“SPEED GRAPHER” POR ANIMAX
Con un notorio síndrome post-bélico, Saiga, el protagonista del animé japonés que se estrena en septiembre, vive en una Tokio opresiva, propone una fuerte crítica al sistema político, a las multinacionales farmacéuticas y a la vorágine consumista.
› Por Facundo Di Genova
Como Robert Capa y su fotografía Muerte de un miliciano, que retrata la caída del combatiente anarquista Borrel García cuando recibe un disparo fatal, durante la Guerra Civil Española; o como Eddie Adams y su instantánea que muestra el momento exacto en que un policía de Saigón le dispara en la sien derecha a un prisionero del Vietcong, el reportero gráfico japonés Tatsumi Saiga hace lo propio: apenas un tiro le parte la cabeza a un guerrillero asiático, en el medio de una indeterminada selva asiática, capturando el instante fatal, quedando loco para siempre. Así empieza Speed Grapher, la serie animada que Animax pondrá al aire todos los jueves de septiembre a partir de las 24.
El animé, realizado por los estudios Gonzo, cuya historia se desarrolla en una Tokio oscura, opresiva y surreal, propone una fuerte crítica al sistema político japonés, a las multinacionales farmacéuticas y en general a todo lo que tenga que ver con la vorágine consumista, sin olvidar a los protagonistas de esa vorágine, ni a su revulsiva búsqueda hedonista. Y todo bien adornado por una exquisita trama de suspenso y sexo casi explícito, flashes oníricos, cuidada estética cinematográfica y la música original de ¡Duran Duran!
Saiga, el protagonista de Speed Grapher, vuelve del frente de guerra, pero lejos de recuperar la paz queda en un estado de inquietud permanente. Sufre, pues, de estrés post-bélico. Un problema con las autoridades tokiotas lo deja sin pasaporte, y ya nunca más podrá salir de esa ciudad futurista, que ha acusado recibo de la debacle financiera internacional. Saiga se siente asfixiado, y no porque fume un Gauloises detrás de otro. No la pasa bien, a pesar de que tiene ofertas laborales para ingresar en el coqueto mundo de la fotografía publicitaria, y aunque una propaganda reproduce una toma suya en todas las calles, descree de aquellas ofertas, por lo que sólo trabaja como reportero de calle, retratando los hechos policiales más sangrientos.
Pero el héroe clásico le dejará paso al hombre, aunque dibujado, de carne y hueso, con las perversiones más condenables desde el punto de vista ético, candidato a un tratamiento psiquiátrico urgente. Mientras Saiga lucha con sus miserias internas, cubre un hecho en el que dos senadores japoneses son acribillados a balazos. Enseguida, un editor inescrupuloso le pide seguir el caso, y le encarga una misión: investigar y fotografiar el Roppongi, un club secreto y subterráneo al que sólo asisten los millonarios de la ciudad, que satisface los deseos de sus clientes sin importar que sean ilegales. Un poco detective y otro poco periodista, Saiga se infiltra en esa especie de secta que busca el máximo placer posible para sus miembros, porque “el placer es la verdad y sin él sobreviene la muerte”. Así, pues, asiste a una de sus sesiones iniciáticas y descubre un palacio bajo tierra, y ve rituales degenerados, y orgías aquí y allá, y esclavas masturbándose, gordos burócratas babeando, empresarios lascivos. Descubre también a la anfitriona del lugar, llamada Kagura, una jovencita que sólo viste mínima ropa interior blanca. Un tatuaje alado le asoma por el pubis.
El NO se reserva contar el desenlace del primer envío, así como también el secreto enigma científico de esta historia de veinticuatro capítulos, que para eso está Internet. Resta decir en cambio que al pobre y pervertido Saiga, cada vez que fotografía a una persona muerta, se le para el pito.
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