Jueves, 7 de enero de 2010 | Hoy
CRONICA DE RECAMBIO DE EPOCA: A 20 AÑOS DE LA CAIDA DEL MURO EN BERLIN DEL ESTE
La caída del Muro de Berlín dio lugar al curioso término de “reunificación”. Una reunificación que quedó en manos del capitalismo, claro, que cuenta la historia tal como le parece. Comienza una nueva década, con lo cual es un buen momento para revisitar el pasado y lo que el presente recuerda de él. Un cronista del NO recorrió esa ciudad en busca de vestigios históricos, pero en la cultura joven sólo encontró desidia y más desidia. El capitalismo se las arregló para borrar vestigios de lo que fue.
Por José Esses
En Alemania ya no se habla del “fin del comunismo” cuando se hace referencia a la caída del Muro de Berlín. Eso querría decir que alguien derribó a ese gobierno que Benedicto XVI hace poco describió como “una dictadura que realizaba acciones siempre inmorales”. La historia oficial cuenta que el 9 de noviembre, en una conferencia de prensa, se anunció que se podría cruzar del Este al Oeste sin pasaportes ni visados. Cuando un periodista italiano preguntó desde cuándo regiría esa ley, el funcionario se puso nervioso y respondió “inmediatamente”, pese a que esa decisión todavía no estaba tomada. El Muro, entonces, habría caído casi por error: no hizo falta que alguien lo empujara. En tiempos de corrección política, la palabra de moda es “reunificación”, un término mucho más amigable y que da a entender que se combinó lo mejor de las dos ciudades.
Cuando Hillary Clinton, Nicolas Sarkozy y Mijail Gorbachov, entre otros, se acercaron hasta Berlín para celebrar los 20 años de su refundación, con sólo verlos saludar a Angela Merkel, la canciller federal, queda en claro en manos de quiénes quedó Berlín. Son historia los tiempos en los que se aspiraba a la igualdad, ya casi nadie habla de ello. Apenas mil personas marcharon para declararse en contra de los festejos oficiales el 7 de noviembre. No hubo voces que se rebelaran ante el discurso de los vencedores, no hubo un solo artista que organizara un show en contra de la “reunificación”. La palabrita elegida no deja de tener una carga de ironía, porque la impusieron aquellos que se quedaron con la ciudad sin tomar algo del otro lado. Para llegar a una unión es necesario mezclar, por lo menos, dos elementos. No fue éste el caso berlinés. Acá se impuso un sistema, el capitalista, sobre el otro. Del resto, ni noticias.
Se hace difícil encontrar señales de la Berlín comunista en la ciudad actual. Más sencillo es cruzarse con merchandising que recuerda a esa época. La figura preferida de los diseñadores es Ampelmännchen, el hombrecito que aparece en las luces del semáforo. Fue inventado en el lado oriental y estuvo a punto de extinguirse cuando modernizaron los semáforos. Una campaña lo salvó y sigue firme, aunque sólo ordena el tránsito del Este de Berlín. Su imagen aparece en todo tipo de productos: remeras, tazas, llaveros y gorras. La manera que encontró el capitalismo de darle lugar al imaginario comunista es, lógico, a través del consumo.
Ejemplo de ello es la “ostalgie”. A los alemanes del Este se los llamaba despectivamente “ossis”, y en los últimos años se puso de moda la estética que refiere a la República Democrática. En los negocios del ramo se pueden encontrar los productos que antes hubiera despreciado cualquier alemán occidental: Club Cola (la gaseosa del Este), chocolate que en realidad no era chocolate y todo tipo de objetos de diseño que recuperaron un lugar en el imaginario colectivo gracias a películas como Good bye, Lenin o La vida de los otros. El referente más claro de la “ostalgie” es el auto Trabant, típico del Este, que multiplicó su precio luego de ser despreciado durante décadas.
