Jueves, 23 de abril de 2009 | Hoy
SEBASTIAN RUBIN & LOS SUBTITULADOS
Este gran jugador de tenis y subtitulador profesional (pregúntenle de qué) acaba de editar Desayuno de campeones, donde demuestra por qué sigue siendo un talentoso compositor de canciones. Y lo presenta el miércoles.
Por Juan Manuel Strassburger
Si hay un lugar que se ganó Rubin en el rock argentino es el de tozudo compositor de canciones. Y no porque le cuesten, para nada, sino porque se nota que las seguiría haciendo –enferma, empecinadamente–, aunque el mundo se viniera abajo y para terminarlas tuviese que recurrir a una lamparita y un anotador en un refugio post-nuclear. Así de extrema es la dedicación de Rubin. “Para mí la canción rock de tres minutos es un formato que todavía rinde, que todavía tiene mucho para dar”, postula ajeno a cualquier especulación apocalíptica del NO, más allá de que su primer disco solista se llame justamente Esperando al fin del mundo y que ahora el flamante Desayuno de campeones tenga bastante de esa urgencia y ansiedad que a veces imponen los estados urgentes e insomnes del rock. “Nos dimos cuenta de que las canciones tenían ese hilo conductor recién cuando terminamos el disco. Una temática del dormir y el no-dormir en sus acepciones más patológicas y circunstanciales. Como la de esperar toda la noche a una persona que no llega”, revela durante una mañana de sol en Palermo, a la espera de un pastel de carne que promete.
“Hay una recurrencia con esos temas”, subraya. Y prueba de eso son canciones power pop –con guitarras bien al frente y las características armonías vocales marca Rubin– como El día que nunca termina (que retrata: “Aún sigo sin dormir mientras asoma el sol/ el calendario se mezcla en mi habitación/ Ya no quiero esperar tirado en el sillón/ cruzando por los canales de la televisión”) o El rey de la ansiedad, especie de contraparte de El genio de la soledad, de su anterior disco, que directamente dice: “De todo lo que no dormí/ de esa noche que no me acuerdo/ si vos no te olvidas de mí/ valió la pena el desencuentro”.
“El amor ronda el disco, es cierto”, acepta Rubin. “Pero en todo caso de lo que trata es de la ruptura del amor, la ausencia, el ansia de tenerlo, la incomunicación.” Un tratamiento adulto de las relaciones afectivas –digamos, de treinta y pico en adelante– que no es lo más usual en el pop rock. O, al menos, en el que más se escucha. “Sí, claramente no somos Miranda! No estamos hablando de amores adolescentes”, dice con una sonrisa el ex Grand Prix, aunque sin ánimo de criticar: “Está bien lo que hacen. Ellos escriben de una manera más universal, que toma el punto de vista más joven”.
–Sí, habla un poco de eso, de no saber qué diablos quieren las chicas. Porque las minas te dicen: “A mí con que un tipo me haga reír, me alcanza”. ¡Mentira! Porque si así fuera, ¡yo tendría un harén! (risas).
Y es que Rubin, que sin duda es un tipo gracioso (basta leer sus entradas sobre vida cotidiana que cada tanto despunta en el blog de su página, en un estilo muy Seinfeld porteño), por momentos hace catarsis en su último disco. Pero sin dramatizar: “A los desencuentros amorosos los encaro con humor. No me los tomo mal, no me deprimo. En todo caso hay un aceptar la situación y tratar de darlo vuelta. Hasta en El día que nunca termina, que es una canción de ansiedad absoluta y de insomnio total, en el estribillo dice: ‘Es hora de dejar de empezar/ y de empezar a seguir’. Y eso un poco tiene que ver con el Desayuno de campeones, el libro de Vonnegut.”
La luminosa sombra del fallecido escritor estadounidense –responsable de librazos como Matadero Cinco o Pájaro de celda; uno de los grandes autores de la narrativa yanqui, sin duda, a partir de su estilo cáustico y seco– tuvo un gran influjo sobre este disco en particular de Rubin: desde el título (homónimo de otra de sus grandes novelas), la cita que figura en el librito interno (“La música es sagrada”, postula Kurt) y la relectura de un prólogo que fascinó al solista en cuestión a los 17 años. “Fue un tipo que me enseñó a ver las cosas en un momento clave de mi vida. A leer el mundo de una determinada manera. Me mostró que se puede tener una visión del mundo sensible y sin por eso dejar de ser crítico”, se planta Rubin. “Por eso –sigue– no acuerdo cuando dicen que ‘las letras de Rubin son simples’. Yo digo que no son simples. Pueden estar escritas de una forma nada rebuscada, pero no son simplistas. Me parece que hay algo en las letras que hago, sin ser poesía, que llegan a un punto.”
Y postula: “Que una canción suene fácil es de lo más difícil que hay. Cuando se habla de la búsqueda de la canción perfecta, creo que la búsqueda está ahí: hacer que lo difícil parezca fácil, como en el tenis”. Un logro que Rubin logró con la hermosa Aparecer, la niña bonita del disco. “Stephen Merritt, de Magnetic Fields, dice: ‘Hay discos que no se pueden escuchar en el subte’. Y no sólo por el ruido sino porque portan una carga que a veces se hace difícil trasladar a otro lugar. Y me parece que Desayuno de campeones sí lo permite. Es un disco matinal, con energía. Que si lo escuchás a la mañana te pone pilas”, se entusiasma.
Por otro lado, Rubin es uno de esos melómanos que uno agradece. Porque en vez de atesorar información como un bien en sí mismo, se desespera por compartirla ante todo aquel dispuesto a bajar las barreras personales, como cuando en una fiesta Compass (algo así como la Corte de Versalles del indie) reivindicó secretamente a los poco prestigiosos (y americanos) Counting Crows. “Me invitaron a tocar y al final del show adapté sin aclarar nada un tema de los Crows. ¡Y me encantó porque todos terminaron aplaudiendo!”, confiesa ahora con inocente saña.
Surgido a fines de los ‘90 al frente de Grand Prix, un banda que buscó aprovechar el auge del brit-pop, pero para hacer su propio juego: si Blur u Oasis volvían a poner la canción inglesa de los ‘60 sobre el tapete, y acá Juana la Loca o Avant Press hacían lo propio con influencias que también remitían a Los Gatos o el primer Nebbia solista, Grand Prix iba más allá y directamente recuperaba el legado cancionero británico en su totalidad: desde McCartney y Ray Davies hasta The Housemartins o Elvis Costello (y acá al álbum Porsuigieco). “En un punto soy como un cabezadura simpático, porque de mi generación no quedamos muchos. Hago una música que si bien no está de moda, como ahora el rock bluseado tipo Pappo’s Blues, me gusta. Entonces siento que me gané un lugar de respeto también.”
–Sí. Y siento que son discos de los cuales yo estoy orgulloso, son consistentes. Lo que pasa es que yo sé lo que me gusta. Ojo, obviamente hago lo que me sale y de eso grabo lo mejor. Pero en el fondo es eso: lo que me gusta. Mi grado de independencia también me ayuda porque en vez de lamentarme de que no vengan las compañías a editarme, lo aprovecho para tener más libertad. El día que componga dos canciones que no me gustan, paro.
* Sebastián Rubin & Los Subtitulados presenta su disco en Ultra Bar, San Martín 678. A las 20.15. Gratis.
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