Jueves, 23 de octubre de 2008 | Hoy
COMO ES VIVIR EN LAS PENSIONES PORTEñAS
En los últimos cuatro años, los alquileres subieron entre un 50 y un 70 por ciento, y a veces hay que poner hasta 5 mil pesos para poder entrar a un departamento en Capital. Los “hoteles residenciales”, entonces, se convirtieron en el lugar para los jóvenes que quieren o necesitan independizarse. Pero ahí hay que bancarse a los que no salen del baño compartido, a los que escuchan la radio a la hora de dormir, a los que te roban la comida, a los dueños que se meten en tu habitación cuando quieren...
Por Facundo García
Cuando Nilda llegó, le dijeron que su habitación incluía un baño privado. “Y privado es... lo que no tiene es agua caliente”, ironiza ella. Hoy tiene que cruzar varios pasillos para usar la ducha compartida de ese hotel de setenta y cinco habitaciones de Constitución; uno de los tantos refugios de pibes y pibas que eligen –o se ven obligados– a irse de la casa familiar y empezar la vida por su cuenta. “Claro que prefiero estar en la Capital a tener que viajar desde el Conurbano todos los días”, admite al toque. Nilda cumplió los 23 ahí y le pareció que era un avance. Aparte, había conseguido nuevo empleo: “Empecé a trabajar a los once, como doméstica cama adentro. Hasta que hace poco pude cambiar por un laburo que me gusta más, de camarera en Puerto Madero”, cuenta. A esa buena noticia le sumó la idea de compartir la pieza con un novio al que quiere. Pero el proyecto de pelearla juntos se empezó a parecer demasiado a esas ruedas donde corren los hámsters. “Sé que la guita que se me va en esto es plata tirada, no va a ninguna parte. A los que me cobran, seguro que no les importa. A nadie, en realidad. Si no, no se entiende cómo es posible que en un solo mes nos hayan subido el alquiler de 400 a 600 pesos”, descarga.
Ni el Estado, ni una organización, ni el viejo espantoso que ahora pasa carraspeando le han aconsejado a Nilda qué hacer frente a esas zarpadas. Sólo la escucha Liliana (25), que también cohabita con su novio y está igual de harta de las injusticias. “Poné que no tenemos intimidad. Que dos por tres nos abren la cerradura sin aviso”, se enoja, y señala un hábito que confirmarán otros entrevistados. A lo largo y ancho del país, los encargados de inquilinatos se cagan en la privacidad de los pensionistas. Entran cuando y como se les canta. “Si no te gusta, andate”, repiten, como cantaba Fidel Nadal, pero con la onda inversa.
Nilda: –No sé; lo que sí creo es que deberíamos tener más libertad para elegir en qué condiciones queremos convivir.
Liliana: –Si los costos fueran otros, seguramente hubiera probado vivir sola un tiempo, como paso previo a la vida en pareja.
El jueves se destartala en las galerías del caserón. Salta a la vista que el lugar tuvo mejores temporadas: vitrales, mármoles, rejas fileteadas; todo está rayado por los raspones del hacinamiento. Porque el cálculo es fácil: setenta y cinco habitaciones, a dos o tres personas en cada una, dan un total de más de ciento cuarenta almitas compartiendo ese rincón. Y tienen que arreglárselas, por ejemplo, con seis hornallas a la hora de preparar el almuerzo. O intentar dormir de cara a una pared de madera que del otro lado tiene a un tipo que escucha radio hasta las 3 AM. En el resquicio que deja una puerta, se ve el hogar que Nilda procura llenar de buena onda para cuando llegue su compañero: una gaseosa sobre la mesa, un mantelito de plástico con alguna flor, un placard. Y ropa, y adornos, y zapatillas. Todo ordenado en un rectángulo de pocos metros. Entre tantas cosas, la esperanza a veces se traspapela.
El asunto es que irse a vivir solo es un quilombo. Según el Centro de Desarrollo Metropolitano (Cedem), que depende de la Dirección General de Estadística y Censos, los alquileres de casas y departamentos subieron entre un 50 y 70 por ciento en los últimos cuatro años; a lo que hay que sumarle que las inmobiliarias piden una garantía de Capital, uno o dos meses de depósito y por lo menos un mes de comisión. Supongamos que eso no te importa porque estás dispuesto/a a mudarte como sea, a una pensión, un hostel o un “hotel familiar”. En ese caso salís a jugar a un mercado que tampoco tiene regulaciones. En otras palabras, el dueño de las piezas hace lo que se le canta. Así es como aquellos que se quedan sin plata para pagar la pensión se mudan a una habitación en la villa, donde pagan la mitad que en Constitución o en Almagro. “Ya van varios que vemos llegar acá desde un departamento, y también varios que se van de acá a una casilla”, apunta Liliana.
