LERMAN, ACUÑA, ORTEGA: EL CINE ARGENTINO EMERGENTE
No podría hablarse de “movimiento” (ni a ellos les gustaría), pero están. En cada caso, las particularidades propias de hacer cine en la Argentina los llevaron por diferentes caminos de producción, realización e historias por contar. Sus primeras películas, sin embargo, sintonizan una frecuencia generacional que define ciertos rasgos comunes de la Argentina joven de hoy. Con ustedes, los tres...
› Por Pablo Plotkin
“TAN
DE REPENTE”,
de Diego Lerman
Pobres corazones
En el último verano argentino –puebladas, muertes, renunciamientos–,
Diego Lerman vivió su propio estado de sitio. El 9 de enero terminó
el rodaje de Tan de repente, su opera prima, y al día siguiente se encerró
a posproducirla con el propósito de llegar al Festival de Cine Independiente
de Buenos Aires. A fines de febrero tenía entre manos un primer corte
de la película. Habían sido dos años de trabajo y bajo
presupuesto, y en esa semana llegaron las primeras reacciones. En Buenos Aires
recibió el premio especial del jurado y del público, en tanto
que la fundación del Festival de Cannes empezaba a considerarlo para
una selección internacional de “jóvenes talentos”. Lerman
no cree en cuentos de hadas, pero sabe que las cosas salieron de la mejor manera
posible. En estos días está en Locarno, Suiza, y a partir de octubre
pasará cinco meses en Francia, desarrollando el guión para su
segundo largometraje.
Tan de repente fue primero un cortometraje en Super 8 inspirado en la novela
La prueba, de César Aira. Finalmente, el corto fue el campo de experimentación
sobre el que crecieron los personajes y el espíritu de la película.
Lerman y María Meira pergeñaron tres versiones del guión,
siempre cambiándolo “radicalmente”. Diego puso a punto el texto
en Cuba, donde se había instalado un mes gracias a una beca. De regreso
en Buenos Aires, después de buscar financiación por todas partes,
se dio cuenta de que tendría que arreglárselas solo. “Era
un guión difícil, sobre todo tratándose de una opera prima
–dice–. O la hacía yo o no la hacía nadie.”
Acá y ahora, se sabe, la autogestión es menos una decisión
principista que una alternativa única de supervivencia. Diego filmó
Tan de repente por partes, a medida que el presupuesto se lo permitía,
y la última etapa pudo concretarse gracias a una módica preventa
a la televisión y a algunos trueques que sostuvieron el rodaje. Lerman,
que había tenido “un paso horrible por la publicidad”, seguía
filmando videos institucionales y aceptando cuanta oferta del rubro le pasara
por delante, incluyendo un par de fiestas. “Pero no era un filmador de
fiestas. Es todo mentira”, aclara él, refiriéndose a un perfil
demasiado prolijo en términos de trama (del tipo “Del Bar-Mitzvah
a Cannes”) que le valió un lugar en la tapa de un diario poderoso.
Obra iniciática en varios sentidos, Tan de repente (que se estrenará
comercialmente alrededor de marzo del 2003) es el relato de un encuentro transformador.
Una pareja de chicas medio punks (que se hacen llamar Mao y Lenin, encarnadas
por Carla Crespo y Verónica Hassan) abordan en la calle a una obediente
vendedora de lencería (Marcia, por Tatiana Saphir) y le proponen sexo.
El encuentro deriva en un viaje y el viaje los convierte a todos, incluyendo
a la película, que empieza como road movie y avanza hacia un relato de
hogares y caracteres desmembrados. La obra se agranda en Rosario, cuando se
asoma al borde de las situaciones y de sus personajes, mecidos en la modorra
de un costumbrismo dramático que no resigna cierto humor. “Quería
que pasaran cosas abruptas, raras, pero crear un verosímil que permitiera
identificar las acciones”, revela Lerman. “Me interesaban mucho los
hechos extraños. La película tiene algo de road movie, pero no
es una road movie. No me planteé nada. El análisis vino después,
no durante la escritura. Me manejé con libertad, según lo que
iba apareciendo en el guión.”
Lerman, como casi todo joven realizador argentino, no se siente parte de ningún
“nuevo cine”. “Siento mucho movimiento, mucha gente haciendo
cosas: proyectos, películas, obras de teatro. Hay que ver qué
pasa ahora, con los precios en dólares. Sí puede decirse que Pizza,
birra, faso marcó un punto a partir del cual mucha gente joven empezó
a hacer cine. Y ese cine empieza a tener mucho reconocimiento a nivel nacional
e internacional. Pero no me siento parte de ningún movimiento. A algunos
los conozco, a otros los admiro, pero no me junto con ellos todos los jueves
a analizar películas.” No hay, para él, ninguna especie de
estética generacional. “Existen diversas estéticas personales,
y tal vez extremas, y en muchos casos gente que ejerce el cine desde otro lado.
