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Bucaramanga, Bogotá, Rata Blanca y Medellín. Shows potentes, salas llenas, el famoso rock de las venas dilatadas, y la posibilidad de conocer el lado B de la historia que a todos nos contaron. A 45 minutos del aeropuerto, entre inacabables montañas que hipnotizan al pasar en sus propias curvas, aparece Medellín de noche. La ciudad de la eterna primavera dio la bienvenida al son de sus caderas.
Buscaba sicarios por la calle, pero parece que se están extinguiendo... Desde que el narco se infiltró en la guerrilla, o con los paramilitares, todo es mas difícil de entender. Las grandes mafias doblegan el espíritu del antioqueño que trabaja de sol a sol, y este sol sí que es fuerte.
Es entonces que en las favelas tienen desde un DVD hasta la alacena colmada de ron, o una recortada descansando en la misma mesita en que suspira tenue la velita de la virgen María Auxiliadora, patrona de los sicarios. Pero esto es periferia, y el ruido de la periferia jamás fue más fuerte que el ruido del centro. Y el centro es otra historia.
Rata Blanca se hospedó en el Dann Carlton, donde la fuente de su piscina llega casi hasta el entrepiso. El show era a la noche siguiente, así que, mientras tanto, los antioqueños mostraron su mejor fruta. Los camaradas argentinos al fin habían llegado. El dueño del lugar llenó la barra de glamour y de delicias. Dijo:
–Aquí están las mujeres más hermosas de todo Colombia.
Después de la décima copa de champagne, este caballero sudado hasta las uñas invitó a Walter Giardino a ver su más preciado tesoro. Salimos todos hasta el parqueadero, a ver de qué se trataba. A 50 metros señaló un auto con el dedo y, en menos de 15 segundos, dos de sus empleados trajeron dos recortadas. Una para Walter, otra para él. Sin preguntar pidió: “¡Dispara, mano!”. Walter, que sabe que más vale cuidar que morir, apuntó al auto y un estruendo congeló el alma de todos los que observábamos. Suficiente por esa noche, pensamos. ¿La policía? Llegó, pero tomaron cervezas con el hombre de las escopetas y el auto.