Jueves, 3 de septiembre de 2009 | Hoy
CRONICA DE COMO ZAFAR DE UN PARO INTERMINABLE EN PERU
CAMINO AL MACHU PICCHU, UN CRONISTA DEL NO ENCONTRO UN MUNDO LLENO DE AVENTURAS INESPERADAS: CIEN KILOMETROS DE PIQUETES, UN CULEBRON DE MERCADO Y UN SAFARI PSICOTROPICO FUERON EL MARCO INADECUADO PARA LLEGAR AL CUSCO.
Por Facundo García
Ningún folleto hablará de las cumbias que salen del radiograbador en este domingo altiplánico. Esos cholos y cholas que se tambalean bailando tampoco aparecerán en las publicidades, que prefieren mostrar únicamente “maravillas naturales” o “tesoros arqueológicos”. Pero por más que la industria turística invite a hacer zapping de paisajes prefabricados –como quien cambia los canales de la tele–, ellos están. Viven y sobreviven con intensidad y desesperación. Por eso quien se acerque a Perú durante la Fiesta del Sol –tras varios días en bondi desde Buenos Aires– descubrirá un universo humano que no cabe en guías gringas, ni en cabezas cuadradas. Es el ritmo de un continente invisible.
Lo que importa ahora es sacudirse. Las polleras se florean. Brillan las trenzas. Estoy en el lugar donde según la tradición nacieron Manco Cápac y Mama Ocllo, el primer hombre y la primera mujer incas. Se llama Isla del Sol –acá todo es “del sol”– y queda en medio del lago Titicaca, al oeste de Bolivia. A más de 3800 metros de altura, los herederos del imperio más grande que tuvo la América precolombina menean sus culos con fervor. La chicha –bebida alcohólica que se consigue fermentando el maíz– empieza a hacer de las suyas, y los parlantes hipnotizan repitiendo las cinco canciones que hay en el CD de David Castro, estrella local de la cumbia villera.
“Yo sólo quiero volver a ver / mi tierra otra vez / aunque no tenga trabajo ¡carajo! / aunque no tenga un amigo ¡conmigo! / aunque no tenga un amor a mi lado / Yo sólo quiero volver.”
Una a una las parejas se van abrazadas, dando tumbos por entre las paredes de barro. Una nenita mofletuda que usa gorrito de lana y camina como un pato ve que me he quedado sin compañera y se sorprende de que siga el compás con los pies. No debe tener más de cinco años:
–¿Por qué haces eso?
¿Acaso no eres gringo?
–No, soy argentino, ¿y vos?
–Yo soy de arriba, de aquella montaña.
–¿Y por qué estás acá?
–Porque bajé. ¡Te vi bailando solo!
Seguir con rumbo norte no es fácil. En la frontera de Bolivia con Perú, el diario limeño La República informa: “Se agrava la situación en la provincia de Canchis debido al paro indefinido que hoy ingresa en su noveno día. Ayer se frustró el diálogo porque los representantes del gobierno no pudieron llegar hasta la zona, mientras las comunidades campesinas decidieron radicalizar los bloqueos que mantienen varados a cientos de pasajeros en la carretera”. La mano, evidentemente, viene pesada.
Restan pocos días para que empiece la Fiesta del Sol o Inti Raymi, que es la celebración más importante de la cultura andina. Nadie sabe si se hará este año, ya que el gobierno de Alan García –que insólitamente llegó a la presidencia peruana con un discurso de centroizquierda– acaba de masacrar a aborígenes amazónicos que se manifestaban contra la privatización de sus recursos naturales. Fue una lucha de lanzas contra ametralladoras, donde a pesar de la desventaja los indios se llevaron puestos a unos cuantos milicos. Varias carreteras del país están interrumpidas y, luego de adentrarme un par de kilómetros, caigo en la cuenta de que no se puede continuar, ni volver. Estoy atascado.