Está bueno aprovecharlo, pero no hay que perder mucho tiempo analizándolo.
Seguirá existiendo mientras surja gente con nuevos proyectos. Es algo
que se va dando, no responde a un planeamiento estratégico.”
Apadrinada por la fundación del Festival de Rotterdam, Tan de repente
mejoró notablemente las condiciones de producción del próximo
film de Lerman. Como le ocurrió a Lucrecia Martel (La ciénaga)
el año pasado, Diego obtuvo una de las seis becas que ofrece la Fundación
de Cannes para pasar cinco meses en una casa bien equipada de Francia, con dedicación
plena al proyecto y una exposición a los grandes productores europeos
de “cine de autor”. “Es una situación privilegiada –asume–.
Hoy en día, este tipo de cine depende exclusivamente del dinero de afuera.
Aunque debo decir que me parece raro escribir desde afuera sobre algo que pasa
acá. La realidad que estamos viviendo es muy dura, y a mí nunca
me pasó eso de tener todo resuelto. Ahora no tengo que pensar en la guita,
en infinidad de cosas. Sólo tengo que concentrarme en escribir. Por un
lado me parece fantástico y utópico; por otro lado... ¡No
tengo excusa!”
“NADAR SOLO”,
de Ezequiel Acuña
Los náufragos
Entre otros rasgos de originalidad, Nadar solo debe ser la primera película
argentina que pone en escena una remera de Morrissey. Una vieja remera de Morrissey
que Martín (Nicolás Mateo) no encuentra por ninguna parte y que
teme que su madre haya tirado a la basura o que hayan triturado en el Lave-rap.
Rodado en cuatro meses, el debut de Ezequiel Acuña es bastante más
que un homenaje al rock independiente de Buenos Aires. Porque si bien la película
es todo una sorpresa al respecto (con Jaime Sin Tierra como banda insignia),
el relato finalmente trasciende el reflejo de una escena. “Viví
mucho el rock independiente de los ‘90 -cuenta Ezequiel–. Más
allá de que mi película tampoco tiene tanta música, se
nota ese espíritu. Hay una banda, se ve un recital, un ensayo, un colegio
privado, donde tener una banda de rock es como jugar al fútbol.”
La prehistoria de Nadar solo comienza hace casi tres años, cuando Acuña
(25) y Alberto Rojas Apel empezaron a escribir el guión basado en una
serie de anotaciones del director: anécdotas de shows, impresiones que
le generaban un disco, pensamientos de escritores (Salinger, Ray Loriga, Alberto
Fuguet). “Para mí, la película trascendía lo meramente
cinematográfico –cuenta Acuña–. Entraban la música,
la literatura, un montón de cosas generacionales. Era la época
en que iba a ver a Suárez, y sólo salía para ir a ver bandas.”
La cultura rock, entonces, y algunos escenarios bastante simbólicos (el
impersonal Barrio Norte, la plomiza Mar del Plata en invierno, un departamento
de clase media) configuran el plano existencial de Martín, un chico de
17 años que se siente incómodo en casi todas partes y le resulta
imposible expresárselo al resto del mundo. Con menos temperamento que
cualquier cazador oculto, Martín se convierte en un expulsado secreto,
y encuentra sus pocas vías de escape en la compañía inestable
de sus congéneres Guille (Santiago Pedrero) y Luciana (Antonella Costa),
igualmente introspectivos.
Para Acuña era importante situar el relato en locaciones que se identificaran
claramente con cierta inmutable (y cada vez más minoritaria) clase media
porteña. “Me parecía interesante marcar un contrapunto con
respecto a lo que se venía haciendo en el cine argentino, que viene mostrando
todo un costado muy marginal. Yo siempre me planteo losiguiente: la clase baja
no tiene acceso al cine, y si un día puede ir a ver una película,
no va a ver Bolivia. En mi película hay una cosa muy autobiográfica
con los lugares, el colegio privado para hombres, las puertas de calle. Se nota
que no es un barrio. Se nota que están en Barrio Norte, donde es más
probable que encuentres a tres pibes sentados en la puerta de un edificio antes
que tomando cerveza en la vereda. Quería separar esos mundos, sin meterme
en cuestiones económicas, ni hacer juicios de valor. Yo estuve toda mi
vida sentado con un amigo en la puerta de un edificio a las 12 de la noche.
