POSTALES URBANAS: HOMENAJE AL AMIGO MUERTO
No se piensan con ambición artística, sino como epitafios urbanos. Los murales de los pibes del barrio que fallecieron son frescos intocables, aun por graffiteros o punteros de campaña. Nadie se atreva...
› Por Facundo Di Genova
A quienes se les hizo de noche en el medio de la tarde. A los que se les apagó la vida de repente. A los que abandonaron este mundo antes de tiempo. Dedicados a todos ellos, los murales reviven sus historias, interpelan a los vivos, superan las fronteras del cementerio. Se plantan en el mismo lugar donde el muerto pasó sus mejores días.
Sin pretensiones artísticas, pensados y pintados por los amigos más entrañables, estos epitafios sin tumba imponen respeto, y casi nadie se mete con ellos. Los graffiteros y punteros políticos por igual, acusados de tapar y pintar casi cualquier superficie por más prohibida que sea, ni se atreven. Mucho más que un templo religioso, el homenaje al amigo muerto es intocable. Como el mural dedicado a los chicos de Cromañón, a Kosteki y Santillán, a los pibes de Carmen de Patagones y al Angel de la Bicicleta, estos homenajes están ahí, visibles para quien quiera verlos, y aunque las historias que retratan no son parte de las grandes tragedias nacionales, y por lo tanto socialmente anónimas, sus protagonistas, a su manera y sólo en el barrio en que nacieron, tienen fama.
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“En la esquina de Humboldt baila el juguetón espíritu del Negro Lucas, dejando un pedazo de corazón en el interior de cada amigo que lo sintió.”
El Negro Lucas caminaba hacia la pizzería donde laburaba. No iba a trabajar, iba a cobrar el sueldo. Como era y todavía es la costumbre de los pibes del barrio, fue caminando por las vías del tren que va de Retiro a José C. Paz, a metros de la Estación Chacarita, en dirección a Corrientes.
Vaya a saber qué música –y a qué volumen– venía escuchando en su walkman. Lo malo fue que, en el camino, pudo ver que venía un tren de frente, y se corrió hacia la vía izquierda. No escuchó que en la dirección contraria venía otro tren, detrás suyo. Tenía veintidós años. Fue el 29 de mayo de 2001. Murió enseguida.
“Era el más querido”, dice Mercedes, que entonces tenía 18 años, y describe los rulos negros del Negro Lucas, su bocota enorme, su vozarrón particular. “Cuando pasaba por la esquina, las pibas se le colgaban del cuello”, se acuerda, la mirada fija en una secuencia pasada. Justo en el lugar donde se le apagó la vida, los amigos levantaron un altar con flores y una cruz, y pintaron la letra algo modificada de una canción del disco Otras canciones de Attaque 77 (‘98), escrita por Cristian Aldana, que eligió Mercedes. Canción del adiós, se llama: “He descubierto un mundo nuevo / Me iré sin saludar / Si es difícil volver a empezar / Piensen en mí / Y aunque no escuchen mi voz / Siempre estaré cerca”.
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En el barrio Alem de Laferrere, partido de la Matanza, hay una fiesta que se da vuelta como una media. Se convierte en un infierno. Matador y matado viajan juntos hacia el hospital, con heridas irreversibles, en la caja de una camioneta de la Bonaerense. Habrá tres muertos, tres heridos y dos pistolas 9mm que nunca aparecen.
Bernardo Florentín y Esteban Sosa, sin tener nada que ver con nada, reciben los disparos desquiciados del desquiciado bajista y cofundador de la banda de cumbia villera Supermerk2, Alejandro Mamani, a quien alguien, rápido de reflejos, le devuelve la gentileza con dos tiros en el pecho.
Fue en la madrugada del primer domingo de junio del año pasado y el hecho quedó fuera del foco televisivo porque ese lunes, a María Pía Guglielmi, una empresaria que tenía la concesión del restaurante del Golf del Palermo, dos presuntos secuestradores la mataron de un tiro en el pecho. El barrio Alem, entonces convulsionado por los móviles de TV, enseguida quedó desierto y triste, pero tranquilo.