El déficit habitacional asume rasgos de desastre, especialmente en Buenos Aires. En 2001, la población de las villas porteñas ascendía a 100 mil personas. Para mediados del año pasado, un informe de la Defensoría de la Ciudad estimó esa cifra en 150 mil: un incremento del 50 por ciento. Y se sospecha que continúa subiendo, porque en los barrios marginales la presión poblacional genera construcciones de dos y tres pisos. En tanto, más de 100 mil viviendas en otros puntos de la Ciudad permanecen deshabitadas, vacías, sin usar.
Ojo, que entre los inquilinos también hay cada uno... “El otro día puse el despertador temprano, porque tenía que ir al restaurante y quería ducharme”, ejemplifica Nilda. “Crucé los pasillos con las toallas y vi que el baño está ocupado. Pasaron veinte minutos. Golpeé: ‘¿Eh, te falta mucho?’. Treinta minutos: ‘¿Eh, vas a bañarte mucho más?’, grité. ‘Es que no me estoy bañando, estoy disfrutando del agua’, me contestó un desgraciado desde adentro. Salió después de una hora, y yo tuve que irme sin bañarme.” Otra de las molestias a incluir en la guía para el joven pensionista de clase obrera son los allanamientos. Liliana lo certifica: “La otra vez me levanté y vi que venía de frente un cana gordo con un revólver en la mano. Quiso saber si había visto pasar a un muchacho. Después me enteré de que uno de los de al lado había querido fajar a su papá y lo estaban persiguiendo. No fue la primera, y no va a ser la última de ésas”.
A las once de la noche, el último subte de la línea B se detiene en la parada Carlos Gardel. En una de las calles aledañas al shopping, un foquito redondea el típico cartel “Hotel Familiar Paraíso, de Juan Pérez”, o algo por el estilo. El picaporte sin llave habilita a un palier con una escalera de la que cuelgan varias bicis. Desde el fondo vienen gritos como de cumpleaños. A pocos metros hay una flaca de unos 20 años que mira cómo la cacerola tira vapor. Claudio (22), cadete motoquero que viene de Ciudad Evita es quien elige contar su historia: “Vivo acá hace cuatro años. Es de nunca acabar, porque las inmobiliarias te exigen garantía de Capital; y se sabe que la mayoría de los que precisamos alquilar somos del conurbano o del interior. Te podés romper el lomo e igual te van a rebotar”.
Claudio apunta las desventajas de la vida en la pensión: “Me pone loco que me morfen lo que meto en la heladera. Porque encima son pillos, te comen lo rico, nadie te va a arrebatar un plato de arroz blanco. Vengo cagado de hambre en la moto, contento de que me guardé el pollito del mediodía, y resulta que cuando llego me dejaron los huesos. Te juro que son así, te dejan los huesitos y el plato”.
–¿Y con las bebidas qué hago? La otra vez me saqué... Cada vez que guardaba una, me dejaban el envase pelado. Entonces agarré una gaseosa bien fresquita, le eché un chorro de meada y la puse bien tentadora, a la vista. Pasé más tarde y vi que se la habían bajado...
Por sobre esas batallas microscópicas, más allá de los televisores que machacan por un sueño y a pesar de que nunca faltan los que quieren irse de joda de lunes a lunes, hay un segundo en el que la paz reconquista el patio de las pensiones. Claudio lo percibe, y aprovecha ese oasis de tranquilidad para irse a dormir. La flaquita de la cacerola no dice ni mu. Cuando destapa su cacerola se ve, todavía girando entre el hervor, una enorme cabeza de chancho.
En el hostel de San Telmo al que llegó desde Chascomús hace dos años, Bárbara reconoce que a veces se hace amiga de los viajeros extranjeros. El clima ahí es bien diferente. De los más de ochenta vecinos, la mayoría son estudiantes universitarios que vienen del interior. Hay varias compus con Internet y una muestra permanente de mochileros norteamericanos, franceses, suizos, colombianos y españoles con quienes se puede practicar inglés o conocer comidas raras. El año pasado, una cama en una habitación para tres costaba 350 pesos. Varias docenas de gringos después, el dueño subió a 600, siempre con el desayuno incluido. Barbi no cumplió los veinte, pero apostarías a que es mayor. “Pasa que mi viejo es técnico electromecánico y se rompe el lomo para garparme la habitación y la facultad privada. Así que no puedo andar boludeando mucho”, subraya. La “resi”, hay que decirlo, es más limpia que la media. Y como mantiene una población estable de ocho o nueve pibes rigurosamente al pedo, siempre hay fiestas internacionales. “Me divierto conociendo gente”, sigue Barbi. “Si ya no podemos ir hacia otras culturas por la devaluación... ¡que las culturas diferentes vengan a nosotros!”