Pertenezco a ese lugar, y no quería meter a los personajes en un ámbito
que no conozco. Tampoco está presente la situación del país.
No es una clase media que se viene abajo. Es una clase media que tiene auto,
que va a un colegio bien... Pero hay una incomunicación total. Tienen
un hijo al que no ven desde hace dos años y del cual nadie sabe nada.”
Ex estudiante de la Escuela Superior de Cine y del Cievyc, Ezequiel autogestionó
su película y por el momento espera ayuda financiera del exterior. “Hay
una posibilidad de Milán, otra de Rotterdam. Espero que no pase lo que
está pasando con las películas ahora, que nos las ve nadie. Se
estrena una película y sólo es para pérdidas. Esta es una
película muy generacional, y estaría bueno que pudiera verse ahora.”
Ezequiel y los dos protagonistas (ex “Verano del 98”, otro producto
muy generacional, aunque por diferentes razones) se hicieron amigos íntimos
y ahora proyectan la edición de un fanzine que refleje todas sus influencias
culturales. “Es algo que tiene que ver con toda esta etapa de nuestras
vidas. Seguimos yendo a ver bandas. Ya no tengo la dinámica de ir a ver
a Fun People y El Otro Yo, pero siempre me gustó ese espíritu
de autogestión.”
Además de la remera de Morrissey, la sala de ensayos y el bajista al
que la madre le esconde el bajo (“los problemas siempre los tienen los
bateristas y los bajistas”, asegura Ezequiel), Nadar solo muestra un fragmento
de un show de Jaime Sin Tierra y cierra con una versión de “Boys
don’t cry” a cargo de Planeta Rica, desaparecida banda que participó
de Into a Sea of Cure, disco homenaje del under argentino a The Cure. “Me
parece que el estado de ánimo de los personajes tiene mucho que ver con
Jaime Sin Tierra”, observa Ezequiel. “Algunos me decían por
qué no usaba una banda que pegara más en los adolescentes, en
la generación de los personajes. Jaime tiene una cosa más introspectiva,
y me parecía el grupo ideal para la película.”
Acuña menciona a Rapado, de Martín Rejtman, como una película
argentina que tuvo cierta trascendencia en él. “Ese mundo medio
lánguido, cotidiano, de clase media”, describe. “Igual creo
que mi película tiene muchas diferencias: es mucho más romántica,
es lánguida, pero más adolescente, no tan fría. Me encanta
Kitano, el cine francés de la década del ‘60, Los 400 golpes
(de Truffaut). Pero me gustan las películas, qué sé yo.
Cuando estudiás, te copás con un director y te mirás la
obra entera. Después dije basta, basta de los festivales, parezco un
enfermo, eso de ‘esta película empieza a las 3, termina a las 5,
a las cinco y cuarto empieza la otra...’. Ya basta, ¿viste? Mirá
una película y disfrutala, o no la disfrutes, pero basta.”
“CAJA NEGRA"
de
Luis Ortega
Otro palo
La primera escena de Caja negra muestra a un hombre raquítico y desgarbado
saliendo de la cárcel de Caseros, yendo de Parque Patricios a Pompeya
en una secuencia de planos discontinuos. Eduardo Couget no encaja en ese cuerpo
ni en esa ciudad, y el destino de su primera excursión en libertad no
es del todo promisorio: el Ejército de Salvación. Aparece una
hija –Dorotea, tintorera, hermosa y adolescente, encarnada por Dolores
Fonzi– y una vieja de cien años –Eugenia Bassi– que vive
con ella y expurga agónicos discursos existenciales. Los personajes son
excluidos (no tanto sociales como emocionales) y la película es la puesta
en escena de esa tristeza, de esa comunicación rota y de ese amor. La
opera prima de Luis Ortega (22 años) se ocupa mucho más de las
sensaciones que de la trama.
“Lo primero que elegí como autor, para experimentar, fue que la
trama y el conflicto de la historia no fueran filmados. Los actores sabían
toda la historia –por qué él estuvo en la cárcel,
por qué no hay una madre–, sólo que elegí no filmarla,
porque de ese modo la historia estaría justificando las sensaciones.
Eso convertiría al dolor en algo anecdótico, y el dolor es el
dolor en sí mismo, al igual que la felicidad. Lo universal es ese sentimiento:
la oscuridad, el encierro, el goce. La causa de eso no importa. Estamos en un
lugar donde todo se explica, todo tiene un porqué, y creo que las grandes
crisis surgen cuando no se encuentra el sentido extra que se pretende que tengan
las cosas. La idea de dejar la historia en un segundo plano puedo decir que
fue en reacción al odio que le tengo a la tendencia de justificarlo todo.