A los tres días sale un bondi hacia Arequipa. Desde ahí se llega a Cusco por la provincia de Canchis, que también es un epicentro del quilombo. La clave –comentan los locales– está en pasar por lo que el mapa registra como Sicuani. “¿Sicuani? Suba, suba que salgo”, susurra una chola que me encara en la banquina a las cuatro de la mañana. Dentro de su nave un peruano petiso me confiesa que él también tiene apuro por llegar a Cusco, porque al día siguiente es el octavo cumpleaños de su hija. “Yo soy Mario –se presenta–. Oye, si me acompañas podemos ir caminando. Conozco un atajo que nos tomará ratito.” En sus rodillas carga una muñeca –el regalo– que abre los ojos cada vez que agarramos una bajada.
Como era de prever, la chola ni a palos nos deja en Sicuani. En el camino le avisan que no siga porque le van a pinchar las ruedas; de manera que la puerta se abre y nos rodea un amanecer en medio de los Andes, frente a la ruta sin coches que se cruza con el horizonte. La combi ya es un puntito. A ambos costados, el manto verde se interrumpe con cascadas de agua. Y Cusco está lejos. Hasta la Ciudad Imperial de los Incas hay 117 kilómetros que habrá que hacer a pie. Claro que aún no tengo ni idea de eso porque Mario me ha jurado que “¡son unas horitas de caminata nomás, pes!”.
Cada tanto encontramos piquetes donde se reúne todo el vecindario. Bisabuelos, abuelos, padres, hijos y hasta las mascotas se reparten en grupitos de cinco o seis que hay que ir saludando. La mayoría practica agricultura de subsistencia, así que no tienen drama en sostener un paro de semanas o meses. Cada vez que cruzo uno de esos peajes improvisados miran fijo –después de todo, soy un blanquito que pretende colarse– y me bardean en lenguas que no entiendo. Mario, mi compañero peruano, traduce: los hits son “¿qué hacés acá?”, “¿quién te ha dejado pasar?” y, sobre todo, “te va a ir mal, cuello pelado”. Lo de “cuello pelado” tiene que ver con que los blancos suelen andar con la garganta estirada, sin pañuelos, ni bufandas. Eso les parece re careta.
En uno de los cortes un grupito nos arrincona y ordena que gritemos “¡viva el paro!”. Lo repito fuerte y noto que mi convencimiento –que ellos confunden con miedo– les provoca una sensación de revancha y simpatía. De hecho, a los treinta segundos estamos compartiendo una birra. Conversamos sobre el videojuego Vice City y sobre las mejores formas de contener a los policías en caso de que vengan a reprimir.
A media tarde ya es obvio que Mario mandó fruta en eso del “atajo”. A diferencia de lo que suelen hacer los guías pagos, este cabrón sigue a paso firme y se indigna si le explico que no doy más. Sus “dos horitas de caminata” se han convertido en un maratón interminable. Estoy por tirarle la bronca cuando encontramos una pollería abierta en mitad del atardecer. Nos sentamos a comer y está rico, por más que Mario no parezca convencido con el aspecto del plato. Ya satisfecho, pregunta si me ha gustado la cena. Respondo que sí. “Menos mal, porque te comiste una paloma”, contesta. Se ríe como un limado. ¿Me estará llevando en la dirección correcta?
Las once. No se ve a nadie. Ni a pie, ni en bici, ni en mula. Sin luna, el cielo pone a brillar una Vía Láctea silenciosa. Nos guiamos entre las sombras con un llavero-linterna que pronto no tendrá pilas. Cada farolito que titila a lo lejos es la esperanza de encontrar alguien en moto o en camioneta que se anime a transportarnos, aunque sea un tramo. Nada: pasamos por ranchitos que conservan las ventanas iluminadas por las velas, pero es como si una cosa horrible hubiera sucedido y todos hubieran tenido que huir.
