En 2000, AC/DC desapareció de la escena después de dejar uno de sus discos más flojos (Stiff upper lip), y lo hizo tarareando un single tristemente promisorio y poco feliz como I feel safe in New York City (“Me siento seguro en Nueva York”). Desde allí, una batería de rumores, algunos un tanto alocados, presuponía el estado del quinteto a medida que pasaban los años: que Angus vive dado vuelta, que Brian Johnson se quedó sin voz, que Malcolm se fue a vivir al campo y que Cliff Williams largó todo para poner una remisería. Y cuando muchos estiraban la mano para firmar su certificado de defunción, AC/DC retornó con un álbum de rock sencillamente demoledor. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una banda que respira, transpira, late, practica y cultiva la mejor tradición del rock and roll? Básico, elemental, sobrio y a las piñas. Así es Black ice, una patada a la mandíbula sin sobregrabaciones, sin teclados baratos, sin vientos de relleno, sin baladas pedorras y sin superproducción.

Y, claro, la figura es Angus, siempre enfundado en su traje de colegial: es evidente que el paso del tiempo ha modificado su arsenal de recursos, pero no lo ha despojado ni un centímetro de su calidad como instrumentista. Cambió la pirotecnia de sus solos elementales por un trabajo de preciso carnicero, metiendo estocadas filosas, que cuando se cruza con su hermano mayor produce un tsunami eléctrico sostenido por Cliff Williams y Phil Rudd, dos cabezas de termo tan hoscos como imprescindibles. Entre tanto falso profeta y rockero de VIP, AC/DC volvió para reclamar el cetro del rock y no pareciera tener candidatos aptos a pelear por la corona. Que 9 de los músicos nacionales hayan elegido Black ice como disco del año (por sobre los 7 de los debutantes MGMT) no es una involución. Al contrario, es la evolución natural y necesaria de una especie en extinción: el rock and roll.