Jue 25.03.2010
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AGUAS(RE)FUERTES

La muerte del auricular

› Por Javier Aguirre

El primer síntoma de que algo no anda bien es fugaz: apenas un segundo de silencio que interrumpe El Nagual, de El Festival de los Viajes. Pero enseguida la música sigue, y todo sigue. Tal vez era ése el momento de llamar a la ambulancia tecnológica, pero uno dice “a mí no me va a pasar” y se confía, con la narcófona imprudencia de quien camina (o viaja en transporte público) escuchando rock a todo volumen. El segundo silencio ataca sólo el flanco izquierdo, del lado del corazón, en pleno Govind, de Kula Shaker, y ya no deja dudas: algo anda mal en la salud del auricular. Desde entonces, los síntomas se repiten, cada paso es un infarto sonoro, el cablecito tiene una fractura expuesta y la música empezará a fragmentarse cada vez más, hasta invertir la ecuación: ahora se escucha un silencio casi permanente, que sólo se interrumpe por ínfimos pasajes de Canalla, de Andrés Calamaro. Y es verdad que unos auriculares chotos valen 8 pesos, que se consiguen en cualquier lado y que siempre es bueno tomar el toro por las astas (salvo que seas torero). Pero uno está acostumbrado a sufrir y cree que, mediante un sutil pero enérgico forcejeo con la ficha de plug fino, puede al menos completar el viaje y ver si hay algún otro par de auriculares olvidado en casa. Pues es sólo otro intento ineficiente por estirar la agonía: todavía estamos lejos y de pronto llega el silencio definitivo. Algo se rompió para siempre, esta mierda no anda más, es hora de volver al mundo. Sorpresa: se escucha música por todos lados. Los teléfonos celulares con parlantito incorporado ya mean sobre la tumba de walkmans, discmans y reproductores de MP3; se desvanece el estereotipo del viajante que escucha una misteriosa música por auriculares. Se oyen en el vagón tres canciones al mismo tiempo: un reggaetón indeterminado, otro reggaetón indeterminado y un hit acústico de Arjona (pregunta: ¿es rocker reconocer a Arjona, pero no a dos temas de reggaetón?). Nadie parece extrañar a los auriculares. Como en los tiempos setentochentistas en los que los morochos de Detroit cargaban su radiograbador en el hombro, la música otra vez se comparte. Con una fidelidad nula, sin graves y peor que la AM de socio vitalicio en cancha de fútbol, sí; pero ya no en la clandestinidad.

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