En los museos que recomponen la memoria de la ciudad también aparecen algunas señales del pasado aunque, claro, esa visión también está un poco distorsionada. El DDR Museum propone revivir algunas costumbres de la Berlín Oriental a través de la participación de los visitantes, que pueden subirse a un Trabant, bailar las coreografías de los grupos pop comunistas o sentarse en una reproducción de un living típico del Este. De un perchero cuelgan los jeans que vestía esa gente que, según muestra el museo, adoraba veranear desnuda. El análisis del comunismo es tan superficial como tendencioso. No se menciona que en el Este no existía el desempleo ni que todo el mundo tenía una vivienda.
Tampoco esos datos se encuentran en la Casa del Check Point Charlie, un museo que está en el mismo lugar donde funcionaba el paso fronterizo más famoso. Allí los protagonistas son los valientes que se escaparon del Este en globo aerostático, cavando un túnel o encerrados en baúles de autos. La Berlín Oriental que se construye en ese lugar parece un infierno del que nadie quería participar. Por último, en Hochenschonhausen la historia es contada por los protagonistas. Ese lugar fue una cárcel en la Alemania del Este en la que eran detenidos los presos políticos. Casi todos los guías estuvieron allí encerrados y el tour incluye un paseo por las salas de tortura y de interrogatorio. ¿Hay algún museo en el que los comunistas cuenten su versión de la historia? No, claro que no. Según la idiosincrasia alemana, los perdedores no tienen lugar ni para quejarse, deben retirarse del mapa sin chistar.
Si la ciudad no le hace lugar a su propia historia, entonces, ¿por qué no acercarse hasta algún viejo barrio comunista? Tal vez allí alguien cuenta algo distinto. Marzahn queda en el nordeste de la ciudad y Alemania escribió varias páginas de su historia reciente en este distrito. No son las páginas más felices, por cierto. Aquí, durante la Segunda Guerra Mundial, funcionó un gigantesco campo de trabajo forzado para gitanos. Se convirtió en un icono comunista cuando, a finales de los ‘70, se construyeron cientos de monoblocks que iban a servir, según anunció el gobierno, para solucionar el problema de la vivienda en todo el país. El barrio tiene fama de peligroso desde los ‘90, cuando fue cuna de neonazis. Caminar por Marzahn genera un efecto alienante, porque la vista es igual, se mire hacia donde se mire. Durante kilómetros sólo se ven edificios, todos muy parecidos entre sí. Uno detrás del otro, como si los hubieran copiado y pegado.
En Marzahn vive Tomas Hetter, de 20 años, que será padre dentro de pocas semanas. Es rubio, tiene el pelo corto y peinado con gel. No fue a ver a U2 a la Puerta de Brandeburgo, ni se sintió particularmente emocionado con esta fecha. Nació en este barrio, en el que sus padres viven hace décadas, pero sostiene que “el Muro es parte de la historia alemana, quedó atrás. No hubiese ido a festejar a ningún lado porque para mí es un día más”, sostiene, mientras escucha hip-hop alemán.
Tomas no es el único desencantado por acá. Tres amigos comparten una cerveza a pocos metros del Eastgate, el shopping del barrio, el tercero más grande de la ciudad. Su estructura desentona en este contexto. Parece que llegó, por error, desde el futuro. Alexander Stenmeier es el único del trío que se anima a hablar. Los otros dos son muy parecidos entre sí, cachetones, con gorras y pantalones anchos. Escupen el piso alternadamente, como si marcaran su territorio. Alexander, mientras tanto, cuenta que en la escuela no estudiaron qué sucedió con el muro y que en su casa se habla sobre el tema, aunque a él no le interesa. Tiene 16 años y anticipa que tal vez dentro de dos años vaya a la facultad. ¿Y si no? “Y si no, no”, resume. Alexander niega ser de Marzahn. Es imposible creerle. Nadie vendría especialmente con sus amigos a tomar una cerveza a un lugar como éste. Y menos un domingo nublado.
