CIUDAD EMERGIDA
› Por Mariano Blejman
Sin ánimo de crear acusaciones absurdas, ni con el espíritu arengador que impera cuando las retenciones queman en el puerto, habría que pensar un poco qué está haciendo el rock en su relación con el Estado, sobre todo el de la Ciudad de Buenos Aires. El ciclo Ciudad Emergente programa a muchas de las mejores bandas de la escena indie actual, y otras corrientes afines, que van a estar sobre los escenarios organizados por el gobierno del empresario Maurizio Macri, como bien lo catalogó Horacio Verbitsky en una de sus columnas en este diario. A priori, pareciera lógico y hasta loable que en una época de trabas, aumentos de costos y legislaciones o dictámenes que dificultan el armado de los shows en vivo, el Estado se ocupara de ellos, organizara ciclos, pusiera sus medios para que muchas de las bandas emergentes puedan tener un espacio interesante. Este mismo suplemento publica hoy una nota sobre el muy buen disco que editó Victoria Mil y que presenta sobre tablas. ¿Es esto una monopolización? Después de tres años de crisis, es saludable que el Estado se ocupe de potenciar “lo nuevo”, aun cuando ese espacio ganado no es un invento estatal sino producto de una nueva camada que busca –o bien por la vía de la independencia o a través de sellos medianos y grandes– hacerse presente después de un primer lustro sin demasiadas renovaciones importantes. Así como el Bafici no es del gobierno de turno sino de la comunidad de cineastas, en principio, tampoco debería preocupar demasiado políticamente que el Estado organice recitales de rock con bandas que, en muchos casos y en otros no, se encuentran en veredas (con baches o no) opuestas, ya que la escena se ganó el derecho de ser financiada por el Estado. Sin embargo, cabe mencionar que el líder del PRO encarna (y encara) el aggiornamiento del discurso de la derecha política, fagocitando lo mejor de la música que ocurre en la Ciudad de Buenos Aires, limpiándola de sentido contestatario (si es que lo tiene), ubicándolo en la desorientación. Macri no es tan sólo un gobernante de turno sino un empresario e hijo de un empresario que terminó de consolidar sus negocios con el Estado durante la última dictadura militar, que defiende las autopistas de Cacciatore (el intendente de la misma dictadura), y que poco le interesa recordar a las víctimas de terrorismo de Estado, por mencionar algo. Su perfil pragmático (“estamos haciendo”, dicen sus carteles amarillos y negros como los taxis) aparenta desideologizar una gestión que apenas se ha dedicado a tapar baches en los hechos, pero mucho más daño ha provocado en el aspecto cultural. Desde hace rato, el proyecto de la derecha va calando hondo: los dueños de populares radios y sitios de Internet se han convertido en el soporte para la transgresión esponsorizada. Famosísimos conductores de radios rockeras vociferan su voto al macrismo, convierten en cool una situación que no es de hecho. Macri no hubiese ganado sin ese voto after hour, sin esa legitimación que le dio el rock. Vacíos de sentido, sin ánimo de enfrentamientos, con poco espíritu de denuncia o de testimonio, esto que todavía se llama rock corre el riesgo de convertirse en una cuestión pragmática: la palermización de la Buenos Aires cultural que hace buena música y cobra por ella, y punto. La porteñidad al palo, la cacerola VIP de Recoleta, la banderita argentina sin consignas, el ser nacional, el rock nazional. El proyecto es político y cultural. La herida cicatrizará en generaciones que crecen pensando –¿sólo?– en subir fotos a la web. Y lo más probable es que siga supurando. Como sea, el puerto de Buenos Aires puede ser, apenas, una conexión usb.
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