GENERACION POST-CROMAÑON
A más de un lustro del incendio de Cromañón, nuevas camadas de jóvenes aprenden solos a atravesar la noche rockera con el peso de la tragedia sobre las espaldas. Público y bandas que no conocieron el “antes D”, pero que conviven desde el arranque con el fin de la inocencia.
› Por Luis Paz
Pese a que Patricio Santos Fontanet denuncie que la prensa está encaprichada en hablar de Cromañón, lo cierto es que clausurar el análisis luego de los resultados del juicio es tan peligroso como lo fue la noche del 30 de diciembre de 2004 el local que Omar Chabán tenía en el Once. ¿Con qué razón dejar de mirar a través del humo, sobre todo cuando ahora, pasado el Bicentenario, efervescen las voces de esas pibas y esos pibes que en vísperas de 2005 tenían 12, 13 o 17, a los que Cromañón sorprendió en el primario, los que entonces no iban a recitales, ni a bailar, ni habían tenido firmeza en querer formar una banda? Aún faltaba pensar a Cromañón desde muchos aspectos y apareció, o está apareciendo, la voz de los que hoy debutan en los escenarios, que hoy cursan sus primeros años universitarios, que se estrenan en el merqueado mercado laboral, que pagan los tragos y las entradas que mantienen vivos a bares, boliches y bandas, de los del pre y de los del post-Cromañón. Un público y unas bandas que no conocieron el antes citado con melancolía al hablar de la destrucción de una escena, una industria, una cultura y casi doscientas vidas, lo más lamentable. Los que no sólo entendieron el nuevo modelo nacido en 2005 sino que lo tienen por paradigma estándar. Los que conocen las incoherencias lógicas del nuevo orden rockero desde las bases, sin conservadurismo ni nostalgia por el antes, pues para ellos no lo hay: su post-Cromañón es presente continuo y no saben otro modo de hacer rock.
Las bandas y los pedacitos de público que el NO reúne en esta producción son la renovación de los años próximos, la Generación post-Cromañón (GPC). Referirse a ellos como generación es, en el estricto sentido literal, un acierto, pues corresponde con la definición que la Real Academia Española da de la palabra generación: “Conjunto de personas que por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos”.
Pero existe otra acepción para generación, la tecnológica, la que señala “cada una de las fases de una técnica en evolución, en las que se aportan avances e innovaciones respecto de la fase anterior”. Allí aparece otro rasgo distintivo de la GPC: la discontinuidad del relato. Ese engranaje roto, que debía transferir los logros, los aprendizajes y los raspones del rock del antes hacia el rock del después, y que el estallido del boliche desmanteló. Luego del 30 de diciembre de 2004 no hubo tiempo ni espacio para retransmitir lo sabido: los rockeros de antes se tuvieron que poner a reconstruir lo suyo y los rockeros de ahora se quedaron aprendiendo solos.
“No tenemos idea de cómo se maneja un sello, qué cosas hace un manager. Nosotros diseñamos nuestros flyers, conseguimos las fechas, cobramos las entradas en puerta y nos hacemos la prensa”, señalan casi a coro Manuel, de Tostadora Moderna (19 años) y Charly, de Dona Filoso (23). Tampoco nadie se preocupó por acercarles la información. Es que el rock no ha podido hacer lo que los mapuches, que reconstruyen la comunidad mientras transfieren sus relatos. Tal vez porque, como comunidad, el rock pre–Cromañón se había vuelto débil. Luego del incendio, los popes vieron desbaratarse su negocio montado y se recluyeron en sus ahorros: la fama, el prestigio y las compañías. Las clases medias del rock argentino vieron en Cromañón su corralito, la confiscación de esos bienes que durante años habían ido consiguiendo –público, discos y giras– y del que la nueva política del rock no les permitía gozar. Estos pibes quedaron solos, con el apoyo precario de quienes se solidarizaron y, en lugar de cerrar filas porque en el rock cada vez había menos lugar, les abrieron la puerta para ir a jugar. “La UMI o Estudio Urbano son de esos pocos espacios que nos reciben con respeto sin importar la edad o cuánta gente llevamos”, rescata Ariel, de Urbanodélica. Frente a la orfandad institucional, con los padres del rock ausentes, los miembros de la GPC quedaron a merced de su propia curiosidad para aprender a hacer al rock. Pero en la soledad no suenan las voces de la experiencia: no cobijarlos (que la “industria” no los cobije) significa exponerlos a los mismos errores que sus antepasados. Sus testimonios serán conocidos para el rocker de antaño, pero cada palabra es un grito nuevo.