En Montserrat, por la calle Salta, persiste una residencia de cuatro pisos (cuarto doble a 420 mangos per cápita; triple a 380). Pocos saben que esas instalaciones alojaron una vez a cierta psicóloga que contaminaba la atmósfera mediante la costumbre de usar bombachas hasta que empezaban a hablar y le decían “por favor, ya basta”. Recién en ese punto las tiraba. No lo sospecha ni siquiera Pablo (23), que hace cinco años vive ahí: “A la psicóloga no la conocí, aunque sí me topé con uno al que le gustaba practicar tiro de cuchillos acá adentro”, suelta.
–Ni a palos. Hoy por hoy tengo más amigos acá que en Bolívar, mi ciudad.
–Obvio. Sobre todo cuando hay inconvenientes como el de esta semana; van siete días que no nos arreglan la heladera. El otro día anduve por las inmobiliarias: te piden hasta 5 mil pesos para entrar a un departamento. No entiendo quién puede alquilar así. Por otro lado, lo bueno de la pensión es que salgo de mi pieza y siempre hay compañía. Imposible sentirse solo. Todo es medio así, acá. Uno se instala pensando que va a estar un año, año y medio a lo sumo. Después se alarga.
–Depende. Si compartís con pibes gamba, a veces les podés pedir que se vayan por un par de horas. O aprovechás si se van a visitar a su familia. No es sencillo, pero tampoco imposible.
Pablo, que está por terminar una licenciatura en publicidad, tocó un tema clave de las convivencias en espacios reducidos: el de las alianzas. En una pieza para tres, la fraternidad entre dos puede resultar un infierno para el que se quedó afuera. Nicolás (25), que va por la mitad de Medicina en la UBA, aporta su análisis sistemático: “Se da un fenómeno muy raro, como pequeños sustitutos de la familia. Si llega un externo, a la menor actitud que no les gusta se lo comen crudo”, describe. Tanto Nicolás como Pablo se ven tranquilos, quizás un poco tristes, como si los hubieran horneado a fuerza de presenciar discusiones ajenas. En cambio, Daniela (21) es más dicharachera y tiene un acento que sería la envidia de cualquier contador de chistes cordobés. De hecho, lo suyo es el escenario: lo que la puede es la danza, y se vino con la ilusión de convertirse en bailarina profesional. “En la anterior residencia en la que estuve, el encargado apareció un viernes y nos dijo que el lunes nos teníamos que ir todos porque el edificio se había vendido. Así, de golpe. Empezaron a sacarnos bolsos y muebles a la calle. No hay contratos legales, no hay nada. Y cuando se les canta, te rajan.”
–Mucho para elegir no tengo, porque me quedé sin laburo. De todas maneras, en esta residencia hay detalles que por lo menos me dan risa. Cómo te lo explico... Cuando llegué, me mostraron que tenían un reproductor de DVD. Muy bonito. Fui a alquilar una película y me di cuenta de que no tiene control remoto. O sea que tenés que ver las películas como vienen, sin subtítulos, ni nada. Es cualquiera...
–Probá meter a una bailarina en una habitación compartida entre tres y avisame qué tal te va...
Quien haya pasado por la experiencia de convivir entre muchos en estos depósitos de soledades sabe que hay momentos de joda y también instancias de bajón anunciado. La tarde de los domingos –especialmente si coincide con el Día de la Madre, por ejemplo– puede ser tan deprimente como enumerar las virtudes eróticas de una ex. En efecto, Sonny (20) se presenta medio cabizbajo. Dejó a sus viejos en Lima para ver si podía convertirse en doctor. Por lo pronto, trata de pasar el CBC, mientras trabaja seis días por la semana en una empresa proveedora de acceso a Internet, con un turno que va de 3 AM hasta el mediodía. “Donde nací es imposible costearte la educación, así que me vine. Tenía mis viejos y mi habitación, y de repente me tocó compartir espacios con hombres que acababan de salir de la cárcel”, revela. En las residencias que no son “de estudiantes” las reglas son distintas. Suele haber más tranquilidad, aunque si se pudre, se pudre en serio. “A veces no puedo levantarme del colchón”, se sincera Sonny. El entorno no ayuda: “El que vivía arriba se encerró y ya no salió más. Hacía sus necesidades en unos baldes y al final, cuando nos dimos cuenta de que no respondía a los llamados, tuve que ayudar a llevarlo a un hospital, pero ya estaba prácticamente muerto”, relata. Y ahí queda, con la guardia en alto frente a un fin de semana semidesierto, a miles de kilómetros de lo que él llama su casa.
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