LA ESCENA BARRIAL BUSCA SU DESTINO
Actualmente son pocas las bandas masivas del rock stone. Los que crecían encontraron rápido el techo. Satirizados y “pomelizados”, disminuyeron su presencia mediática. Pero, ¿estamos ante un “bajón stone”? ¿Dónde quedó el estilo despojado que saturaba las radios y la estética urbana años atrás? ¿Qué hay de los flequillos y las Topper blancas? Sin embargo, basta con cruzar la General Paz para entender que el rolingaje no murió.
› Por Mario Yannoulas
Es febrero de 2006. Los canales de noticias transmiten en vivo desde las afueras de la cancha de River. Gente bien vestida que hace fila y guarda celosamente su entrada, al tiempo que una horda en estado de caos proclama su necesidad de ver a los Rolling Stones, pero sin tickets ni tarjetas de crédito. Sólo remeras, pañuelos y zapatillas blancas. La policía reprime a los revueltos que sangran, putean, y lo vuelven a intentar. ¿Cómo es que los rolingas se quedan afuera del recital que los mismísimos Rolling Stones iban a dar en la Argentina?
Aquel febrero puso en evidencia el desplazamiento mediático y social en el que habían caído “los rolingas” después de Cromañón. Hoy, a más de dos años, cuando las radios y la moda van por otro carril, lo indie es políticamente correcto y la tele sólo tiene ojos para los emo, cabe preguntarse si los rolingas son una especie en extinción. Sobran los dedos de una mano para contar las bandas masivas del género –de hecho hay sólo una, La 25, más cerca del gueto populoso que de un alcance realmente masivo–; Pity Alvarez, figura fundacional, se aleja cada vez más; Jóvenes Pordioseros, buenos convocadores, desarmaron sus líneas. Los que crecían, encontraron rápido el techo. Gurúes satirizados y “pomelizados”, falta de nuevos grandes proyectos...
¿Estamos ante un “bajón stone”? ¿Dónde quedó el estilo despojado que saturaba las radios y la estética urbana apenas unos años atrás? ¿Qué hay de los flequillos y las Topper blancas? Pero basta con cruzar la General Paz desde la Capital para entender que el rolingaje no murió. Es más: aunque atomizado, y disperso, hace números grandes en el under menos visible y se consagra como mayoría entre las subculturas rockeras locales.
“En su momento fuimos pintorescos para los medios, y cansamos con eso de ver quién estaba más pirado. Por un montón de factores, las bandas de rocanrol no tienen lugar y parece que se hubieran ido, pero siguen dando vueltas: no se ven, pero están ahí”, diagnostica Toti Iglesias, ex Jóvenes Pordioseros, hoy Hijos del Oeste. Algunos referentes como Barrios Bajos, Motor Loco, La Mocosa, Chicos de Fábrica, La Colosa, Sexto Sentido, Rockas Viejas, Viejo Empedrado y Etiqueta, aunque con amplios matices, dan cuerpo al under desde las penumbras. Existen facciones, y el público puede ser llamado rolinga sin que la banda efectivamente lo sea. Pero que el fenómeno no se vea, no significa que no esté.
Lo que consolidó aquel febrero de 2006 fue una doble reacción de la subcultura rolinga: por un lado, repliegue, y por otro, expansión a lo largo del perímetro de la Capital. En la Ciudad de Buenos Aires, la tragedia de Cromañón dio lugar a una escena híbrida que, atravesada por una burocracia temerosa, promete pocos escondites a los refugiados nocturnos. La ciudad empezó a dar poca cabida, lo stone fue aún más demonizado que antes, “futbolización”, mala palabra y, por decantación, se empezaron a ver cada vez menos rolingas. El sociólogo Marcelo Urresti desgrana: “Después de Cromañón, parte de ese movimiento se desarticuló por razones que no son sólo estéticas. Muchos de esos shows, que se sostenían en un cultivo de ritual medio maníaco, desbordado, perdieron ánimo al tener que cumplir con la reglamentación”. Vastos sectores del mercado entendieron que el negocio del rocanrol ya no debía ser el mismo, porque además de poco lúcido era peligroso. Ahora todo está a la vista, todo es temprano, y cada vez más caro.
La otra historia corre detrás de la General Paz, donde el efecto clausura llegó a cuentagotas, los precios no son tan altos ni los shows tan madrugados, y la épica suburbana acuna las bases del rock stone actual, que así se derrama por los alrededores de la ciudad. Lo que cambió, entonces, es la masividad. Reductos como Desafío Rock (Moreno), XLR (San Miguel), Electricity (Laferrere), Museo Rock y Marilyn Pub (San Justo), TBC (Padua), Cerveza Club (Ramos Mejía), Club 66 (Adrogué), Maderock (Berazategui), Auditorio Sur (Temperley), Peteco’s y Versus (Lomas de Zamora), sumados a los clubes de cada barrio, suelen oficiar de base. En Capital quedan algunos bastiones: el templo por excelencia es Museo Rock, plantado en Rivadavia al once mil, en Liniers. “Acá, si no venís vestido como rolinga, las minas no te dan bola”, sugiere Leandro, hombre que ostenta el trapo más grande de La 25.