Una fogata se distingue en el contorno de la cordillera. Es otro corte, y a medida que nos aproximamos aumenta el movimiento entre los huelguistas. Como es hora de dormir, han quedado de guardia los jóvenes. Escrutan la negrura para adivinar quiénes son los giles que vienen guiándose con una linternita desde lo alto del valle. Súbitamente algo los alarma. Se suman diez o quince cholos más y desplazan troncos y piedras para cortarnos el paso. En el relámpago de corridas se escucha un bocinazo: desde lo alto de los cerros vienen tres camiones a todo lo que dan. Hace nueve días que los camioneros están frenados, sin dinero ni comida, y se ve que han decidido ver si pueden romper el cerco. Vienen con las luces altas, y retumban más bocinazos en la quebrada. “¡Acá no pasa nadie!”, gruñen los que aguantan detrás de la barrera.
Me quedo pasmado entre unos y otros. En menos de un minuto hay peleas y pedradas. Los camiones han tenido que parar. Los más pendejos –sacadísimos– se abalanzan contra los conductores, y los adultos procuran calmar los ánimos. Miro hacia adelante: oscuridad. “Vamos, vamos, che, que mañana es el cumpleaños y tengo que estar”, alienta Mario medio oculto entre unas matas. Es lo único que me pone pila después de más de veinte horas con la mochila a cuestas.
De madrugada, un flaco con un auto casi de juguete se ofrece a tirarnos en Cusco. Tenemos que esquivar y remover obstáculos, aunque por suerte los que llevan la protesta ya están descansando. “Conque dos horitas de caminata, ¿eh?”, rezongo. Mario no se hace cargo y duerme. Llegará al cumple de su hija tras una semana pelándose el lomo en un pueblo minero, y eso le trae paz. Así son sus sencillas vacaciones.
Cusco era la capital del Tahuantinsuyu, nombre que significa “las cuatro partes del mundo” en alusión a las provincias en que se dividía el imperio. Fue capital de un reino que abarcaba buena parte de Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y el noroeste de la Argentina. No obstante ser una sociedad con tensiones, los incas habían encontrado un sistema solidario en el que las hambrunas y la violencia eran mucho menos frecuentes que en Europa. En ese “ombligo del cosmos” estaba el Templo del Sol y otros centros sagrados sobre los que hoy se levantan varias iglesias rebosantes de vírgenes y Cristos ensangrentados.
Hasta ahí lo que está escrito. Dicen, sin embargo, que el método más copado para palpar el latido de una ciudad es sentarse en un bar a espiar lo que pasa. En consecuencia, antes de ir a los museos me dejo caer por el mercado y pido un jugo de papaya. Hay revuelo en los puestos que exhiben pescado, carne, pociones para el sexo y electrodomésticos. En el arco de la entrada se ve a un tipo tomando un taxi y metiendo tres cabras en el asiento de atrás.
En eso, en la misma barra en la que estoy hay dos minas completamente concentradas en lo que sale por el altavoz de un teléfono celular. Una rellenita habla; y la otra –bastante delgada– calla, atenta y en silencio. Se reparten un par de lágrimas cada una.
–Oye, ¿me quieres? –consulta la más morruda. Ninguna mueve un pelo cuando una voz masculina cancherea del otro lado de la línea:
–Princesa, sabes que te amo y te adoro.
Gorda y flaca echan rayitos por los ojos. Antes de cortar, la gorda arregla para juntarse con el chabón esa misma noche. Cuando voy por la mitad del jugo, la que llama es la flaca. El celular sigue con el parlante activado, de modo que los que estamos alrededor oímos cada detalle.
–Hola amor –solloza la flaca. Está haciendo lo imposible por no derrumbarse en llanto–. Quiero que me expliques qué sientes por mí –consulta. Pobre.
–Ay, mi reina, qué preguntas me haces: te amo y te adoro –contesta la voz. ¡Es el mismo atorrante!