Por eso estamos todos psicoanalizados, medicados o drogados, porque hay una
pretensión extra imposible de saciar sobre el solo hecho de existir.”
Luis susurra su pequeño manifiesto sobre la mesa de un bar antiguo, con
un vaso de lemoncello helado en la mano. En la esquina de Villa Vicio, su productora
independiente, el hijo de Ramón Ortega describe con bastante elocuencia
su lugar en el mundo. Tiene una película con que defenderse (Caja negra
se estrena el próximo jueves) y un par de largometrajes en estado de
planificación. “No me interesa dirigir mi película a un público
intelectual”, aclara. “Creo que son los que menos la pueden entender.
Hay una especie de elite de gente pensante, sensible y psicoanalizada –a
la cual pertenezco, pero de la que me quiero alejar con el tiempo– que
ya calificó lo que es interesante y lo que no. Por ahí mi película
les puede gustar porque es un poco rara, y nada más.”
Luis nació en Buenos Aires, a los cuatro se mudó a Miami, a los
11 lo radicaron en la paternal Tucumán y a los 15 volvió a la
Capital. Poco adepto al estudio, repitió un año del secundario
y se inscribió en el hoy cerrado Centro Educacional del Hombre y la Mujer,
“el peor colegio de Buenos Aires”. “Como no había que
hacer nada para aprobar, iba de la cabeza, o me iba afuera a escribir, y eso
me permitió darme tiempo para ver qué me pasaba”, recuerda
Luis. Se anotó en el CBS de Filosofía y Letras, pero con los libros
no había caso. Cursó algunos meses cine en la FUC y, con 19 años,
después de pasarse más tiempo en la plaza de Paseo Colón
que en las aulas, decidió salir a rodar con un par de no-actores (Couget
y la anciana Eugenia) y su novia Dolores. “No tuve problemas con mi familia
por no estudiar, pero sí los tuve por entrar en el terreno de la experimentación.
No saber, permitirse sentir eso, meterse en todo, ver qué pasa... Y sí,
a tus viejos no les va a copar mucho. No estaba todo bien. Hubo un conflicto,
pero se terminó el día que demostré que yo podía
trabajar e insertarme en la sociedad sin resignar lo que creo.” Cuando
se le pregunta qué opinó papá Palito de Caja negra, Luis
responde: “Le gustó. Pero yo creo que le gustó porque la
hice yo. Ninguno de mi familia iría a ver Caja negra, pero les gustó
porque se permitieron otra cosa. No es lo que ellos consumen. En ese sentido
creo que yo puedo aportarles algo”.
Originalmente titulada Experimento I, Caja negra es una película aventurada,
el primer piedrazo de un autor con personalidad intentando escenificar las cosas
que lo conmueven. Para Luis no existe la división entre el arte de ruptura
y el “arte convencional”. “El único arte real es el que,
como perspectiva, no sabe lo que le espera. Están las obras que reproducen
lo que un autor cree que la gente cree que es la realidad, y están las
obras que echan luz sobre alguna sensación.” Mientras planea el
rodaje de Monoblock, su segundo opus (con guión de Carolina Fal, protagonizada
por Fal y Graciela Borges), Luis aclara que no le interesa “dramatizar
la pobreza”. “El pobre según Pol-ka, que no existe en ningúnlugar
del mundo, se volvió algo romántico. El mismo conflicto, para
mí, se puede contar tanto en alguien rico como en alguien pobre. No quiero
hablar de una clase social. Quiero hablar de una forma de sentir la existencia.
La realidad en sí misma es mágica, y sobran elementos de inspiración.”
Ortega se define como un hombre de acción, y por eso no concuerda con
la media de los estudiantes de cine. Por eso quiso dejar la universidad y agarrar
la cámara a los 19 años. “Creo que es un error pasarse años
estudiando, o tener posturas excesivamente críticas ante todo, o esas
pajas de los intelectuales de manosear la información y creer que eso
es enriquecedor. La juventud está achanchada por la abundancia de información:
ya todos saben lo que está bien, todos saben lo que tiene buena y mala
onda, todos tienen el mismo discurso. En realidad ninguno pensó nada,
sólo que lo bueno y lo malo ya se calificó. Es más: lo
políticamente incorrecto ya está bien. Lo más globalizado
es la estupidez.”
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