Los ya mencionados rituales están íntimamente ligados a la lógica futbolera. Se despliegan distintivos y códigos difíciles de definir, pero no de respetar. “Son el público más fiel y auténtico porque siguen a una banda sin que salga en la radio o tenga publicidad. Son los estilos que conforman el under, el público que va a ver bandas es mayormente rolinga. Nuestra música no tiene tanto que ver con lo barrial, pero vienen a vernos igual, y eso es una manera de actuar en la vida”, plantea Tonga, cantante de Sexto Sentido. Desde Laferrere, Pachi, de Barrios Bajos, eminencia under, asegura que las bandas barriales saben que la gente más seguidora es stone: “Nos siguen de barrios como Merlo y Temperley, no tanto de Capital. Pibes de catorce años que se identifican con el rocanrol simple, cuadrado, y por cómo salís vestido: el pañuelito, la remera con la lengua”.
En el mismo sentido, Chaca, manager del palo, subraya que el factor estético está incluido en los códigos. “En un recital, el 90 por ciento está lookeado, y el hecho de que los que toquen sean cinco rolingas hace que la banda llegue más”, revela. Pablo, un rolinga de Rafael Castillo que dice ser “del rocanrol cuadrado”, va más allá de lo que pueda pasar una noche desbordada de fin de semana: “El rocanrol también es levantarte a las seis de la mañana para ir a laburar y llegar a las seis de la tarde hecho mierda a tu casa, con cara de culo porque no te pagaron”. Bien.
El rock stone superó los límites de la sucursalidad para devenir en una auténtica cultura vernácula, oda de barrio, decadencia, explosión hormonal, irracionalidad, identidad, birra, faso, y otras cosas que hacen sentir viva a tanta gente. Pero, por sobre todos los supuestos, una vigencia inexplicable. Años después de la gestación de una cultura stone local se empezó a usar el término “rolinga” para designar, muchas veces peyorativamente, a un tipo especial de gente stone. De hecho, nadie se dice rolinga a sí mismo porque equivaldría a presentarse como un “lumpen de los Stones de verdad”, a obedecer a la moda de fines de los ‘90, más asociada a un perfil estético que a un conocimiento profundo de la obra de los británicos. Ese rebaño de ovejas negras es, entonces, un derivado noventoso de la cepa stone plantada en el país a mediados de los ‘80, de la mano de los Ratones Paranoicos y Blues Motel. “La cultura rolinga surgió como una particular recepción popular de Los Redonditos de Ricota. Así, a finales de los ‘90, nacía el rock barrial”, revisa Urresti. Según su análisis, los rolingas no conforman estrictamente una tribu porque no significan ninguna ruptura, ni estilo de vida, sino una preferencia estética nucleada con otras. “Son la microcultura mayoritaria dentro de la cultura rock argentina”, resalta.
Es difícil definir el fenómeno a través de referentes de amplia convocatoria, porque puede incluir desde Redondos (derivados, se entiende) hasta Callejeros, pasando por Las Pastillas del Abuelo o Los Gardelitos, siguiendo por La Renga y Los Piojos, y terminando en La 25, entre los recorridos posibles. Entre esas bandas, está claro, hay incompatibilidades. Sin embargo, a diferencia de otros movimientos musicales de aforo más heterogéneo, al menos en las formas, los rolingas comparten tendencias que los homogenizan ante ojos extraños: vestimenta, corte de pelo, apología de la intoxicación y el rocanrol, orgullo de tener las suelas gastadas, ser del barrio, seguir a tu banda a todos lados. Lo que subyace es una serie de códigos y prácticas determinados por un gusto musical particular, algo que la cultura rock supuso en sus comienzos como alternativa al american way of life. La Argentina actual parece contar cada vez menos con fenómenos de este tipo gracias a la ultramarketinización de la oferta grande y la suba de los tickets a iguales sueldos, entre otros factores. En definitiva, el rock se fue transformando en una especie de bien de lujo, con base en personas de mayor poder adquisitivo.