Si el ingreso a la adultez está marcado por el quiebre con la burbuja de la fantasía y la inocencia, Cromañón envejeció de golpe al rock argentino y lo obligó a ser más consciente y más preocupado. “Cromañón acabó con el modelo del rockero Pomelo, el músico despreocupado por su público y por el lugar donde toca”, apunta Carlos, guitarrista del cuarteto porteño de pop psicodélico Autocine, una banda nacida del fango y la precariedad en 2006. Por la misma época, Florencia comenzaba a ensayar con The Smartouch, que no sobrevivió en el post-Cromañón más que dos años. “Lo que pasó en Cromañón tuvo que ver con no conseguir fechas, pero también estuvo el problema de que acá no se valora el esfuerzo”, señala. Sería difícil (o demasiado facilista) marcar su inocencia cuando reclama por eso. Porque sí que ha habido una valoración del esfuerzo del músico, pero años atrás, cuando aún no había, para los ajenos, pruebas fehacientes del rock como un mundo peligroso.
Florencia se enteró de que el boliche de Omar Chabán humeaba mirando la tele, cómoda en su casa y a sus quince. En su escuela, como en la de Laín o en la de Yanina, ningún maestro cortó el plan de estudios para referirse a lo que había pasado. Claro, el 31 de diciembre de 2004 había vacaciones. Pero ni en 2005 ni en 2006 se charló de eso en sus escuelas. La mayoría de los músicos que hoy tienen sus bandas emergentes en emergencia terminó el colegio sin que se haya hablado sobre Cromañón, y lo reafirman Matías, voz de Autocine, y César, tecladista de Dona Filoso. “Y con nuestros viejos más en contra todavía de que tengamos una banda”, añade Manuel.
Cuando Laín, un estudiante de medicina abonado a recitales de mediana y gran convocatoria, era más pibe que ahora, a sus 20, sus padres solían llevarlo a recitales de nostalgia setentista en el Luna Park. “Cuando iba a recitales con ellos, sentía que nada podía pasar”, añora. “Después de Cromañón, se preocupan mucho más.” Y los pibes, acuerdan, también. Matías aporta la perspectiva del músico: “A partir de Cromañón, el músico no se permite colgar como banda, les da importancia a los ensayos y los lugares donde toca. Como todo se hizo cuesta arriba, para sobrevivir, la banda se tuvo que convertir en prioridad”, analiza. El problema fue que para los que venían tocando antes de Cromañón, y que luego se fusionaron con pibes del post-Cromañón en bandas, el desencanto por la ilusión hecha añicos no los condujo a priorizar del mismo modo. Ariel sabe bien de esto, porque junto a Nicolás, el bajista, son los únicos miembros del Urbanodélica original en pie. “Un violero se va por laburo, un bajista tiene un hijo”, reseña. Y Matías, a su lado, levanta la mano para marcar que los que son más grandes que ellos, los que empezaron a pelearla antes de Cromañón, saben que su tiempo se agota. Sigue Carlos, ubicado al otro costado de Matías: “Yo empecé a tocar en banda luego de Cromañón, pero tengo 28 años. Mucho margen para creerme la del rockstar no me queda”. Pero sí tienen ese tiempo Manuel, Charly, César, Matías y tantos pibes de veintipocos. Que, por suerte, también tienen en claro que la pelotudez del rocker estuvo en Cromañón.
“Cromañón confirmó la decadencia del sistema”, concluye Matías cuando el NO les pregunta qué saben sobre la noche más espesa para el rock argentino. Ariel abreva en que el incendio derrumbó todo lo que se había construido hasta entonces. Matías concluye que, en definitiva, aumentó la precariedad con la que se hace rock desde esta parte del mundo. “Al trabajar en esa precariedad, los músicos de esta generación creo que son más humildes. Tienen que esforzarse mucho en hacer todo y sin saber mucho de nada”, va definiendo el cantante de Autocine, que esta semana recibió la mezcla de su primer EP y prepara fechas para julio. ¿Qué pasa del otro lado? ¿Qué sabe el nuevo público? “Cuando salgo a un bar, no sé cuánto se les cobra a las bandas por tocar, o si les pagan, cuánto sale el sonido. Lo que sé es que también para nosotros es difícil conseguir trabajo y que a veces uno sale con poca guita y pagar una entrada te saca la mitad”, se sincera Laín. Y pide disculpas a los músicos presentes. Y los músicos le dicen algo así como “si tantas veces no lo sabemos nosotros, no tenés por qué saberlo vos”.
La decadencia del sistema del rock no sólo depende de Cromañón. Es, en definitiva, un diagnóstico reconstruido a partir de muchos síntomas. El incendio durante el show de Callejeros es uno, pero la crisis económica, la deslegitimación de la capacidad laboral de los jóvenes, e incluso las nuevas tecnologías son lo sintomático de la enfermedad de un modelo de empezar y crecer en el rock que no pudo sobrevivir ni reproducirse luego de 2005, salvo en casos contados, amparados en un muy buen trabajo de base o por toda la parafernalia del marketing de rock para las nuevas bandas. “Banda de Turistas: salías a un lugar una noche y ellos habían estado los cinco juntos en cuatro lugares, dándoles flyers a todos”, marca Ariel. El otro elemento de aquel modelo de crecimiento de los ‘90, además del flyer, el fanzine y las pintadas, había sido el lógico: tocar seguido, que el nombre circule en las marquesinas y los programas de bares y boliches. Pero ésa es la pata coja, precisamente, en la mesa de esta generación.