El concierto de alaridos termina en el momento en que la gorda toma la palabra y hace un resumen digno de Gran Hermano: “Roberto, tu mentira se terminó aquí. Vas a tener que elegir con cuál de nosotras te quedas”. No vuela una mosca. El pirata atina a pedir “un tiempo”. No le dan. “¡Decide!”, aúllan las mujeres al unísono. Mi vaso de jugo está suspendido a media altura.
“Me quedo contigo”, lanza finalmente Roberto, y no sé cómo hacen las dos rivales para entender a quién se refiere. Vencida, la flaca saca un pañuelo de su carterita y se levanta. La veo alejarse entre las carnicerías de la feria. Entonces la “ganadora” juega la carta que se había guardado: “Bueno, ya que me has elegido a mí, grábate esto: ¡no quiero verte nunca más en la vida, hijoputa!”.
Ni Camino del Inca, ni tren, ni bondi directo. La senda más barata si querés ver Machu Picchu y no estás dispuesto a vender tus órganos para financiarte es ir por Santa María. Llego al caserío retrasado, y aparte del gigante harapiento que hace señas desde su auto no hay gente a la vista.
–Ey, ¿vas hacia Santa Teresa? –consulta, ayudándose con gestos por si no hablo español.
–Sí, compadre –respondo. De Santa María a Santa Teresa hay una hora en vehículo. Una vez allá, estaré muy cerca de la famosa Ciudadela. Me conviene.
–Te llevo, pe.
Sacudo la mochila y subo. En el instante en que estoy considerando por qué no le termino de cazar la onda al grandote, él aclara que el viaje va salir diez soles. Me enfurezco. No jode tanto que me cobre como que me haya chamuyado, así que lo cabreo mal: “Loco, me estafaste”. El hambre, los problemas estomacales y el cansancio hacen que se me salga la cadena mal. Al llegar a una especie de túnel formado por la selva, el mastodonte detiene el motor. Echa un bufido, abre la puerta y se baja del auto.
“Cagué –pienso–. Este me corta la cabeza con un machete y me tira al precipicio.” Oigo insectos, algún bicho en la lejanía y el baúl del auto que se abre. Meto un brazo en la mochila, buscando con qué defenderme. ¿El cepillo de dientes? No. ¿La linternita ya sin pilas? Menos. Habrá que hacerse el boludo. Me quedo piola y pido a los dioses que el presunto asesino se distraiga para poder rajar.
La puerta vuelve a abrirse y veo que, en vez de un machete, el gordo trae un par de casetes. Prende el estéreo y suena una mezcla de Sargent Pepper’s con Pibes Chorros. “Esto es Juaneco y su combo. Música chicha. A ver si aprendes”, sermonea mi enemigo. Mete pata al acelerador y no se amilana cuando el coche resbala bajo el ripio de las curvas. Aliviado, saco el bocho por la ventanilla. Dividimos el viento nocturno con una estela de tierra y cadencias tropicales. La vegetación y los animales también parecen querer comunicarse: “A ver si aprendes, bicho de ciudad. A ver si aprendes, ignorante. A ver si aprendes, estresado. A ver si aprendes”.
Con semejante inyección energética no cuesta seguir, a la mañana siguiente, por la vía de tren que conduce hasta Aguas Calientes, que es la población lindera a Machu Picchu. Dos por tres pasan trenes y hay que ladearse, pero en general la senda es piola. Llego el día del sagrado solsticio de invierno, que anticipa la Fiesta del Sol. Es el día más corto del año y también la instancia en que la naturaleza inicia otro de sus ciclos.
La antigua Ciudadela es impactante y coquetea con el Inti Raymi, que ya está por arrancar. Más allá de esa imagen, haber recorrido 5800 kilómetros de asfalto y ripio deja un mensaje ardiendo en la conciencia: la Sudamérica más inmensa, la de las infinitas historias de amor, todavía espera ser descubierta. Y no entrará jamás en los afiches publicitarios.
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