. Es Maximiliano Kosteki, que está
muriéndose. Santillán se arrodilla, intenta darle aliento. Un
pibe de pantalones marrones hace lo mismo.
Franchiotti, enceguecido, entra a la estación, al frente de su jauría.
Ve la escena. Santillán y el pibe de pantalones marrones que estaba con
él se dan cuenta de que les van a tirar. Salen corriendo. Una bala de
plomo de una escopeta le entra en la espalda a Santillán. El pibe de
pantalones marrones logra escapar.
Santillán está en el piso: pierde sangre. Franchiotti va hacia
él, le grita, le manotea el pañuelo palestino, lo maltrata. Lo
mismo harán sus compañeros uniformados. Con Santillán,
que agoniza, y con Kosteki, que ya está muerto. Uno posa al lado de Kosteki
riendo, como un cazador satisfecho junto a su presa abatida.
Luego, entre cuatro arrastran a Santillán, como ni siquiera se arrastra
a los perros, hacia una camioneta. Cuando llegue al hospital, Santillán
estará muerto.
Pausa. Congelen la imagen. Pongan “Selvagem!”,
otra vez. Play, de nuevo.
El comisario
Franchiotti empieza a mentir, ante los medios, su accionar de minutos antes.
Se hace la víctima, ironiza sobre los piqueteros, se jacta de ser un
policía derecho. Un hombre sacado le pega dos trompadas, frente a las
cámaras de televisión. Franchiotti sobreactúa su papel
de víctima. El hombre va preso. No la pasará bien.
El Gobierno hace circular la versión de que los dos muertos son parte
de una interna piquetera. Una porción de los medios –ya se sabe:
al frente La Nación, Radio 10, Daniel Hadad, Marcelo Longobardi, Baby
Echecopar, BAE, Ambito Financiero & Co.– empieza a repetir eso y a
amplificarlo. En el mejor de los casos no tienen ninguna información,
pero prefieren creerle al poder. Creer que los que luchan son malos.
Otros medios, con Página/12 a la cabeza, empiezan a iluminar la escena,
a mostrar lo que de verdad pasó. El peso de los testimonios gráficos
es inapelable. El Gobierno desanda caminos. Eduardo Duhalde dice que se trató
de una cacería. Felipe Solá explica que cuando creyó la
versión de la policía, estaba en manos de un psicópata
de uniforme: Franchiotti.
Las fotos y los testimonios fílmicos circulan por todas partes: nunca
en la historia argentina estuvo tan claro de qué manera se mata a los
que eligen salirse del rebaño.
El frepasista Juan Pablo Cafiero asume como jefe político de la Bonaerense
cuando Franchiotti y su séquito ya están detenidos, a disposición
de la Justicia. La Justicia investiga. Tiene sus tiempos.
Los piqueteros también tienen sus tiempos, urgentes: luchan por planes
Trabajar, por un cacho de dignidad, por el hambre de los chicos. Se tapan las
caras porque luego de las manifestaciones son buscados por los barrios por una
policía cuyos métodos hoy están más claros que nunca.
Muchos periodistas, incluso algunos progre, repiquetearán sobre eso y
sobre los destrozos en los comercios. En general, son los mismos que hacen comentarios
jocosos cuando la clase media plazofijista se las agarra con las vidrieras de
los bancos. Una porción de ellos abona, acaso sin quererlo, la teoría
de los dos demonios.
Es evidente que acá no hay dos demonios. Hay gente con hambre que se
decide a reclamar y una policía que los reprime burlando la ley. ¿O
es que la gente tiene que resignarse a ser estadística, sin hacer nada
por cambiar las cosas?
El martes 2 de julio el gobierno anuncia que adelanta las elecciones.
Stop. Replay
Miren
el gesto solidario del piquetero: perseguido por una jauría de policías
sedientos de sangre, se para a ayudar a un compañero herido.
Miren el gesto asesino de Franchiotti y sus esbirros: llegan al lugar y le disparan
por la espalda.
Miren otra vez: un tipo es capaz de parar una huida desesperada por ayudar a
otro. El que viene detrás es capaz de asesinarlo por la espalda.
Elijan de qué lado está su corazón.
Stop. Congelen la imagen. Pongan “Selvagem!”, de Paralamas, otra vez.
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