Los rolingas construyen identidad haciendo bandera de sus costados oscuros. El periodismo especializado, con el que a menudo se llevaron a escupitajos, los rebajó por considerar a sus músicos inoperantes en la ejecución, indigentes de talento y originalidad, así como autores de letras superficiales, redundantes. Pero en muchos casos la posición social influye en los gustos musicales, y en muchos otros no es posible racionalizar las preferencias. “La gente y los periodistas tienen que entender que no todo es Capital, algunos parecen vivir encerrados entre Palermo y Belgrano. Por ahí la banda no está buenísima, pero tiene una razón de ser. No son buenos músicos, pero lograron mucho porque la gente se identificó con cosas que muchos periodistas no vieron”, escupe Toti. Hay algo seguro, la mayoría de las bandas del palo forman igual: dos guitarras, bajo, batería y armónica o saxo. Chaca dice: “Quizá La 25 no sea la gran maravilla, pero yo mato por ellos. Ves a una banda cuadrada y te sale el indio de adentro, uno no elige esas cosas”.
Aunque atiende solamente a algunas de las caras musicales desplegadas por los Stones a lo largo de su historia (lo disco y lo pop pierden contra los rockazos de Sticky Fingers, por dar ejemplos), la cultura local tomó al menos dos elementos de los papás de Satisfaction. La primera es la de la juventud eterna de los músicos y un público que se renueva. La mayoría de los rolingas ortodoxos son adolescentes, y eso tendrá que ver con la posibilidad de pararse al borde del sistema sintiendo que uno vivirá y morirá en el rocanrol sin convertirse en un “careta” y entregarle su alma a cualquier Señor Burns. Por eso, para Chaca, muchas veces el rolingaje tiene fecha de vencimiento: “Terminan la secundaria, empiezan la facultad, y lo primero que hacen es correrse el flequillo para el costado. Después cambian las Topper por unas All Stars, y listo. Tengo 31 años, veo bandas desde los 13, ¿sabés los rolingas que vi pasar?”.
El segundo elemento tiene que ver con el surgimiento de los Stones como respuesta a la beatlemanía de los ‘60. El fenómeno nació como una negación, más o menos digitada, de algo establecido. “Las bandas de rock barrial transmiten cosas en las letras que ahora están poco aceptadas en los medios, todo está más light, muy putazo. Sin embargo, en los barrios se mantiene ese fuego, los grupos llevan gente porque hablan ese idioma. Te puedo nombrar ocho mil bandas que no suenan en la radio, pero mantienen esa llamita”, perjura Toti.
El origen de la faceta barrial se enlaza con una crisis social profunda y sostenida. Las políticas de los ‘90 incrementaron tempranamente la cantidad de mano de obra desocupada, y degradaron la calidad de vida de la ocupada. Ambas tendían a concentrarse en el conurbano bonaerense o en los barrios menos pudientes de la Capital. Sin trabajo o severamente explotada, la masa suburbana no encontraba espacios para definir sus calles: marginalidad, falta de expectativas en la juventud, clase trabajadora y lumpen proletariado chocándose los codos, abuso de sustancias como única salida plausible. 2 Minutos ya había introducido masivamente algo de la temática a través del exitoso Valentín Alsina (1993), con una impronta casi “punk chabón”. Entonces, la década también parió a Viejas Locas. Era la llegada del barrio a los escenarios, ahora de la mano de un rocanrol pre Johnny Rotten. Cuatro pibes de Piedrabuena que subían vestidos como el resto de sus días, un paréntesis perfecto para vidas imperfectas. Así elaboraron himnos como Lo artesanal, El chico de la Oculta y Homero. “Las letras permitieron que el rock se metiera en los barrios en los que se escuchaba cumbia, porque mucha gente se sintió identificada”, reflexiona Sebastián, de Rockas Viejas. Juampi, de La Mocosa, lo sigue: “Lo barrial tiene mucho que ver con las letras. En su momento, el tango era barrial, y quizá nuestro estilo siga esa línea de denunciar y contar historias cotidianas”. En 2004, ya al mando de Intoxicados y con una sugestiva segunda placa titulada No es sólo rock’n’roll (2004), Pity, ex líder de Viejas Locas, empezaba a exorcizar públicamente su “yo” rolinga.
Así empezaba a terminar el auge mediático de la moda rolinga, que sirvió para hacer propagandas de alfajores e incluir personajes de ficción televisiva, entre otras cosas. Esta es, sin embargo, una de las aristas que no se maneja a la última moda, una de las pocas subculturas que se siguen forjando alrededor de un gusto musical, y cuyos códigos no están escritos por los más fuertes departamentos de marketing. Tonga desafía al tiempo y firma su propia moral: “Ser rolinga tiene que ver con una actitud ante la vida, de ir para adelante. Cuando empezamos, éramos todos rolingas. Ahora que entramos en una etapa de maduración, estudio, y una vez que nos recibimos, en realidad, empezamos a ser cada vez más rolingas. No en la vestimenta, pero sí en la forma de actuar”.
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