“Al subir el precio que te cobran de sonido o los lugares para tocar, tenés que cobrar una entrada. Mis amigos no trabajan y no pueden pagar entrada cada vez que toco”, abre la puerta Manuel. Charly, de Dona Filoso, arrima que, por lo que dice Manuel, tampoco es bueno tocar muy seguido, porque se corre el riesgo de dividir la convocatoria y no llegar a cubrir el sonido. César, también de Dona Filoso, explica aún sorprendido que en su última fecha en Plasma les quedaron 120 pesos a cada banda. Los demás lo miran sorprendidos, felices, aunque sepan que eso apenas cubre dos ensayos.
Yanina, que aquí representa al público, vivía en 2005 y sigue viviendo a tres cuadras del lugar donde estaba el local República Cromañón (Bartolomé Mitre 3066), pero aquella noche vacacionaba en la costa y se enteró por un amigo. Igual sintió miedo varias veces en boliches y bares: “He visto pequeños incendios, puertas cerradas, poco aire para respirar y demasiada gente”, señala. Y justamente el trabajo que le ha permitido bancarse es el de relacionista público de boliches, donde el logro es que la gente entre. “En ese sentido, hay conciencia de la cantidad de gente y de que hay un límite. Pero lo de las puertas cerradas sigue ocurriendo”, balancea. Como pasa el “horror de que corten el agua de los baños”. A Florencia le pasó algo similar en el boliche Diosa Gaia, de Adrogué: “Se cortó la luz dos veces durante quince minutos y daba miedo, porque es un boliche muy grande”. Entonces cabría preguntarse: ¿la seguridad está dada sólo por un matafuego en buen estado y una vía libre de evacuación rápida? Definitivamente no.
Cuando cuentan esto, a días de los festejos del Bicentenario, surge la duda de hasta qué punto fueron seguros, dada la incontrolable cantidad de asistentes. Para despejarla, el NO contactó a Felipe Zamorano, DJ que se presentó junto a DJ Stuart y Zuker en los actos, y que también tiene algo que señalar sobre las transformaciones de la noche post-Cromañón: “Cuando íbamos cruzando la 9 de Julio, pusimos La bestia pop y había un mar de gente. Se nos cortó el sonido y el ver a la gente tan arengada, daba miedo. Pero estuvo todo bien preparado. Lo que creo que mostraron también estos festejos fue las ganas contenidas de la gente por compartir, bailar, cantar y disfrutar. Luego de Cromañón, ¡hay bares con carteles de prohibido bailar!”.
Hay algo indesligable de Cromañón, en tanto hecho de la década pasada, y es el rebote de la crisis de comienzos de siglo. Aún hoy los precios se están reacomodando en el mundo de la música (instrumentos, insumos, sonido, publicidad, luces, bla, bla, bla). Como ya dijeron Laín y Manuel, que suban los precios de las entradas perjudica a las bandas en desarrollo porque les quita público. Pero las dificultades económicas llegan a puntos mucho más profundos: a la propia supervivencia de la banda. Matías y Darío manejan el estudio El Montacargas, donde ocurre la nota. No por casualidad: El Montacargas también nació en el post-Cromañón. “En 2006, cuando empezamos, había dos posibilidades para las bandas: o desarmarse o meterse a grabar. Casi nadie hacía shows”, recuerda Matías, músico de Atlante.
Darío, músico experimental (o experimentador musical), ayuda a ir definiendo la relación del músico con el rédito de su obra y su trabajo: “Luego de Cromañón, las bandas están acostumbradas a pagar todo: flete, sonido, sala y lugar para tocar. Eso hace que las bandas sean inestables. Si no tienen plata, cancelan ensayos, no se toman tiempo para grabar o se apuran en hacerlo para abaratar costos, aunque quede bien”. Ariel, que en 2008 publicó con Urbanodélica el disco Instantáneas del insomnio, señala que hacer un disco con una tirada de mil copias (el mínimo que pide la UMI), pasó de costar unos 6 mil pesos antes de Cromañón a unos 12 mil, contando instancias de difusión, de distribución y administrativas. La Generación post-Cromañón no sólo surgió sin lugares para tocar. Sus miembros surgieron en simultáneo como legistas, administradores, publicistas, diseñadores, músicos, prenseros, managers, programadores y hasta como público. “La mayoría de las veces, las bandas del post-Cromañón nos vamos a ver unas a otras. Las que vienen de antes, para tocar con nosotros piden que paguemos cachet”, revela Charly de Dona Filoso.
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