El se la encontró en un viaje por la Patagonia, ella andaba queriendo cambiar de aire. Estuvieron juntos un tiempo, él es argentino, nacido y criado en París, gracias a la dictadura. Ella creció en estas pampas, buscaba la manera de irse. Volvieron a encontrarse dos años después, en otro de los viajes que él hizo por la Argentina. Ya no fue un encuentro casual. Se dieron cita en el Once. Ella andaba queriendo cambiar de aire. Tenía una idea: pretendía convertirse al judaísmo para poder irse a vivir a Israel. Como él era judío (lo es aún, aunque nunca practicó), pensó, tal vez, que podía orientarla. ¿O pensaba en casarse? A él le dio risa, de judío el apellido y poco y nada, pensó. Pero la chica le gustaba, y la acompañó en el recorrido. Golpearon juntos inmensas puertas de las sinagogas del barrio coreano-peruano-boliviano-judío del Once, tocaron el timbre en los más pequeños recovecos de la colectividad. Preguntaron en los negocios kosher, ahí donde el queso de las pizzas viene importado, aprobado por los rabinatos, y vale oro en polvo. Y los rabinos del barrio ni se despeinaron la barba para hacerla cambiar de idea. Desestimaron la aspiración (obviamente, ella no confesaba su intención de cambiar de país). En época de tanto marketing religioso, y programas de televisión invitando a suscribirse a la palabra de Dios, ellos, en cambio, le proponían que desistiera de creer en su fe. La recorrida duró unas horas, él ya quería cambiar de faena, irse a alguno de los hotelitos por ahí, hacer valer el aguante, pero ella tenía la cabeza puesta en otra cosa. Ella estuvo llorando un rato, más tarde fueron al hotel. Después de esa tarde, que terminó mal, no se volvieron a ver. El volvió a París. De ella, él supo poco. Hace unos días, se encontraron en Internet, y ella le contó que andaba queriendo cambiar de aire. Y, de paso, lo invitó a su casamiento que había logrado concretar con un joven ciudadano alemán.