Apenas se fueron las cámaras en busca de la noticia fresca, los amigos del joven changarín Berna y del estudiante secundario Ity Sosa juntaron pintura de donde pudieron y los recordaron con dos murales, a metros de donde murieron, en el mismo lugar que solían frecuentar. Uno tiene el nombre Berna bien grande, y la firma de sus amigos. El otro es un retrato de Ity. Hoy la pintura resiste el paso del tiempo, Supermerk2 es banda de culto, el ex socio de Mamani, Fideo Galván, produce un nuevo grupo de cumbia, El Empuje, y el cantante que inmortalizó el tema La lata, alejado por aquel entonces de la interna que desmembró a la banda formada en la esquina de Crovara y Cristiania, la sigue rompiendo en los escenarios con su nueva formación, Club Atlético Chanchín (C*A*CH). A Mamani nadie le pintó un mural.
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Un día cualquiera fue a colgar un par de zapatillas mojadas a la terraza. Quién sabe por qué, hizo un mal movimiento y cayó, rompió un vidrio, quedó lúcido. Pero una astilla tan filosa como un cuchillo se le clavó en la axila. Murió desangrado, El Cebolla. Tenía veinte años.
Los pibes, sus amigos, la banda que paraba en Humboldt y Loyola, los que ahora frecuentan el quiosco de El Salvador y Fitz Roy, quisieron revivirlo de alguna forma. Con los colores de Atlanta, porque era hincha del bohemio, pintaron su apodo en azul y oro, en la pared de la esquina. Enfrente, un cartelito de madera dice Cebolla como si fuera el nombre de la calle y al lado hay una pared blanca con letras negras, que dice, con dolor: “No sé si alguna vez te habré dicho cuánto te quiero. Si no te lo he dicho es en este momento que me arrepiento”. Dedicado en su memoria (1983-2003) avisa que “ni la muerte podrá romper nuestros lazos de amistad”, y cierra así: “No sé cuándo, pero ten la seguridad de que nos encontraremos”.
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Anochecer del último sábado de enero en Villa Gesell. La segunda quincena había sido un hervidero en todo sentido, y no termina bien: después de varias corridas, enfrentamientos y amenazas cruzadas durante los días previos, seguidores de Platense y Huracán se cruzan en avenida 8 y paseo 110. Los protagonistas apenas tienen veinte años.
Es verano del ‘99 y la trifulca se viene cantando desde diciembre, cuando se enfrentaron en Parque Patricios, con robo de trapo incluido.
Está todo mal, se huele la guerra. Disparos flacos, secos, finitos, suenan en la noche gesellina. Es una pistola 22. Dos tiros le dan al calamar Javier Mata Díaz, conocido como El Melli, de veintiún años. Muere enseguida. La policía detiene a cinco personas de Parque Patricios y secuestra una pistola 22, y cinco gramos de cocaína. Nadie es condenado.
“Era el primer verano que nos íbamos de vacaciones todos juntos”, recuerda Mariano, amigo del Melli, a quien le realizaron dos homenajes. Primero: una tribuna de la cancha de Platense es bautizada con su nombre. Después le hacen un mural, en García del Río y Roque Pérez, frente a la plaza redonda, en la pared de un taller mecánico. “Me vinieron a pedir permiso para pintar y les dije que no había problema”, dice José, el mecánico. El rostro del Melli en la pared del taller se ve desde lejos. Hay una frase: “Si vivís cada segundo a pleno, serás el dueño de la eternidad”.
Malditas paradojas: a Mariano, que vacacionaba con El Melli aquel verano, se le murió un sobrino el mes pasado, también por “embrollo de cancha”. Ezequiel Zarza, conocido como el Chinito, fana de Platense como todos en Saavedra, murió atropellado en la General Paz mientras escapaba de sus perseguidores, presumiblemente una facción de la barra de Defensores de Belgrano, como retrató el NO. Por estos días, los amigos más entrañables del Chinito, que son de una generación menor a la que pertenecía el Melli, le pintan un mural en su memoria, en la misma cuadra donde pasó sus mejores días.
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