“Yo estaba mejor durante el comunismo y confiaba en que todo podía seguir evolucionando. Creía que mis hijos iban a encontrarse con más posibilidades en un nuevo mundo, pero ahora los dos están desocupados. Todo se complicó. Hasta el alquiler, que me resultaba muy barato”, resume René Gutachter, de 72 años. En Marzahn, la desocupación alcanza el 16 por ciento según las cifras oficiales. La reunificación tampoco pasó por Marzahn. El Muro encerraba a sus vecinos, que sólo podían viajar a los países comunistas. Ahora, que pueden salir, no tienen motivos ni dinero para hacerlo.
En Berlín hay perros sueltos por cualquier lado, y en su lado oriental todo parece a punto de romperse o está recién arreglado. Cuando se afina el ojo se descubre que se trata de una estética definida que atrae a turistas de todas partes del mundo. Es la cara que la ciudad eligió para darse a conocer: los bares, los boliches, las librerías más cool lucen como ocupados o reciclados con poco dinero. Remiten a una época que ya no volverá y que sólo se recuerda en las fechas redondas.
En los últimos años, Kreuzberg se convirtió en el barrio más recomendado de Berlín. La mezcla cultural que se da en sus calles atrae a jóvenes de países vecinos y también a los alemanes que viven en ciudades con menos movimiento. Aquí no rigen las mismas costumbres que en el resto de la ciudad: los quioscos venden alcohol y están abiertos durante toda la noche. Lo mismo sucede con los negocios que sirven kebab (esa carne asada que gira en una calesita), que siempre tienen clientes en sus mesas. Los nuevos bares, librerías y tiendas de ropa conviven con los turcos, dueños de la zona desde que llegaron en malón cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. La ciudad estaba destrozada y se necesitaba mano de obra barata para levantarla. Hoy son la primera minoría de Alemania, con 3 millones, y conforman el 40 por ciento de la población de Kreuzberg.
Tiempo atrás, los turcos eran acusados de marginarse y de aferrarse a sus costumbres, como si no se hubieran mudado. Mientras juegan al backgammon, ponen cara de pocos amigos si algún forastero entra a uno de sus bares. Los primeros que llegaron no se interesaron por aprender el idioma y se refugiaron en su barrio. Ahora se da el proceso inverso: los adolescentes turcos influenciaron la manera de hablar de su generación. En su lengua, por ejemplo, no usan preposiciones y tampoco lo hacen cuando se expresan en alemán. Los locales copiaron esa forma de hablar y no faltan quienes acusan a los turcos de deformar el lenguaje. Esta especie de dialecto se llama –despectivamente– Kanackisch y ya llegó a la tele de la mano de varios humoristas. También se publicaron diccionarios Kanackisch-Alemán para que todos puedan hablarlo.
La integración también empieza a aparecer en lo artístico. En noviembre, el centro cultural Ballhaus Naunystrasse organizó el ciclo “Beyond Belonging: Translokal”. En grupos de seis personas, los espectadores rotaban por seis locaciones, ubicadas en escuelas de música, instituciones públicas y también en negocios y casas. En cada una se montó una performance que reflexionaba sobre la relación de los turcos con Kreuzberg. Lejos de cerrarse sobre sí mismos, abrieron las puertas de sus espacios más íntimos para dar a conocer su visión del barrio, los problemas para adaptarse al país o para conseguir trabajo. Los boliches aprovechan y sacan provecho de esta mezcla que reina en Kreuzberg. En las fiestas balcánicas, los alemanes bailan los ritmos que llegan desde Europa del Este y Medio Oriente. Los pequeños clubes se llenan para escuchar a grupos under, como Rotftont Emigrantski Raggamuffin, que mezclan al rock con el unza unza.
Como pasó en Buenos Aires hace casi una década, el boom turístico de Kreuzberg generó que los precios aumentaran y que los más románticos se sintieran algo invadidos. Aquello que hasta hace poco era original y llamaba la atención de los visitantes, comenzó a ser reproducido con la idea de atraer más gente. La barrera entre lo auténtico y la puesta en escena se hace cada vez un poco más difusa.
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